Las hojas de este cuaderno se terminaron. Seguí escribiendo en este otro.
martes, 3 de agosto de 2010
lunes, 12 de octubre de 2009
Lunes
Y dijo Dios, Hágase el lunes, para que el hombre siempre recuerde en ese día su miseria y lamente la pena de estar vivo.
o
lunes. m. Día de la semana que sigue al domingo y precede al martes. Es también el mejor y el más preferido para recordar la miseria personal y lamentarse de estar vivo.
miércoles, 16 de septiembre de 2009
Septiembre, mes de la Patria
02: Ultiman a 17 adictos en clínica de Chihuahua
03: Cae el salario mínimo a su nivel más bajo en 20 años
04: El PRI quiere volver a Los Pinos, pero con un país fuerte
05: Refrenda el PAN apoyo a Juanito
06: Infantil pesquisa de la PGR para "no ubicar" a los hermanos Larrea
07: Magistrados se quejan de su sueldo
08: Propone Hacienda aluvión de impuestos para tapar el hoyo financiero
09: Realizan operativo antiterrorista para enfrentar supuesta amenaza a un avión
10: Quitar los subsidios a luz y agua hará ahorrar a pobres: Calderón
11: Propone el gobierno reducir el gasto en educación para 2010
12:En el deporte, frustración
13:IFE prevé dar a pago de sueldos $4,301 millones
14:Gobiernos “blindan” festejos patrios por temor
15: ¡Viva mi abuelita! gritan en acto de Juanito
lunes, 7 de septiembre de 2009
Periñon contaba que de joven había pasado una temporada en Europa y aludía con tanta frecuencia a su viaje que sus amigos llegamos a conocer de memoria los episodios más notables, como el de la vaca que lo cornó en Pamplona, la trucha deliciosa que comió a orillas del Ebro, la muchacha que conoció en Cádiz llamada Paquita, etc. El viaje había comenzado bajo buenos auspicios. Cuando estaba en el seminario de Huetámaro, Periñón, que era alumno excelente, ganó una beca para estudiar en Salamanca. Como era pobre, varios de sus compañeros y algunas personas que lo apreciaban juntaron dinero y se lo dieron para que pagara el pasaje y se mantuviera en España mientras empezaba a correr la beca. Periñón decía que en el barco conoció a unos hombres de Nueva Granada y que durante una calma chicha pasó siete días con sus noches jugando con ellos a la baraja. Al final de este tiempo había ganado una suma considerable. Comprendió que las circunstancias habían cambiado y le pareció que ir a meterse en una universidad era perder el tiempo. Ni siquiera se presentó. Durante meses estuvo viajando, visitando lugares notables y viviendo como rico. "Hasta que se me acabó el último real", decía. Después pasó hambres.
Cuando yo le preguntaba cómo le había hecho para regresar a América, nomás movía la cabeza, como quien quiere borrar un recuerdo amargo.
—Bástete saber que llegué a Veracruz con la sotana muy revolcada —agregaba.
De allí el relato brincaba y la siguiente imagen era Periñón en Huetámaro, aguantando las reclamaciones de los que lo habían patrocinado. Querían que les devolviera el dinero que le habían dado, cosa que Periñón nunca hizo.
jueves, 3 de septiembre de 2009
(si esto fuera un cuaderno real, escribiría al márgen: qué misterioso placer hay en transcribir el título de algunos libros)
Acaso le sea útil a quien tenga pensado leer, un día de estos, a Proust.
lunes, 24 de agosto de 2009
Recado póstumo
jueves, 20 de agosto de 2009
Por decir algo
lunes, 13 de julio de 2009
Glosa
lunes, 29 de junio de 2009
Traducción
esto:
Sin molestarse. Sin molestarnos. Sin que ni tú ni yo podamos entender cómo lo hizo.
martes, 16 de junio de 2009
Tokio Blues
Que rompiera ese irracional augurio personal se debió, en buena medida, a una circunstancia fortuita, a un comentario que, quizá, yo estaba destinado a no escuchar y que recibí sólo por una interrupción de mi monótona rutina. La tarde de un jueves, sin poder decir cómo la conversación hizo una parada en Murakami y, específicamente, en Tokio Blues, la novia de Miguel dijo esto o algo similar, esa novela está para suicidarse, o quizá fue, ese güey sugiere el suicido, o, última deformación de mi memoria, al terminar ese libro habrá quien piense en suicidarse. Las variaciones no son muy distintas entre sí, todas relacionan la narración con el suicidio y, sobre todo, hacen de la narración un motivo para el suicidio. Recuerdo que, como respuesta, sólo atiné a balbucear unas cuantas palabras, reflejo infiel de todo lo que pasó en ese instante por mi cabeza y que fui incapaz de hilar en defensa de Murakami, de la visión de mundo que imprime en casi todos los narradores de sus novelas, de la soledad irremediable en la que se descubren sus personajes, del desasosiego que el lector puede sentir como residuo de la narración. En vez de decir eso, sólo conseguí articular esta torpeza: ser pesimista es inevitable. Carlitos respondió con otra cosa y la plática, para decirlo pretenciosamente, tomó otros derroteros. Ya no volvimos a Murakami.
El comentario de Citlalli fue mínimo, pero suficiente para avivar mi curiosidad por Tokio Blues. El suicidio —como tema, como acto, como decisión, en fin, como suicidio— es algo que me fascina y saber que alguien otorgue a una novela la capacidad para sugerirlo es, pienso, una buena razón para leer esa novela.
La leí, entre la mañana de un viernes y el medio día del sábado siguiente. Con emoción y curiosidad y también con placer y sorpresa. Sin duda es una buena novela y no resulta difícil darse cuenta por qué ha cautivado a millones —aunque sea difícil saber por qué ha cautivado a millones.
Al leerla, la idea del suicidio no pasó por mi cabeza ni una sola vez, es decir, no como algo que yo quisiera o pudiera hacer, sino simplemente como parte del devenir de un par de personajes del relato, como cuando en la realidad encuentro en el periódico el suicidio de un desconocido. No me afecta, pero, a veces, queda mi mente ocupada por unos minutos con esa idea o con algunos de los detalles de eso que he leído. Igual con Tokio Blues: ni toda la soledad de sus personajes, ni toda su íntima incomprensión hicieron que hiciera mía la idea del suicidio que, innegablemente, pesa a lo largo de toda la novela. Insisto: la vi como si, casualmente, viera a alguien arrojarse de la azotea de un edificio. Sin perturbación, sin sobresaltos, como admirando algo largamente previsto o esperado.
