jueves, 16 de agosto de 2007

Vincerò!

Es Inglaterra, pero eso nada dice. Hace algunos meses miré y escuché a Carlos Fuentes ufanarse de repartir su residencia entre Londres y México; de la Ciudad de México mencionó sólo a los amigos, de Londres remarcó su intensa vida cultural. Estoy seguro que pronunció, entre otras como “teatros” y “espectáculos”, las palabras “temporada” y “ópera”, casi una después de la otra. Tal vez Carlos Fuentes elaboró un enunciado no muy distinto al de un agente de viajes bien informado y dueño y ejecutor de una sintaxis correcta: “En Londres, se encuentra la Royal Opera House, donde la Royal Opera presenta siempre una temporada fascinante”. Y, repito, eso nada dice.
Es Inglaterra. Pero podría tratarse de cualquier otro país: España, Estados Unidos, Japón, incluso podría acontecer en México, why not?

Es Nessun Dorma. Sí: la misma que el ahora moribundo Pavarotti convirtió en el himno oficial del Mundial Italia ’90; la misma que repitió cuatro años más tarde, en el Dodger Stadium, para celebrar el inicio del siguiente Mundial: USA ’94; la misma que aparece en antologías con títulos tales como Greatest Hits, The Best o The Very Best; la misma que, es evidente, no puede faltar en el repertorio de Pavarotti & Friends.
Saber más sobre Nessun Dorma es fútil, arrogante.

Pudo ser limosnero del transporte público o doctor en ciencias biomédicas, pero es algo más corriente: vendedor de teléfonos celulares. También es obeso, aparenta ser retraído y asegura tener un sueño. Ante la pregunta de la única mujer del jurado, la imagen vuelta discurso revela que la timidez se ha esfumado, que la obesidad no importa y que el sueño tiene un asomo de realidad. “Para cantar ópera”, responde: fresco, sencillo, como si supiera ya que los siguientes dos minutos son sólo un trámite, un descanso en la escalera que conduce al Éxito. La mujer, según hace ver el mismo discurso, asiente incrédula, emite un insonoro ¡ah!, agitando ligeramente la cabeza de arriba abajo tres o cuatro ocasiones, en un gesto parecido al de aquel que se encuentra en un museo de arte moderno. Otro juez, según la imagen, apenas cae el último eco de la respuesta, retira nervioso de la mesa la mitad de su cuerpo y, todavía nervioso, mira hacia donde se encuentran sus compañeros de labor. Por lo menos él no simula comprender, por el contrario, está tentado a gritar que eso es un disparate. Tal vez, tras una apretada carrera de pensamientos, se diga a sí mismo que su papel ahí es contribuir al entretenimiento y, sobre todo, a las ventas de la empresa. Después viene una inexplicable imagen del vendedor de teléfonos celulares inflando los cachetes, como si estuviera al borde del llanto o en los momentos finales de un berrinche infantil. Probablemente el productor del programa o el editor pensaron que era una buena postal para eliminar cualquier duda a propósito de la pusilanimidad del sujeto que, en el fondo, no deja de hablar.
Se trataba del prólogo: en las Bellas Artes es indispensable.

Por fin llega el momento. ¡Cuántas personas, sosteniendo el teléfono o una taza de café o un cigarrillo, no se enorgullecieron de presenciarlo! Sin preverlo, atestiguaron un hecho irrepetible, prodigioso, ganándose así la envidia de miles, millones de desgraciados que sólo a través de una televisión de 20 pulgadas (y alguna pantalla de plasma) pudieron saber del milagro.

