Si el destino todavía existe, si todavía se entremete en la despreciable vida humana, es, según lo enseñaron los griegos, un destino esencialmente trágico. Incontenible, embate una y otra vez hasta sumir y sofocar a quien elige, mientras éste, aturdido, ignora qué hacer o decir, salvo quizá ejecutar un último e inútil gesto oferente: reconocer por su nombre a la fuerza que lo está matando. Resignado, cree aceptar (porque así cree comprender) que era su destino ser presa del cáncer o morir cuando no debía (pero ¿cuándo debe alguien morirse?) o estar obligado a enfrentar una circunstancia adversa que nunca imaginó incrustada en su vida.
Pero lo más probable es que el destino no exista y el cáncer sea sólo cáncer y la muerte sólo muerte y la desgracia sólo desgracia.