Llegado a este punto no sé bien qué escribir —tal vez porque lo que quisiera escribir toca ya los bordes de lo inconfesable. ¿Cómo confesar, sin apocarme, que Tokio Blues no me conmovió tanto porque yo mismo veo la vida de esa forma? ¿Cómo decir que yo también creo que la soledad es una condena irrenunciable y, en consecuencia, toda compañía, tarde o temprano, se descubre falsa?¿Cómo decir eso y todo lo que está entre eso si, al mismo tiempo, quisiera no decirlo?
Termino estas breves notas ocultándome, retirándome de donde voluntaria aunque inútilmente quedé expuesto. Termino citando un fragmento de una carta de Kafka que, a su vez, encontré citado en un libro de George Steiner. Ahora que lo releo pienso que, quizá, la novela de Murakami podría considerarse una larga glosa a estas pocas palabras de Kafka:
«Si el libro que leemos no nos despierta como un puño que nos golpeara en el cráneo, ¿para qué lo leemos? ¿Para que nos haga felices? Dios mío, también seríamos felices si no tuviéramos libros, y podríamos, si fuera necesario, escribir nosotros mismos los libros que nos hagan felices. Pero lo que debemos temer son esos libros que se precipitan sobre nosotros como la mala suerte y que nos perturban profundamente, como la muerte de alguien a quien amamos más que a nosotros mismos, como el suicidio. Un libro debe ser como un pico de hielo que rompa el mar congelado que tenemos dentro».
domingo, 7 de junio de 2009
Qué lástima. Murió Alejandro Rossi.
[...]
(el resto, en el Manual del distraído)
martes, 19 de mayo de 2009
Escuchar a Polifemo
lucientes ojos de su blanca pluma;
si roca de cristal no es de Neptuno,
pavón de Venus es, cisne de Juno.
Cera y cáñamo unió (que no debiera)
cien cañas, cuyo bárbaro rüido,
de más ecos que unió cáñamo y cera
albogues, duramente es repetido.
La selva se confunde, el mar se altera,
rompe Tritón su caracol torcido,
sordo huye el bajel a vela y remo;
¡tal la música es de Polifemo!
Como se trata de un cíclope, de un ser monstruoso, horrendo, su música sólo puede ser monstruosa y horrenda, caótica, lo cual se insinúa en la primera mitad de la octava, sobre todo con el hipérbaton que involucra al sustantivo albogues. Sin embargo, en la segunda mitad, el ritmo y los recursos retóricos y poéticos son del todo diferentes. Las palabras ya no se estorban entre sí, intentado decir inútilmente la música de Polifemo.
La justificación de esta diferencia se encuentra, a mi juicio, en una de las propiedades más inquietantes de la música: aquello que la música dice, sólo puede ser dicho en su lenguaje. De ahí la confusión del poeta y el lector al intentar describir y saber qué música toca el cíclope con su descomunal instrumento.
Pero si decir lo que dice la música con un lenguaje distinto es imposible, describir sus efectos, en cambio, es una tarea que se cumple con cierta facilidad —por más que, estrictamente, la música y sus consecuencias de ningún modo sean equivalentes. De eso tratan los versos quinto al séptimo: ya que es imposible decir la música, al menos que se haga presente su monstruosidad a través del sobrecogimiento que provoca en todos los seres que la escuchan, lo mismo el mar que los hombres o las deidades.
Esta oposición de premisas conceptuales, la precisión con la cual Góngora vio la diferencia y supo cómo expresarla poéticamente en una octava de versos endecasílabos es, sinceramente, para admirarse.
Pero, de nuevo, mi intención original no era decir todo esto. Cuando pensé en escribir, sólo quería hacerlo a propósito del penúltimo verso:
sordo huye el bajel a vela y remo;
Señalar su milagrosa conjunción de sílabas. Su inclemente inicio que consume casi todas las fuerzas necesarias para terminar de pronunciarlo, como si el primer viento, el primer empuje de remos, de tan requerido y esforzado, parecieran también siempre insuficientes para acabar de huir el buque.
Preguntarme cómo es posible que, a través de las palabras, esa huida se escuche en todo su sigilo. Decir, quizá, que eso sería fácil en una recreación sonora de un buque, ayudándose del instrumento musical más apropiado. O con sonidos vocales carentes de sentido, onomatopeyas náuticas y marinas. O, más arriesgado, con palabras que, juntas, no formen ningún sentido gramatical sino sólo fonético, induciendo en quien escuche esos sonidos (que han dejado de ser palabras), la idea de un navío en desesperada huida.
Aceptar, finalmente, la bajeza de todas esas opciones e insistir en lo milagroso del verso: las ocho palabras dicen que «sordo huye el bajel a vela y remo» y esas mismas ocho palabras hacen escuchar y ver y sentir que «sordo huye el bajel a vela y remo».
Creo que tampoco era esto lo que quería decir, pero es lo más cerca que puedo llegar.
jueves, 14 de mayo de 2009
Una imprecisa precisión sin demasiada importancia y con menos sustento
Fuera de México, creo que la constante es decir que el poema es de autor anónimo. Rivers, que es gringo, hizo eso al abrir el apartado "Poemas ánónimos de entre dos siglos" del libro al que aludí anteriormente. Recuerdo también que, en una nota para ciertas palabras de Sancho Panza («—Con esa manera de amor —dijo Sancho— he oído yo predicar que se ha de amar a Nuestro Señor, por sí solo, sin que nos mueva esperanza de gloria o temor de pena, aunque yo le querría amar y servir por lo que pudiese.» I, xxxi), Vicente Gaos, español, dice estas palabras o unas parecidas: "Cómo no recordar aquel soneto anónimo que comienza No me mueve mi Dios para quererte".
Estas pocas fuentes fundamentan mi impresión. Pocas y viejas. Pocas, viejas y mal recordadas.
Sea como fuere, saberlo anónimo o resultado del esfuerzo y la inspiración de un novohispano, no cambia en mí el modo en que leo el poema. Basta con que esté escrito en la lengua que hablo.
En fin, necesitaba decir todo esto para dormir tranquilo esta noche.
lunes, 11 de mayo de 2009
Juego mental
No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido;
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor; muéveme el verte,
clavado en una cruz y escarnecido;
muéveme ver tu cuerpo tan herido;
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No tienes que me dar porque te quiera,
pues aunque cuanto espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
tan absorto y ajenado
que se quedó mi sentido
de todo sentir privado
y el espíritu dotado
de un entender no entendiendo
toda ciencia trascendiendo.
