jueves, 19 de abril de 2007

Sobre "Figura de paja"


Ayer leí Figura de paja, de Juan García Ponce. No quiero escribir del escritor, sino de la obra. Creo que de poco sirve repetir lo que otros han señalado: que es un autor imprescindible de nuestras letras, que el erotismo insufla vigor a su literatura, que fue parte de una generación insólita de narradores mexicanos. No. Mejor hablar desde la experiencia irrepetible del lector. Mejor hablar de lo que leí ayer en Figura de paja.

La novela es admirable en su forma narrativa. Comienza con el antecedente inmediato del final: una escena pasada que en la historia será futura pero en el recuerdo —en la escritura— es presente. Sin embargo, la novela no es cíclica. No es una caminata tranquila en la que llegamos al mismo punto del que partimos. Aunque «todo parecía obedecer a un orden establecido, inmutable, con un ritmo propio y natural, el ritmo de los días que pasan sin sentirse, del invierno, el otoño, el verano, siempre iguales y siempre diferentes; el ritmo de la vida», esto es una imagen siempre borrosa. Cierto que todo sucede en la vida, pero el ritmo con el que eso sucede es distinto. Más que un paseo, el narrador —y nosotros con él— ejecuta un salto irreflexivo, violento: «la respuesta a ese impulso que te hace seguir adelante, hacia lo desconocido, cuando todos los datos exteriores, los pocos puntos de referencia, parecen señalar que no hay nada en él». Pero esto el lector no lo sabe, supone que esa primera escena es sólo un pretexto, porque había que iniciar de alguna manera. Y quizá más: estoy, piensa el lector, ante la imagen que divisaré en la cima. El desarrollo de la novela sugiere ese ascenso. Los protagonistas luchan —contra el mundo y tímidamente contra sí mismos— para obtener su recompensa: la licencia de su relación. Esta idea, fácil y por ello no exenta de sentimentalismo, es la que engaña indicando la escalada. Son los acontecimientos finales —el vértigo que sucede al último respiro— los que revelan lo contrario: que se trataba de una caída. Sólo que, mientras caía, el narrador —y nosotros con él— se empeñaba en mirar hacia el cielo, que a cada momento era más lejano. Supo que caía porque el dolor final fue insufrible.

También como elemento de la lógica que mueve la historia, es notable cómo los tremendos sucesos finales no impiden que se acalle una palabra que, el lector sabe, escuchó en las primeras páginas: culpa. El fragmento final provoca la urgente necesidad de regresar al inicio de la novela. Y esto no es casualidad: el escritor induce el recuerdo, recreando uno de los mecanismos de la memoria: la resonancia.

domingo, 15 de abril de 2007

Un buen hallazgo

Los siguientes párrafos son de nacho mondaca, de quien sólo sé lo que él mismo escribió en el perfil de su blog y en el blog mismo; que los transcriba aquí se debe, quizá, a una rara sensación que asalta al lector en (poquísimas) ocasiones: que las palabras leídas parecen un olvido, un pensamiento soterrado que otro recuerda. Un poco como la pregunta de Salvador Elizondo en Farabeuf: «¿Somos el recuerdo de alguien que nos está olvidando?».

Gracias, de nuevo



EL RITUAL DEL ENCUENTRO
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___Hay ocasiones en que te atemoriza la lectura. Has dejado el libro a un lado; apenas media docena de poemas o alguna incursión en los primeros capítulos y todo parece el fin de una escaramuza callejera o una baja marea pasajera. Otras veces el libro a la mitad y luego saltas a otro, tambaleando entre la traición y el desgano, con pasos diletantes, distantes, yéndote sin premeditación.
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___No siempre te considerarías culpable, claro: el temor es con frecuencia una manifestación de abatimiento y si la lectura no está dispuesta a ofrecerte un salvavidas, saltarás a tierra firme observando cómo el oleaje se indispone y cómo tu espíritu pierde el sentido del arrobamiento.
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___Nada que lamentar. La lectura puede ser es una amante distraída que pierde su atractivo por una jaqueca o por la recurrencia de sus manías. Volverá después, por la noche, tal vez, cuando hayas dormido una siesta y alguna bebida les devuelva el apetito.

miércoles, 11 de abril de 2007

Engañosa impresión (sobre Kraus, sobre el optimismo que genera la estupidez)


En La guerra perpetua, Roberto Calasso afirma que Los últimos días de la humanidad «tiene un único precedente literario»: la parte inconclusa de Bouvard et Pécuchet. Calasso habla de «ocho tomos encuadernados, incluyendo cada uno de ellos cerca de 300 hojas» en donde sólo figuran citas: de manuales, de libelos, quizá también de libros serios, en fin, de cualquier hoja impresa que de algún modo se inmiscuyera, con autoridad o sin ella, en algún campo del Saber investigado por Bouvard y Pécuchet; en cambio Flaubert, en su bosquejo para finalizar la novela, anuncia «una buena idea alimentada en secreto por los dos [Bouvard y Pécuchet]. De vez en cuando, al recordarla, se sonríen y por fin se la comunican simultáneamente: copiar».

Acepto que las páginas guardadas en la Biblioteca Municipal de Rouen se me figuran inabarcables: por su extensión pero también por su disparatado contenido: sería difícil, sin la compañía de Bouvard y Pécuchet, pasar de la agronomía a la química y de ésta a Walter Scott o Balzac. Sin embargo, la otra imagen, la de unos jubilados que sólo engañaron al lector, que, al final, «se ponen a trabajar» en sus escritorios, haciendo lo mismo que simulaban aborrecer al suspirar pensando en lo bien que el campo le sentaría a sus ánimos, esa imagen me perturba más que la hipotética vista de los ocho tomos descritos por Calasso. Esa frase de Flaubert, esas cuatro palabras despojadas del entusiasmo nunca perdido de Bouvard y Pécuchet, resuenan en el lector como «un eterno coro, el mismo coro de siempre, y él sin poder oír ya ni sus propios pensamientos sino el alegre canto de los pájaros... padeciendo sus picotazos en el cuello», según lo expresó alguien que también temía a la inmovilidad inherente a toda rutina: Amparo Dávila.