El siguiente texto es un limitado recorrido cuyo eje es la noción de amor (lo que quiera que eso signifique). Originalmente, fue una introducción que cubrió las deficiencias de un trabajo presentado para una materia de la FFyL.
Segunda mitad del siglo V a. C.: Empédocles, quien comenzó a pensar después que Parménides y antes que Sócrates, escribe, a propósito de la creación expresada en los hombres y las bestias: «a un tiempo uniéndose por el amor en un cosmos». Casi cien años después, Platón, al escribir sus Diálogos, dedica uno completo —Symposium (385)— y buena parte de otro —Fedro (370)— al problema filosófico del amor en el ser humano: en el primero de ellos incluirá el llamado “mito del andrógino”, del cual derivó, alejándose, la expresión “amor platónico”. Segunda mitad del siglo II: Galeno, quien cree que el «alma racional» —esa que es incapaz de desear los «placeres del amor»— predomina en él, se pregunta qué provoca «que el pene se ponga erecto en la excitación amorosa», pues en la respuesta está la causa y la cura del priapismo; Galeno, que ni siquiera incluye al amor como facultad en Sobre las facultades naturales ni en Las facultades del alma siguen los temperamentos del cuerpo, piensa que ese mismo amor, si se presenta, es una circunstancia menor al clasificar una enfermedad. 1321: confiado en que un milagro último le llevara de Ravena a Florencia, Dante canta el último verso del Paradiso, que es también el último de la Commedia; cree que «l’amor che move il sole e l’altre stelle» puede también hacer que no muera en el exilio. 1515: Tiziano pinta Amor sacro y amor profano, acaso la mejor síntesis de lo que significó el amor para el hombre renacentista —quien todavía llevaba el platonismo a cuestas. Una noche de 1562, Santa Teresa de Jesús siente cómo el éxtasis amoroso la inunda, y por esa marejada tan impetuosa descubre que el máximo placer también es deseo de morir: «Vida, ¿qué puedo yo darle / a mi Dios, que vive en mí, / si no es perderte a ti, / para mejor a Él gozarle?». 1774: se publica, en Leipzig, Die Leiden des jungen Werther (Las desventuras del joven Werther); con esta obra, Goethe hereda al imaginario occidental el gesto romántico por antonomasia: el suicido por (des)amor. 1829: Victor Hugo ama París, lo suficiente como para atreverse a señalar el mayor de sus defectos, «cette lugubre place de Grève, qui pourrait être pavée des têtes qu’elle a vu tomber» [“aquella lúgubre plaza de la Greve, que podría estar empedrada con las cabezas que ha visto caer”]. 1838, noviembre: Frédéric Chopin, mientras comparte la isla de Mallorca con George Sand, termina de componer sus 24 Préludes; casi un siglo más tarde, Sándor Márai dirá que la música de Chopin «era tan sólo un pretexto para desatar en el mundo unas fuerzas que todo lo mueven, que lo hacen estallar todo, todo lo que la disciplina y el orden humanos intentan ocultar». 1911, mayo, The University of Birmingham: Henri Bergson asegura en una conferencia que, «vista desde afuera, la naturaleza se nos aparece como una inmensa eflorescencia de imprevisible novedad; la fuerza que la anima semeja crear con amor, en realidad gratuitamente, por placer, la variedad sin fin de las especies vegetales y animales»; aunque parece que el alma de Empédocles ha transmigrado o que el ideal cristiano se renueva, esto es sólo un espejismo: la diferencia radica en que tres años antes de estallar la Gran Guerra, sería ridículo hacer del amor el fundamento del vitalismo. 1914: Sigmund Freud finaliza la redacción de Zur Einführung des Narzissmus (Introducción del narcisismo); Herr Doktor Freud, en quien confluyen ciento cincuenta años de racionalismo exacerbado, lanza la primera estocada contra el amor y descubre que el monstruo no es sino un armazón relleno de paja, que Giacomo Casanova no es mejor que cualquier adolescente masturbándose en el baño de su casa: «Entonces se ama, siguiendo el tipo de la elección narcisista de objeto, lo que uno fue y ha perdido, o lo que posee los méritos que uno no tiene. En fórmula paralela a la anterior, se diría: Se ama a lo que posee el mérito que falta al yo para alcanzar el ideal». 1959, junio: Peter Karlson y Martin Lüscher, bioquímicos, realizan investigaciones con insectos y, amparados en los resultados satisfactorios arrojados por su trabajo, concuerdan que es momento de engrosar con una palabra los diccionarios de la lengua inglesa: el grano de arena se agrega a la playa; pocos años después, se comercializan perfumes que prometen al usuario mayor atracción de personas del sexo opuesto: la atracción sexual, puede entender quien compra el perfume, es la antesala del amor; la «palabra corta y de fácil pronunciación en cualquier lengua» que apareció por primera vez en el 183 de Nature y muchas ocasiones más en boca de los publicistas era «pheromone».