El tema del amor desinteresado no es místico, sino devocional, perteneciendo a la tradición de los ejercicios espirituales.
lunes, 4 de mayo de 2009
Epidemia
Yo prefiero pensar en qué resultará de todo esto. Por ejemplo: dicen algunos ingenuos periodistas que saldremos de la crisis con los hábitos de higiene reforzados —y quizá estén en lo cierto. Quizá no sean pocos quienes, ahora, laven sus manos cada vez que desciendan del transporte público. O quienes hagan del tapaboca un accesorio tan aparentemente indispensable como el reloj o el teléfono celular. Y, de nuevo, yo prefiero pensar en que reforzar los hábitos de higiene, que los periodistas estén preocupados por esto, es algún tipo de señal de lo que resultará de todo esto.
En fin, confieso que esta pobre opinión intenta vanamente emular o aplicar o al menos pensar esto que sucede a partir de algunas pocas líneas de Vigilar y castigar:
Ha habido en torno de la peste toda una ficción literaria de la fiesta: las leyes suspendidas, los interdictos levantados, el frenesí del tiempo que pasa, los cuerpos mezclándose sin respeto, los individuos que se desenmascaran, que abandonan su identidad estatutaria y la figura bajo la cual se los reconocía, dejando aparecer una verdad totalmente distinta. Pero ha habido también un sueño político de la peste, que era exactamente lo inverso: no la fiesta colectiva, sino las particiones estrictas; no las leyes trasgredidas sino la penetración del reglamento hasta los más finos detalles de la existencia y por intermedio de una jerarquía completa que garantiza el funcionamiento del poder; no las máscaras que se ponen y se quitan, sino la asignación a cada cual de su "verdadero" nombre, de su "verdadero" lugar, de su "verdadero" cuerpo y de la "verdadera" enfermedad. La peste como forma a la vez real e imaginaria del desorden tiene por correlato médico y político la disciplina. Por detrás de los dispositivos disciplinarios, se lee la obsesión de los "contagios", de la peste, de las revueltas, de los crímenes, de la vagancia, de las deserciones, de los individuos que aparecen y desaparecen, viven y mueren en el desorden.
lunes, 27 de abril de 2009
martes, 21 de abril de 2009
Mi risa
domingo, 19 de abril de 2009
Reír
miércoles, 1 de abril de 2009
Sólo tres escenas de "Don Giovanni"
¿La muerte? Sí, creo que ahí está, escondida entre las sombras de la obertura, pero no puedo distinguirla bien. No la veo, sólo siento su presencia. Yendo de un lado a otro, acaso complacida con que su escondite se vuelve más oscuro a cada momento, como si la luz fuera taponada por laberínticas corrientes de humo que están por saturar ese espacio imaginario donde la música se desarrolla.
Leporello, ¿dónde estás?
Estoy aquí, para mi desgracia. ¿Y vos?
Estoy aquí.
¿Dónde estás? Es lo mismo que pregunta Yavé a Adán cuando éste ha pecado.
¿Dónde estás ahora que has caído?
Por cierto, el hombre que montó Don Giovanni para el Festival de Salzburgo de 2006, quiso que su propuesta escénica se sustentara en tres ejes: el erotismo, el comercio y la muerte. Dice que, a propósito de esta última, la pareció interesante este primer diálogo recitativo entre don Giovanni y su criado, sobre todo la línea en la cual Leporello, casi pasando como un idiota, pregunta quién murió, si don Giovanni o el viejo. No sé qué conclusiones sacó este hombre de esas líneas: dejé de escucharlas para escuchar mis pensamientos. Pensé en qué pasaría si la pregunta de Leporello fuera hecha no desde la idiotez, sino desde la inocencia o, mejor, desde la ignorancia: morir y no saber que uno ha muerto. Un poco a lo Rulfo. Entonces, la ópera entera sería una farsa montada por Dios como una última oportunidad para que don Giovanni se arrepienta de su vida disoluta. Está muerto, pero no lo sabe, porque si lo supiera la farsa se arruinaría y, paradójicamente, don Giovanni actuaría falsamente en busca de su salvación.
Cuando terminé de pensar esto me reí de mi simpleza. Es muy tonto pensar que Dios prepara después de la muerte otro montaje y otra farsa para determinar la salvación o la condena de una persona cuando de eso se trató la vida: de vivir un montaje y una farsa para determinar la propia salvación o la propia condena.
Doña Anna regresa con don Ottavio y, ahora sí, con la servidumbre. Sólo para mirar el cadáver de su padre. Sólo para que don Ottavio ordene a los criados retirar ese “objeto de horror”, recomiende el olvido a doña Anna y se afirme como sustituto del muerto:
Il padre? Lascia, o cara,
la rimembranza amara.
Hai sposo e padre in me.
Y, si bien doña Anna parece conforme, antes de entregarse plenamente al duelo hace jurar a su esposo que vengará al comendador. Y él acepta, tres veces: lo juro, lo juro, lo juro. Como si quisiera ahuyentar con esa repetición la certeza de que no hay juramento que resista medirse con la muerte.
lunes, 23 de marzo de 2009
Variaciones de un pensamiento
lunes, 9 de marzo de 2009
Instrumentos
es no poder oír la música.
Violines
Señoritas cursis de la orquesta, insufribles y pedantes. Sierras del sonido.
Violas
Violines que llegaron ya a la menopausia. Estas solteronas conservan aún bien su voz de media tinta.
Violoncellos
Rumores de mar y de selva. Serenidad. Ojos profundos. Tienen la persuasión y la grandeza de los discursos de Jesús en el desierto.
Contrabajos
Diplodocus de los instrumentos. El día que se decidan a dar su gran berrido, ahuyentarán a los espectadores despavoridos: ahora les vemos oscilar y gruñir satisfechos por las cosquillas que les hacen contrabajistas en la barriga.
Flautín
Hormiguero del sonido.
Flauta
La flaua es el instrumento más nostálgico. ¡Ella que en manos de Pan fue la voz emocionada de la pradera y del bosque, verse ahora en manos de un buen señor gordo o calvo!... Pero aun así, continúa siendo la Princesa de los instrumentos.
Clarinete
Es una flauta hipertrofiada. Algunas veces, el pobre, suena bien.
Oboe
Balido hecho madera. Sus ondas, profundos misterios líricos. El oboe fue hermano gemelo de Verlaine.
Corno inglés
Es el oboe ya madro, con experiencia. Ha viajado. Su exquisito temperamento se ha tornado más grave, más genial. Así como el oboe tiene quince años, el corno tiene treinta.