Todavía con las primeras notas, el tercer juez, aquel que antes había escapado de la imagen significativa, suspira e, involuntariamente, recorre con la mirada la figura del vendedor lo “barre”, diríase coloquialmente. Por lo menos entre los tres especialistas, todo indica que la incredulidad no se ha disipado. Las imágenes del público incitan a pensar otra cosa: la decena de mujeres enfocada sonríe, esperanzadas y ansiosas de sorpresa. Acaso un camarógrafo ganó un aumento en su salario por encontrar a dos ancianas, la viva personificación de la emotividad añejada, la admiración que se otorga sólo a aquello que logra conmover a quienes han vivido setenta u ochenta años en este mundo. Todo está pronto. El vendedor, atisbando lo Sublime, comienza. El juez con marcado estilo militar y aires de Tom Cruise, sigue mirándolo, bolígrafo en boca, reticente a abandonar el cómodo terreno de la reserva. La mujer sonríe, ensayando el gesto que deberá mostrar al final de la interpretación porque, está segura, el final será efímeramente memorable. El tercer juez, más profesional, (según el calificativo adecuado para los personajes serios de la televisión), desperdicia su boleto para la posteridad y prefiere cumplir su trabajo. El público, sin temores ni dudas, entrega la ovación y el aplauso. Una de las ancianas va más lejos: detiene una lágrima antes que ésta se mancille en el suelo. Los silbidos de aprobación, de júbilo, ya están ahí. La mujer entrelaza las manos, confirmando que frente a ella acontece algo extraordinario. Y también ella, como si estuviera compitiendo con la anciana, va más allá: mientras el vendedor afirma, cantando, que vencerá, ella simula sofocarse, como si el éxtasis fuera insoportable para el humano común. Otras mujeres del público se ponen de pie, una de ellas aplaude con fuerza, intentando extinguir la voz del vendedor sólo con el entrechocar de sus palmas. La toma diametral y el posterior alejamiento le dan la razón al vendedor: veni, vidi, vici. Cada vez más personas abandonan sus asientos. La mujer, no sin antes acariciar sus extravagantes pómulos, acaso para simular que el rubor la desborda, se une al aplauso de los cientos que se encuentran detrás. Un suspiro más, esta vez del vendedor, quien luce, simultáneamente, fatigado y descansado. La mujer mira al público, buscando si alguien ha superado su expresividad; el juez sobrio la sigue, pero sólo por inercia; el juez Tom Cruise otorga un brillo inusitado a la imagen exhibiendo su impecable dentadura. Todos sonríen: están satisfechos. Vienen las bromas, los elogios, la inyección de confianza, en suma, el apresurado proceso que desemboca en la realización de un sueño. Vienen las ratificaciones y la aguda música de Aerosmith. Una caravana que no se sabe bien si es de gratitud o de agradecimiento. Las felicitaciones, los inevitables comentarios ahora que el sujeto del juicio se ha retirado. Los supuestos escalofríos. La puerta de salida.

Previsible, pero también irónicamente, la televisión torna suspicaces a los inadaptados.


P. S. Honor a quien honor merece. A pesar de la disparidad en nuestros juicios (no es tanta), debo este video a Xavier. Siempre debería gratificarse a quien le da a uno motivo para escribir más de un párrafo.

miércoles, 15 de agosto de 2007

Detectives, archienemigos y otras conductas excéntricas


Es cierto: la discusión es anacrónica y quizá hasta inútil. Sin embargo, ¿por qué no decirlo? La novela negra no pudo ser sin la novela de detectives; basta comparar los títulos de dos ensayos (Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes, El simple arte del asesinato) para advertir que el modelo racional e impecable de la novela policíaca inglesa provocó, entre otras cosas, la reacción de dos o tres escritores que, en su continuo apego a lo práctico, reafirmaban su condición de americanos. De nuevo el viejo enfrentamiento del espíritu contra la utilidad.

¿En qué momento nace, literariamente, la novela negra? ¿Cuál rendija, cuál puerta entreabierta, cuál ventana mal colocada utilizaron la Violencia, la Corrupción y el Sexo (llevando consigo la imprescindible botella de whisky) para colarse al sobrio Salón de las Deducciones?

En una escena intermedia de El problema final, Sherlock Holmes descubre una emoción que hacía mucho tiempo no perturbaba sus operaciones mentales: el miedo. De pie, entre el mundo y la habitación de Baker Street, conteniendo todos los crímenes que caerán sobre Londres, se encuentra el profesor Moriarty, la posibilidad hecha carne de un Holmes perverso. El diálogo, por supuesto, es cortés: Moriarty ensaya una especie de elogio y, acto seguido, hace evidente el revólver que Holmes empuña bajo el batín. Tal vez Holmes se siente un poco estúpido (como los ladrones, aristócratas, militares y todos aquellos que debieron soportar sus explicaciones), pues descubre el arma y decide dejarla sobre una mesa cercana. La conversación se reanuda, los elogios mejoran y, por un instante, el refinamiento se tambalea: algo muy parecido al descaro de Philip Marlowe se revuelve en el interior de Holmes y lo incita a afirmar que el peligro forma parte de su trabajo. Pero la crisis pasa muy pronto: en su siguiente línea, Holmes ofrece una disculpa. El encuentro finaliza, inevitablemente, con un tibio agradecimiento de Holmes y una no menos tibia promesa de Moriarty. El profesor se retira y Holmes comienza a percatarse que Londres es una trampa gigantesca preparada para él.