Segunda mitad del siglo V a. C.: Empédocles, quien comenzó a pensar después que Parménides y antes que Sócrates, escribe, a propósito de la creación expresada en los hombres y las bestias: «a un tiempo uniéndose por el amor en un cosmos». Casi cien años después, Platón, al escribir sus Diálogos, dedica uno completo —Symposium (385)— y buena parte de otro —Fedro (370)— al problema filosófico del amor en el ser humano: en el primero de ellos incluirá el llamado “mito del andrógino”, del cual derivó, alejándose, la expresión “amor platónico”. Segunda mitad del siglo II: Galeno, quien cree que el «alma racional» —esa que es incapaz de desear los «placeres del amor»— predomina en él, se pregunta qué provoca «que el pene se ponga erecto en la excitación amorosa», pues en la respuesta está la causa y la cura del priapismo; Galeno, que ni siquiera incluye al amor como facultad en Sobre las facultades naturales ni en Las facultades del alma siguen los temperamentos del cuerpo, piensa que ese mismo amor, si se presenta, es una circunstancia menor al clasificar una enfermedad. 1321: confiado en que un milagro último le llevara de Ravena a Florencia, Dante canta el último verso del Paradiso, que es también el último de la Commedia; cree que «l’amor che move il sole e l’altre stelle» puede también hacer que no muera en el exilio. 1515: Tiziano pinta Amor sacro y amor profano, acaso la mejor síntesis de lo que significó el amor para el hombre renacentista —quien todavía llevaba el platonismo a cuestas. Una noche de 1562, Santa Teresa de Jesús siente cómo el éxtasis amoroso la inunda, y por esa marejada tan impetuosa descubre que el máximo placer también es deseo de morir: «Vida, ¿qué puedo yo darle / a mi Dios, que vive en mí, / si no es perderte a ti, / para mejor a Él gozarle?». 1774: se publica, en Leipzig, Die Leiden des jungen Werther (Las desventuras del joven Werther); con esta obra, Goethe hereda al imaginario occidental el gesto romántico por antonomasia: el suicido por (des)amor. 1829: Victor Hugo ama París, lo suficiente como para atreverse a señalar el mayor de sus defectos, «cette lugubre place de Grève, qui pourrait être pavée des têtes qu’elle a vu tomber» [“aquella lúgubre plaza de la Greve, que podría estar empedrada con las cabezas que ha visto caer”]. 1838, noviembre: Frédéric Chopin, mientras comparte la isla de Mallorca con George Sand, termina de componer sus 24 Préludes; casi un siglo más tarde, Sándor Márai dirá que la música de Chopin «era tan sólo un pretexto para desatar en el mundo unas fuerzas que todo lo mueven, que lo hacen estallar todo, todo lo que la disciplina y el orden humanos intentan ocultar». 1911, mayo, The University of Birmingham: Henri Bergson asegura en una conferencia que, «vista desde afuera, la naturaleza se nos aparece como una inmensa eflorescencia de imprevisible novedad; la fuerza que la anima semeja crear con amor, en realidad gratuitamente, por placer, la variedad sin fin de las especies vegetales y animales»; aunque parece que el alma de Empédocles ha transmigrado o que el ideal cristiano se renueva, esto es sólo un espejismo: la diferencia radica en que tres años antes de estallar la Gran Guerra, sería ridículo hacer del amor el fundamento del vitalismo. 1914: Sigmund Freud finaliza la redacción de Zur Einführung des Narzissmus (Introducción del narcisismo); Herr Doktor Freud, en quien confluyen ciento cincuenta años de racionalismo exacerbado, lanza la primera estocada contra el amor y descubre que el monstruo no es sino un armazón relleno de paja, que Giacomo Casanova no es mejor que cualquier adolescente masturbándose en el baño de su casa: «Entonces se ama, siguiendo el tipo de la elección narcisista de objeto, lo que uno fue y ha perdido, o lo que posee los méritos que uno no tiene. En fórmula paralela a la anterior, se diría: Se ama a lo que posee el mérito que falta al yo para alcanzar el ideal». 1959, junio: Peter Karlson y Martin Lüscher, bioquímicos, realizan investigaciones con insectos y, amparados en los resultados satisfactorios arrojados por su trabajo, concuerdan que es momento de engrosar con una palabra los diccionarios de la lengua inglesa: el grano de arena se agrega a la playa; pocos años después, se comercializan perfumes que prometen al usuario mayor atracción de personas del sexo opuesto: la atracción sexual, puede entender quien compra el perfume, es la antesala del amor; la «palabra corta y de fácil pronunciación en cualquier lengua» que apareció por primera vez en el 183 de Nature y muchas ocasiones más en boca de los publicistas era «pheromone».