Contrafagot
Es el fagot del terreno terciario.
Arpas
Balcones dorados por donde unas señoritas endomingadas asoman sus bustos.
Xilófono
Juegos de niños. Agua de madera. Princesas tejiendo en el jardín rayos de luna.
Trompeta con sordina
Clown de la orquesta. Contorsión, pirueta. Muecas.
Cornos
Ascensión a una cumbre. Salida del sol. Anunciación. ¡Oh! El día que se desenrrollen como un "espantasuegras".
Trombones
Temperamento un poco alemán. Voz profética. Sochantres de vieja catedral con hiedras y veleta mohosa.
Tuba
Dragón legendario. Su vozarrón subterráneo hace temblar de espanto a los demás instrumentos, que se preguntan cuándo llegará el príncipe de bruñida armadura que los libere.
Platillos
Luz hecha añicos.
Triángulo
Tranvía de plata por la orquesta.
Tambor
Truenecillo de bambalina. "Algo" amenazador.
Bombo
Obcecación. Grosería. Bom. Bom. Bom.
Timbal
Odres de aceitunas sonoras.
lunes, 2 de marzo de 2009
Los fines de la vida
¿Qué hace que la vida valga la pena vivirse? “La caridad”, dijo San Pablo —en la versión del Rey James, “el amor” en traducciones más modernas. La felicidad, dirían muchos. “Sin amor no hay felicidad”, escribió Milton, haciendo una de ambas respuestas. Un amigo mío, próximo a morir, hizo un largo viaje para ver la exposición de Rothko en la Tate. Para él era indudable que no había mejor forma de pasar el que quizá sería su último día. En esos momentos, nuestras decisiones dicen mucho de lo que somos, aunque el resto del tiempo nuestras respuestas no sean de confiar. El libro de Keith Thomas atiende a las respuestas dadas a dicha pregunta entre 1530 y 1780. Deja fuera, tanto como puede, la búsqueda del Cielo (que le interesa poco) y la vida de aprendizaje (que ha discutido en otro lugar). También omite el vino, las mujeres y las canciones, además de los halcones, los sabuesos y los caballos. Lo cual deja la destreza militar, el trabajo, la riqueza, el honor, la amistad y la fama —que son, sin duda, más que gratas compañías.
miércoles, 11 de febrero de 2009
Tema con tres variaciones
Basta leer esas dos palabras para que comiences a imaginar o recordar que imaginabas ser invisible. Imaginar porque quizá veas sin ver imágenes en tu mente que no sabes bien por qué están ahí, si por una película o un libro, por una charla, un juego, o por ninguna de esas cosas. Quizá entonces recuerdes que ya imaginabas antes de conocer las películas o los libros o al amigo que también imaginó ser invisible.
(no, acaso no hubo ni amigos ni juegos ni charlas: la invisibilidad, aunque fantasía, se comporta como un secreto: compartirlo significa volverse vulnerable: se goza de él en la mente: en los libros, en las películas, en la imaginación y la memoria)
I
Wells mantuvo vivo a su hombre invisible a lo largo de un centenar de páginas. Su relato, su personaje, aunque por momentos recuerda a Mr. Hyde, al rey Midas, a la aspiración panóptica de 1984, casi todo el tiempo caminan por sí mismos. La eficacia parece deberse a uno solo de los artificios, que es también el más notorio: la explicación científica de la invisibilidad. Ese adjetivo es suficiente para que las circunstancias restantes del protagonista (y con él la historia entera) funcionen: la elección académica y laboral de Griffin, su pretendida amistad con Kemp, la rusticidad de quienes lo hospedan y persiguen.
Por la Ciencia el tema se dilata, tanto que incluso se vuelve capaz de generar algunos otros: la maldad, la paranoia, el poder (en el caso de la maldad, con tal autonomía que más de uno opinará que esa es la verdadera inquietud del relato: la utilización moralmente equívoca del conocimiento científico). Sin embargo, de algún modo se impone la preeminencia de la invisibilidad sobre todos estos problemas, la emoción de saber que, siquiera en la ficción, uno ha sido capaz de alcanzarla.
II
Chesterton también piensa en un hombre invisible, en uno de los cuentos de The Innocence of Father Brown de título homónimo al de la novela de Wells. Pero, francamente, su solución es decepcionante, hasta un poco bobalicona —quizá porque es muy humana, mediocremente humana.
III
Finalmente, Quevedo. Unas pocas líneas que son una celebración de la brevedad y del ingenio. Comparado con Wells, el único medio que cualquiera puede emplear para hacer suyo el prodigio; frente a Chesterton, el único paradójicamente digno (ahorra a uno la vergüenza de saberse un don nadie):
«[Tabla de proposiciones]
»5. Para hacerte invisible y que aunque entres entre mucha gente ninguno te pueda ver. Y encomiéndote, por el sumo Señor que te hizo, tan alto secreto, por el daño que puede resultar si se divulgase en ladrones, y adúlteros, y presos, y enemigos.
»[Tabla de soluciones]
»5. Se entremetido, hablador, mentiroso, tramposo, miserable y nadie te podrá ver más que al diablo.»
(Libro de todas las cosas y otras muchas más, Primer tratado. Secretos espantosos y formidables experimentados, tan ciertos y tan evidentes que no pueden faltar jamás)
jueves, 29 de enero de 2009
Se busca
En el primer caso, en una barranca de Palo Solo, fue descubierto el cadáver de un hombre, en avanzado estado de descomposición y con el rostro semidevorado, presuntamente por perros, cuya identidad se desconoce.
(La nota, de El Universal)
miércoles, 21 de enero de 2009
lunes, 12 de enero de 2009
Un descuido improbable
Garcilaso de la Vega, Égloga segunda
Al principio, creó Dios los cielos y la tierra. No pudo ser de otro modo. Sin embargo, al instante siguiente, sin él advertirlo, se olvidó de pronunciar el fiat lux. En su inmensa, absoluta soledad, no existía quien le señalara su falta y después, de entre todas las creaturas que poco a poco se acumularon en el mundo, la hierba con semilla y los árboles frutales, las lumbreras del firmamento, los animales que bullen en el agua, las aves aladas, el ganado, los reptiles y las bestias de la tierra, el hombre, la mujer, ninguno pudo señalarle su falta, porque para todos ellos era desconocido un mundo donde Dios había pronunciado el fiat lux.
martes, 30 de diciembre de 2008
III
domingo, 21 de diciembre de 2008
II
Pero el hombre, aunque angustiado, tampoco parece ansioso por actuar en la escena que se desarrolla frente a él. Tal vez ha notado que con él dentro, el arco anímico que estructura el cuadro ya no sería tan perfecto. Un arco que es interesante recorrer: la mujer joven compadece a la vieja y ésta al hidalgo. Corto camino de miradas que se interrumpe para precipitarse en el abismo de la distracción y la locura.
lunes, 15 de diciembre de 2008
[ ]
No se trata, es cierto, de resaltar que Paolo y Francesca leían, sino que ambos han signado la sentencia del adulterio y la lujuria. De ahí que el libro amenace con caer de las manos de Francesca.