Durante esa entrevista, sin que lo advirtieran los involucrados (Conan Doyle, el primero de ellos), irrumpe la novela negra. Un detective, que conoce y puede probar que quien está frente a él es el verdadero criminal (de quien los demás son meras marionetas), ¿aceptaría dejarlo ir como si se tratara de un vendedor cualquiera que ofrece su producto en todas las puertas? Algunos años más tarde y del otro lado del Atlántico, hubo quien respondió con una negativa. O se derrama toda la sangre posible (como en Cosecha Roja) o se desiste de actuar por poseer sólo rumores y sospechas (como en Adiós, muñeca), o cualquier otra opción excepto la impasibilidad.

A propósito de tan inexplicable conducta, Raymond Chandler apuntó, no sin ironía, que «el escritor inglés primero es un caballero (o no) y sólo después un escritor».

lunes, 6 de agosto de 2007

Dos recuerdos (2)

CVIII

Fue una vana congoja de dejarte
Leopoldo Lugones, Alma venturosa


28 de marzo de 2007. Las siete y pocos minutos de la noche. Paseo de la Reforma.
Un hecho cotidiano, es decir, un hecho al mismo tiempo trivial y prodigioso, evidente y con todas las probabilidades en contra de acaecer: dos jóvenes se besan y, no conformes con ejecutar el hecho cotidiano, tienen el descaro de besarse con vehemencia, con furor, casi violentamente —y así intentan distinguirse. Pudiera sustituir esta morosa descripción —que imita la nomenclatura de la Histoire de la folie à l'âge classique— con un único sustantivo: arrobamiento; escribir, entonces, “los jóvenes, arrobados, se besan”. No obstante, ¿cómo conjuntar una palabra de marcado talante decimonónico con la moral que distingue a dicho siglo? ¿Aceptaría doña Perfecta (por recurrir a una autoridad) que, en una avenida sumamente concurrida, dos jóvenes arrobados se besaran? La negativa sería tajante (y el tajo va dirigido contra eso que anima el nunca consumado beso). Además, ¿sabrán estos jóvenes que poseen la cualidad de arrobados? Con lo enfadoso que resulta consultar el diccionario, seguramente ignoran siquiera la existencia de esa palabra. Los subestimo no por casualidad: si los llamo jóvenes es porque púberes es otra rancia palabra cuyo omisión no conviene justificar. Eso que les adjudico (vehemencia, furor, et al), pensé, tiene en la edad su sencilla causa. Pero este circunloquio ha distraído mi atención. Ellos están en el lado opuesto de la avenida, besándose. Mejor será seguirlos. Cruzan la avenida mientras se besan, llegan al otro lado aún besándose. Conclusión: los jóvenes también desconocen el repetido verso de Darío («que te vas para no volver») pero, a su manera, lo intuyen, ergo, se besan incluso cruzando una avenida de cuatro carriles porque no desean malgastar un solo instante de su juventud. Mi desdén hacia ellos continúa: no sólo ignoran palabras y versos que a otros obligaron a memorizar en la escuela secundaria, también son cursis e hipócritas. Por supuesto, no les preocupa si alguien que conoce el significado de una rara palabra y dos o tres frases que suenan bonito los observa —y comienza a pensar sobre lo que hacen. Ellos, ya frente a mí, todavía se besan. Después de medio minuto, quizá menos, un autobús del transporte público se detiene. Ella sube, él se queda. Se revela entonces el verdadero motivo del incesante beso . Antes que el autobús reinicie su marcha, hay tiempo suficiente (cuatro o cinco segundos) para la despedida, que es, por supuesto, la gesticulación de un beso. Él corresponde: finge recibirlo. El autobús se va. Se suceden tres instantes casi imperceptibles: en el primero, el muchacho (ya no más “él”) deja ver que, pese a su actual soledad, no hace mucho asistía al nacimiento del mundo —según la fórmula del poeta; en el segundo instante el muchacho, además de saberse solo, descubre que está desnudo y vulnerable; el instante final supone una decisión: buscar abrigo entre la legión de fantasmas y reos que caminamos en las aceras del Paseo de la Reforma. ¿Y después? Transmutar el recuerdo en mentira: creer, como los sentidos, que la amputación nunca ocurrió.