El único libro en todo el aposento.]
viernes, 12 de diciembre de 2008
Tres imágenes para un hidalgo
El hidalgo, sosteniendo una espada con la mano derecha y un libro con la izquierda, lee. Lo rodea una legión que intenta representar, de entrada, sus lecturas. Puede pensarse: caballeros, heraldos, doncellas y raptores, todos han surgido de algún libro, quizá del que lee en ese momento o quizá de los que están apilados cerca de la ventana o arrojados descuidadamente sobre el suelo. Y esta percepción inmediata en parte acierta. Pero esa mujer, abajo, la que se sirve del Amadís como reclinatorio, introduce con su postura suplicante una sutil variación de la idea: por el ángulo de su rostro parece dirigir sus ruegos de libertad al lector y no al caballero de un relato. Entonces puede decirse: algunas figuras no son recuerdos de una lectura, sino elaboraciones del hidalgo. Acaso esa doncella y los tres caballeros que parecen asaltar el trono del hidalgo y la sierpe que se arrastra en las sombras de su asiento, están ahí para mostrar que el cerco está por cerrarse, que el hidalgo, al instante siguiente, sucumbirá.
Un grabado famoso y, tal vez por esa razón, aceptado sin objeciones como ilustración fiel del primer capítulo del Quijote. Fama debida sin duda a la creencia de que toda esa multitud de figuras de verdad ha surgido de la mente de quien lee, que la multitud en realidad es para él compañía.
martes, 4 de noviembre de 2008
Destino
jueves, 9 de octubre de 2008
Ambigüedad
Leo este titular:
Un informe, presentado hoy en el Congreso Mundial de la Naturaleza que se celebra en Barcelona, prevé, de producirse esta alza, que los pingüinos Adelia perderán en 40 años el 75% de su población
jueves, 25 de septiembre de 2008
4’33’’
No sé si se trata de la obra de un genio o de la de un embaucador. Al menos no lo sé si se me pidiera sostener mi juicio con conocimientos de teoría, técnica o historia musicales. Quizá no importa tanto ni ungir ni degradar ni al hombre ni a la obra. Pasados cincuenta y seis años desde su estreno público, acaso 4'33" esté, en el ambiente musical (críticos, intérpretes, compositores, et al), o aceptada como la obra de un genio o como la de un embaucador. No lo sé.
Sin embargo, aquí estoy, escribiendo. Mi defensa: más que música, 4’33’’ es una idea que, por añadidura, es música. Más próxima a la teología que a la composición, la de Cage es música decantada una y otra vez hasta reducirla a su primera intención: la idea; enriquecida hasta el extremo de exhibir su última e inequívoca intención: la idea.
Mi defensa: no intento comprender la música, sino la idea.
Acepto, al menos como pretexto para estos torpes párrafos, este juicio: «4’33’’ es una obra inevitable, incluso si Cage no hubiera existido. La música siempre buscó los extremos y el fin sería ese: 4 minutos y 33 segundos en los cuales los músicos se detienen».
¿Cuál es el otro extremo de 4’33’’? ¿El Arte de la fuga? ¿La Sinfonía Coral? ¿El Concierto para piano No. 20 en Re menor K. 466? ¿Un Requiem? ¿Una Misa? ¿Una Pasión? ¿El Anillo del nibelungo? ¿Otro? ¿Todos? ¿Ninguno?
¿Cuál?
Sé, de memoria, el más célebre de los versos de san Juan de la Cruz: «un no sé qué que quedan balbuciendo». La (falsa) deducción de este solo endecasílabo, tomado como axioma, es simple y poco original: el otro extremo, el de la plenitud del ser, es, para decirlo pronto, incomprensible. En ocasiones, alguno cree atisbar un jirón de la sombra de esa plenitud. Y ese jirón, esa creencia, le es suficiente para balbucir.
Es cierto: 4’33’’ es un extremo. Un extremo bastante obvio: el extremo del silencio. Y, hasta ahora, la visión del extremo más acabada. Si, del otro lado, es imposible elegir una obra que exprese el extremo del sonido se debe a que, pese a todas sus indiscutibles cualidades, pese a las alabanzas unánimes (retóricas o sinceras), siempre, luego de la escucha, queda un hueco, una insatisfacción —a veces minúscula, casi imperceptible (Bach, Mozart, Beethoven), a veces escandalosa y lamentablemente notoria (el Bolero de Ravel).
Aunque en 4’33’’ irrumpan los murmullos, la marcha del segundero, las respiraciones ajenas y la propia, algún bostezo, a pesar de todo eso que interrumpe la posibilidad del silencio, en cierta forma, como obra, 4’33’’ resulta más acogedora que la Sinfonía Coral. Más familiar, más conocida.
La imprevista calidez de la nada: «Yo he sido Homero; en breve seré Nadie, como Ulises; en breve seré todos: estaré muerto»
Paradoja: el silencio es la única plenitud que admite ser dicha.
(¿cómo decir el silencio?)
lunes, 1 de septiembre de 2008
Quinientos años ha
lunes, 11 de agosto de 2008
...
O quizá no.
Quizá el órgano que de verdad pronuncia esa palabra sea la memoria, porque todo eso, las miradas y las risas y los manoteos, los matices, todo es recordado e, imperceptiblemente, todo va asentándose en el lecho de la palabra. Entonces, al menos dos posibilidades: o la palabra es mansa y al asomarnos a ella en ella nos reconocemos, o la palabra es violenta e impetuosa y un día, sin motivo aparente, la palabra se desborda, agitando y escupiendo los sedimentos largamente acumulados, abandonándolos aquí y allá, irreconocibles.
Entonces, la disyuntiva: o juntamos y devolvemos los despojos o damos la vuelta y continuamos, no sin antes desdeñar el desastre con un último vistazo.
jueves, 31 de julio de 2008
Enrigue y sus "Vidas perpendiculares"
Del otro lado de este juego, todavía en el tablero de la literatura, está el lector, quien quizá debería guardar una actitud parecida y leer atenta, pausadamente, para mejor contemplar y recrear, como si de una imagen poética se tratara, los artificios de este escritor, apreciando así, por ejemplo, una línea como la siguiente:
«la voracidad a la que hice la cabalgata vespertina a la ciudad me dejó las ancas bien abiertas y todo el órgano de la vida en sueños»
O este último, de la primera página de la narración
«y viajaba todos los veranos a la casa de su familia, pudiente y pomadosa, en el lago de Chapala»
La concordancia en los elementos de una metáfora; en vez de un nombre cualquiera (vagina), una sinécdoque que induce a la reverencia, el uso de un adjetivo de origen coloquial que abre la mente del lector para dar libre paso a la ventisca de significados (pomadosa, presumida, creída, fufurufa): tres ejemplos aparentemente simples, casi elementales. Lo menos que podría pedirse de un escritor. No obstante, ¿hay quien pida esto de un escritor contemporáneo?
miércoles, 30 de julio de 2008
Fetichismo
Al menos tres razones me obligaron a tomar la hoja: la oportunidad de interrumpir con una distracción mi monótona tarea, la presencia de guiones largos en el texto fotocopiado y la posibilidad de que, por un error mío, necesitara más papel para mis impresiones; en este caso, el lado limpio de la fotocopia cubriría al menos una de las cuartillas faltantes —recuperando así su destino brutalmente interrumpido.
Ya los guiones largos —además de otros indicios visibles desde la primera ojeada: párrafos cortísimos, puntos suspensivos, signos de interrogación— me habían preparado para encontrar un breve fragmento de una narración ficticia. El pronóstico fue certero. Leí entrecordamente dos páginas de una novela, dos páginas en las cuales un hombre y una mujer, acaso en Europa, planean un encuentro secreto. La mujer es casada, el hombre no. La mujer sale de viaje con su marido, el hombre no desea perderla ni siquiera por una semana. El hombre propone la cita, la mujer acepta bajo una condición:
«—Nos podemos ver si... ojalá quieras —se acercó hacía mí—, nos podemor ver si... si... —se alejó— no, temo que te niegues.
»—No, pídeme con confianza —la animé, pensando en que ella estaba a punto de permitirse alguna fantasía inconfesable.
»—Nos podemos ver si... me traes la novela que estás escribiendo; nada me pondrá más ardiente que la posibilidad de tener una cita con un autor que me trae un manuscrito; es una vieja fantasía erótica.
»—... ¿Te parece?
»—Sí... —dudó en continuar—, siempre imaginé a un autor y a mí desnudos en un cuarto alfombrado por las hojas de un manuscrito suyo, y yo arrastrándome por el piso, leyendo cada una de esas páginas y entregándome a sus más osados deseos.
»—... Claro... mira lo que son las cosas.»
No sé bien qué me asombra más: lo insólito del fetiche o lo risible del fetiche. O que esta página la haya encontrado en un lugar consagrado a la investigación social en México.
martes, 29 de julio de 2008
Qué remedio
martes, 24 de junio de 2008
...
lunes, 16 de junio de 2008
P. S.
martes, 10 de junio de 2008
Recuerdo del presocrático
Movimiento
Si tú eres la yegua de ámbar
Yo soy el camino de sangre
Si tú eres la primer nevada
Yo soy el que enciende el brasero del alba
Si tú eres la torre de la noche
Yo soy el clavo ardiendo en tu frente
Si tú eres la marea matutina
Yo soy el grito del primer pájaro
Si tú eres la cesta de naranjas
Yo soy el cuchillo de sol
Si tú eres el altar de piedra
Yo soy la mano sacrílega
Si tú eres la tierra acostada
Yo soy la caña verde
Si tú eres el salto del viento
Yo soy el fuego enterrado
Si tú eres la boca del agua
Yo soy la boca del musgo
Si tú eres el bosque de las nubes
Yo soy el hacha que las parte
Si tú eres la ciudad profanada
Yo soy la lluvia de consagración
Si tú eres la montaña amarilla
Yo soy los brazos rojos del liquen
Si tú eres el sol que se levanta
Yo soy el camino de sangre
¿Qué sucede con este poema? Sucede, primero, el final: que el poema cierre con la repetición del segundo verso provoca, al menos en mí, el impulso de volverlo a leer, pero ahora inversamente. El efecto se debe, sin duda, a la relación necesaria que creo advertir (con certeza endeble aunque irrebatible) en cada par de imágenes: ¿qué corresponde a la «ciudad profanada» si no la «lluvia de consagración»? No obstante, esta enumeración de maridajes se interrumpe, se quiebra con el último verso: el «camino de sangre» se corresponde con «el sol que se levanta». ¿Qué sucede? Hasta ese momento, el poema imitaba un procedimiento que nosotros, por nuestra vida, conocemos bien: la repetición que origina la apariencia del orden. Por la anáfora y por la secuencia de parejas (y por costumbre), el lector confía en un orden minúsculo (miniatura de algo que él conoce) que rige el poema: a la «ciudad profanada» sólo puede seguir la «lluvia de consagración». Irónicamente, es una repetición la que agota, subvierte y anula el procedimiento: por ese segundo «camino de sangre», se descubre cuán falso era el orden del poema. Al «camino de sangre» le corresponde lo mismo la «yegua de ámbar» que el «sol que se levanta». La lógica se revuelve y, para restituirla, el único recuso posible (al que nos orilla el ritmo del poema) es la repetición de la lectura, pero ahora inversamente. «Yo soy el camino de sangre / Si tú eres el sol que se levanta». La expulsión inminente se disipa; el retorno se cancela; retrocedemos y, asombrados, descubrimos que eso que hace apenas un instante creíamos recorrido y rematado es otra vez virgen, silvano. Como en el otro lado del espejo, el mundo es y no es el mismo que en el otro lado del espejo: el sendero que nos condujo hasta ese borde, nuestras huellas, nuestra vista sobre el mundo, el mundo mismo. Hasta la otra margen: «Yo soy el camino de sangre / Si tú eres la yegua de ámbar». Hasta el otro impulso: comenzar de nuevo la lectura del poema y reconocer así la antigua premisa sobre la inexistencia real del movimiento.