sábado, 4 de agosto de 2007

Dos recuerdos (1)

Se dice, acaso con razón, que ciertos libros contienen todo lo que el ser humano es: la prefiguración de sus emociones, repeticiones incesantes de un hecho que obligan a sospechar del destino o de la historia, palabras que al ser pronunciadas dejan la extraña sensación de ser apenas un eco. La Biblia, el libro de Las mil y una noches, la herencia de la antigüedad grecolatina, la obra de Shakespeare. A esta enumeración añado, no sin temeridad, Moby Dick or the White Whale. Quiero imaginar que los siguientes dos recuerdos son la renovada representación de temas que ya estaban en Melville: a mí sólo me tocó presenciarlos.



LXXXVII

Porque las palabras que había oído hasta entonces, hasta entonces lo supe, no tenían ningún sonido, no sonaban; se sentían; pero sin sonido, como las que se oyen durante los sueños
Pedro Páramo

Era tarde. Quisiera escribir, con la certeza con que lo haría ahora, que afuera llovía, pero me siento como si estuviera recordando un sueño: la lluvia es apenas una intuición, una presencia que lo mismo podría pertenecer a otro recuerdo, a otro sueño, que a éste que obligo a mostrarse. Aquella era una de las tantas tardes de los últimos cuatro años: salí de la universidad y abordé el metro para regresar a casa. Creo que era una hora desacostumbrada para mí y acostumbrada para los oficinistas: muchos de ellos habían llenado el vagón que por pocas estaciones permaneció casi vacío. Sobra decir aquello que el citoyen conoce: una vez sepultado entre los andenes, el hombre pierde el atrevimiento de mirar a los demás, se revuelve ante la idea de requerir más aire y al mismo tiempo advertir que no hay manera de obtenerlo. Rutinaria situación. Fue en la estación Zapata (tal vez antes, tal vez después) donde abordaron dos mujeres jóvenes, que frisaban los veinte años. En esto no hay nada sorpresivo. Así como para el griego era inconmensurable la diagonal del cuadrilátero, para mí lo es el número de personas que viven (con todo lo que el verbo implica) en la ciudad; en verdad que si supiera cuántas mujeres de entre 18 y 22 años toman el metro en la estación Zapata, esbozaría un hipócrita gesto de asentimiento: la cifra nada me diría salvo que, ni con los más sobrehumanos esfuerzos, podría conocer a igual cantidad de mujeres entre los 18 y los 22 años. En este caso, sería prudente deducir, a manera de hipótesis, que la incomprensión veda la sorpresa, salvo si ésta es inevitable, si se convierte en dama de compañía inseparable de aquellos que, sin ufanarse de ello, han dejado de ser normales. Aquella tarde la anormalidad se personificó en las dos muchachas que he mencionado: las dos eran sordomudas. Como si de una puesta en escena se tratara, apenas tomaron su lugar, ambas comenzaron a mover rápida, rítmica y disciplinadamente sus manos. Aludí al teatro, pero más correcto sería comparar su situación con la del solista al que la orquesta debe rendírsele; no obstante, la comparación sigue siendo insuficiente: esta vez la orquesta, el resto de los pasajeros, por costumbre estaba obligada a ignorar que frente a ellos estaba a punto de abrirse «una brecha en el muro viviente». Por mi parte, no pude (pero tampoco quise) dejar de ver la graciosa evolución de sus dedos; a mi alrededor, sentí que me envolvía un silencio, el cual, tardé en advertirlo, era sólo la consecuencia de otra sensación: estaba inmóvil. No sé si en ese momento o un par de meses después, recordé que en un cuento alemán un hombre era convertido en piedra contra su voluntad en una fantasía que, por otra parte, seguramente se repite en otras tradiciones. Así me sentía: tornado mi cuerpo en piedra, al igual que el de mis compañeros de viaje, con la diferencia que a ellos les fue suprimido cualquier tipo de sensibilidad; no en mi caso: yo las veía, sentía el silencio del vagón y escuchaba el sedante sonido de sus dedos. Fue la necesidad de parpadear la que me expulsó, de nuevo al mundo.