(Movimiento, de Octavio Paz, es parte del poemario Salamandra, publicado por Joaquín Mortiz en 1962; aquí una tipografía más cercana al original —la diferencia más visible, amén de las sangrías que fui incapaz de reproducir, es la mayúscula en el "Yo")
lunes, 19 de mayo de 2008
No es lo mismo
Tetis, porque sabe cuál será el destino de su hijo, intenta ocultarlo de la Guerra y de quienes lo reclaman: el kosmon, el mundo, los otros. Afuera, un árbol de augurios: un tronco —la muerte— y tres ramas de las que penden sendos frutos —la juventud, la gloria y la victoria sobre los troyanos. Adentro, la tranquilidad, la vejez y la renuncia a ser agente del orden. Pero, sobre todo, la vida.
Tetis, porque sabe cuál será el destino de su hijo, lo viste de mujer y lo envía con Licomedes, el rey de Esciros.
*
Sir Thomas Browne, en esas líneas mejor recordadas por servir de guía a las inquietudes lógicas y de razonamiento de Poe, vio en el «nombre que adoptó Aquiles cuando se escondió entre las mujeres» un enigma casi insoluble. Sin embargo, más inquietante es otra circunstancia de esa misma situación: la actitud asumida por Aquiles al encontrarse entre las mujeres pero delante de los hombres. Si bien la madre, al disfrazarlo, quiso el ocultamiento, Aquiles, ante los reclutadores (Odiseo, Áyax y Néstor), casi consuma el engaño. La diferencia es sutil y quizá hasta imperceptible —o inexistente. Pero la intención puede distinguir ambas acciones: la intención de quien oculta es guardar lo ocultado para sí, quien engaña no posee un motivo tan nítido ni tan cómodo para la generalización. Puede engañarse para obtener algo o para deshacerse de alguien, porque era ya la única respuesta posible o porque alguno prefiere no descubrirse frente a otro.
O puede invocarse una intención tautológica: puede engañarse simplemente para engañar a tres hombres.
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Al menos como especulación malsana, vale la pena decirlo: al travesti lo anima, en esencia, una sola intención, el engaño. Si el disfraz también le impide participar de una guerra —siquiera momentáneamente— o si sólo, descubierto el engaño, le satisface la expresión de asombro del engañado es, de nuevo, un dilema que no admite una respuesta unívoca.
II
Conocemos la búsqueda del presidente Schreber: ser emasculado, ser trocado genitalmente en mujer, ser copulado por Dios y, finalmente, engendrar una nueva raza.
Si hago esta reducción cruda, vulgar, es sólo para mejor exhibir cuál es, a mi juicio, el germen del delirio del Senatspräsident: una curiosidad insaciable, total, hacia el orgasmo femenino.
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Conocemos también la historia: Zeus y Hera, incapaces de resolver por sí mismos la pregunta de quién —si el hombre o la mujer— disfruta más en el coito, recurren al único ser que había paladeado, en tiempos distintos, ambos placeres: Tiresias. «Éste dijo que, si el placer tuviera diez partes, los hombres gozarían sólo de una y las mujeres de nueve» (Apolodoro, Biblioteca, III, 6, 7).
Para desgracia suya, el presidente Schreber no tuvo un Tiresias a quien interrogar hasta el agotamiento. A diferencia de Zeus y Hera, quiso obtener la respuesta por sí mismo.
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En uno de los primeros aforismos de Ostraka (Cuaderno de escritura, La esfinge perpleja), Salvador Elizondo anota: «Siempre que los hombres han deseado ser mujeres, han deseado —esencialmente— ser putas».
De nuevo, aunque de forma más velada, la curiosidad obsesiva hacia las sensaciones de la mujer en una relación sexual. Porque ninguna más obligada, más sometida a esas sensaciones que la prostituta.
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La segunda especulación malsana: el motivo del transexual es el conocimiento o, para precisar, los límites reales del conocimiento. El límite más palpable: el cuerpo. Saber qué siente un cuerpo distinto al mío. Otro límite, a medio camino entre lo real y la abstracción pura, es un enfrentamiento también advertido por Elizondo: «Sólo lo que es irracional —lo que es inanalizable por los sentidos, pero que tiene cualidades sensibles—, puede ser obsesivo». No es ocioso sustituir términos: aunque el hombre es capaz de sentir, le están vedadas las sensaciones femeninas. Pero se resiste a aceptarlo. Está el obstáculo natural y necesario (el cuerpo) y también un muro casi siempre difícil de atacar, el conocimiento. Finalmente, el límite estrictamente puro: la categoría de lo impensable, tal como George Steiner la resume en la primera de sus Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento. Esa supuesta certeza del transexual (ser una mujer arrojada por error en un cuerpo de hombre, o viceversa) es un buen ejemplo de algo impensable. Así como nadie se responde (al menos no seriamente) si la realidad es o no real, así tampoco hay quien cuestione su “ser hombre” con esperanza de arribar a una respuesta convincente. Porque la definición del “ser hombre” no termina en los genitales ni en la lata de cerveza estrellada en la frente. ¿Qué es ser hombre? ¿Cómo puede alguien saber qué es “ser mujer” con el aplomo necesario para declarar “yo soy mujer”? En la declaración, modernamente sana, “yo soy hombre”, hay convencimiento y convención, pero no argumentos. Si el transexual afirma “yo soy mujer”, quizá a su declaración la sostenga, más como vergonzoso andamio que como orgullosa columna, un minúsculo encadenamiento de preguntas: “soy mujer porque quiero saber qué es ser mujer porque quiero saber qué es ser hombre”. Para poder pensar lo impensable, antes hay que pensar de otra manera. Y eso, es también impensable.
III
De vez en cuando, hay que comentar algún aspecto de la actualidad.
miércoles, 30 de abril de 2008
¿Tienes el valor?
Dignidad:
«En la manera de asaltar un tranvía muy esperado se ve a la bestia humana en su repugnante plenitud»
miércoles, 9 de abril de 2008
Una noche para olvidar
Ahora, la discusión y sus argumentos suscitan el suspiro o el bostezo. El género mismo es objeto para el curador: valioso solamente para quienes respiraron primero los nuevos y malsanos aires —Hammett, Chandler, quizá hasta James M. Cain. Después los resortes se hicieron visibles hasta el insulto, después los clichés, el vaciado del molde. Para fortuna de esos escritores, la humanidad sustituyó el perecedero pergamino por materias más afines a la eternidad, en su caso, por impresiones en serie y guiones de Hollywood. Al menos por inercia histórica, ninguno de ellos dejará de ser mencionado una centena de ocasiones todos los años, en todo el mundo.
No obstante, cuán placentero es leer a Dashiell Hammett. Si mañana es olvidado, no me importa: bien puedo imaginar al mundo sin sus novelas. Pero no dejaré de celebrar el hecho de haberlo conocido antes de tan masiva e increíble manipulación mental. Se trata, un poco, de la misma satisfacción que provoca la narración de Maugham: simple deleite por asistir a una historia. Si hay algún tipo de asombro intelectual no se debe a lo intrincado del argumento o a la envidiable erudición de quien escribe; menos todavía al arrojo formal o de lenguaje; será consecuencia, en todo caso, de alguna acción del protagonista, alguna de sus respuestas, la revelación de sus motivos. En fin, algo muy cercano al placer del voyeur: ver sin ser visto, participar pasivamente de un acto.
Sólo eso soy capaz de decir: si Hammett, como escritor, algún valor literario posee, lo debe a su capacidad narrativa, a su habilidad para contar satisfactoriamente una historia. No más, pero tampoco menos.
Pero incluso si sus novelas son prescindibles y sus narraciones meras reproducciones de un modelo exitoso; incluso con la crítica y los lectores en contra, Hammett se justificaría con unas pocas páginas: el séptimo capítulo de El halcón maltés que incluye la historia de Flitcraft.
Como Kafka en El proceso, también Hammett intercaló en su novela una historia que linda con la parábola. Más evidente, en su sentido y posible enseñanza, que Ante la ley, pero no menos hábil: «Lo que le ocurrió a Flitcraft fue lo siguiente. Cuando salió a comer pasó por una casa aún en obras. Todavía estaban poniendo los andamios. Uno de los andamios cayó a la calle desde una altura de ocho o diez pisos y se estrelló en la acera. Le cayó bastante cerca; no llegó a tocarle, pero sí arrancó de la acera un pedazo de cemento que fue a darle en la mejilla. Aunque sólo le produjo una raspadura, todavía se le notaba la cicatriz cuando le vi. Al hablarme de ella se la acarició, se la acarició con cariño. Naturalmente, el susto que se llevó fue grande, me dijo; pero la verdad es que sintió más sorpresa que miedo. Me contó que fue como si alguien hubiera levantado la tapa de la vida para mostrarle su mecanismo».
El episodio es más extenso, pero este fragmento me basta, creo, para hacer ver la fuerza literaria de Hammett. Repito: si mañana la obra de este escritor es olvidada, al menos yo recordaré esas pocas líneas.
Bien, pues este episodio que yo considero notable ha sido insulsamente utilizado por uno que, según sé, se considera admirador y lector voraz y quizá hasta discípulo secreto de Dashiell Hammett: el neoyorquino, la estrella, el premiado Paul Auster. El lugar de la injuria: La noche del oráculo.
Dos razones tuve para leer esa novela: una añeja curiosidad por la labor de Auster (ahora saciada) y, por qué no decirlo, el breve texto que se lee en la cuarta de forros de la traducción española, la cual, conforme a la tradición, resume en unos cuantos párrafos lo que al autor le toma poco más de doscientas páginas: que un escritor convaleciente decide, después de la parálisis en la que estuvo sumido mientras agonizaba, retomar su actividad creativa y, por consejo de un amigo (también escritor), usa como pretexto la historia de Flitcraft para iniciar una propia, y lo logra.
Pero con ese aparente éxito se descubre la primera falla: contrario a uno de los elogios vertidos en la contraportada («Espléndida novela dentro de una novela dentro de una novela, La noche del oráculo está situada en el centro mismo de la “matrix” austeriana de ficción y realidad: el cuaderno del escritor»), el lector no asiste al acto del que emerge la escritura, únicamente es testigo del producto final. La supuesta narración del narrar (que, aunque redundante o paradójica, es posible: El libro vacío, El grafógrafo) se sustituye por una tarea menos complicada: la presentación de otra lectura que, con los antecedentes correctos —la descripción de un cuaderno y de un hombre escribiendo en las páginas de ese cuaderno— hace pensar, casi sin objeciones, en que de verdad se trata de un hombre en plena actividad creadora. “Estrategias metatextuales” —según la expresión del crítico— nada distintas a las de un par de genios contemporáneos: Malcolm in the Middle y House MD, a quienes les basta contar en números primos o hablar de epinefrina y leucemia para reafirmar su excéntrica reputación. Al lector se le cree un octogenario indolente que necesita, para alimentarse, que sea otro quien mastique. Eso sin mencionar que, a estas alturas, insertar una historia dentro de otra es ya un cartucho que difícilmente sorprende: ejemplos imprescindibles, el Quijote, Las mil y una noches y los Canterbury Tales, pero también Los tres impostores de Arthur Machen, George Orwell y el tratado de geopolítica incluido en 1984, Huxley en Contrapunto, Pavić, Petrović. En fin, la sola adjetivación “metaextual” no basta para renovar un recurso o una estrategia o como quiera llamársele al medio empleado, al menos desde el siglo XIV, para, entre otras intenciones, desorientar o sacudir al lector.
La historia mayor, la del escritor convaleciente, es también una historia mediocre, salpicada de incidentes burdamente emotivos que, de nuevo, están ahí para ganar el favor del lector. La esposa, por ejemplo, a la manera de Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, un día escapa sin enterarle al esposo sus motivos ni el lugar donde se encuentra; no obstante, a diferencia del tratamiento que Murakami le dispensa a este extravío, en La noche del oráculo éste es un incidente circunstancial, que le dio al escritor una veintena de páginas hábilmente narradas pero completamente superfluas. Tan superfluas como el gesto de generosidad que antecede a la muerte del amigo escritor: firmar un cheque con la cantidad suficiente para saldar las deudas del protagonista.
Pero mejor me detengo. Si sigo enumerando escenas inútiles corro el riesgo de quedar con nada.
Entonces, ¿qué es La noche del oráculo? Es, según mi iracunda lectura, una novela de oficio o, para decirlo en buen mexicano, de callo: después de escribir una docena de novelas y otro tanto de libros de otros géneros, algún estadio de la escritura es casi natural para el escritor. No la escritura creativa, la visceral, la de la lucha perpetua y de antemano perdida. Lo automático será, en todo caso, la escritura burocrática, la que uno emplea para llenar formas y cumplir requisitos. El tipo de escritura que, aventuro, empleó Auster para rescatar una novela malograda haciéndola pasar como un sesudo quebrantamiento de la realidad por gracia de la ficción —el zurcido invisible de sastres y costureras. Pero bueno, esto no se trata de retazos y de enmendaduras. Tampoco se trata, como quieren ese mismo crítico y otros, de Borges o de Hammett: ni las alturas metafísicas a las que conduce Borges ni las vilezas propias de Hammett. Apenas el anodino punto medio.