lunes, 12 de octubre de 2009

Lunes

Y dijo Dios, Hágase el lunes, para que el hombre siempre recuerde en ese día su miseria y lamente la pena de estar vivo.

o

lunes. m. Día de la semana que sigue al domingo y precede al martes. Es también el mejor y el más preferido para recordar la miseria personal y lamentarse de estar vivo.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Al leer sobre la sorpresa y la decepción del Excmo. Embajador Jorge Zermeño, no pude dejar de recordar el inicio de Los pasos de López. Quizá el señor embajador pida, por sus amigos, que el joven socorrido les devuelva su dinero.

***

Periñon contaba que de joven había pasado una temporada en Europa y aludía con tanta frecuencia a su viaje que sus amigos llegamos a conocer de memoria los episodios más notables, como el de la vaca que lo cornó en Pamplona, la trucha deliciosa que comió a orillas del Ebro, la muchacha que conoció en Cádiz llamada Paquita, etc. El viaje había comenzado bajo buenos auspicios. Cuando estaba en el seminario de Huetámaro, Periñón, que era alumno excelente, ganó una beca para estudiar en Salamanca. Como era pobre, varios de sus compañeros y algunas personas que lo apreciaban juntaron dinero y se lo dieron para que pagara el pasaje y se mantuviera en España mientras empezaba a correr la beca. Periñón decía que en el barco conoció a unos hombres de Nueva Granada y que durante una calma chicha pasó siete días con sus noches jugando con ellos a la baraja. Al final de este tiempo había ganado una suma considerable. Comprendió que las circunstancias habían cambiado y le pareció que ir a meterse en una universidad era perder el tiempo. Ni siquiera se presentó. Durante meses estuvo viajando, visitando lugares notables y viviendo como rico. "Hasta que se me acabó el último real", decía. Después pasó hambres.

Cuando yo le preguntaba cómo le había hecho para regresar a América, nomás movía la cabeza, como quien quiere borrar un recuerdo amargo.

—Bástete saber que llegué a Veracruz con la sotana muy revolcada —agregaba.

De allí el relato brincaba y la siguiente imagen era Periñón en Huetámaro, aguantando las reclamaciones de los que lo habían patrocinado. Querían que les devolviera el dinero que le habían dado, cosa que Periñón nunca hizo.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Hace algunos días encontré esta nota, un poco vieja, del 2005, que pondera las traducciones más importantes que existen en español de À la recherche du temps perdu.

(si esto fuera un cuaderno real, escribiría al márgen: qué misterioso placer hay en transcribir el título de algunos libros)

Acaso le sea útil a quien tenga pensado leer, un día de estos, a Proust.

lunes, 24 de agosto de 2009

Recado póstumo

Casi siempre, al reseñar un suicidio, el reportero en turno considera necesario aclarar si el suicida dejó o no recado póstumo. Es parte de la rutina. Después de decir si se ahorcó con su cinturón o si saltó de un puente peatonal, después de referir cómo iba vestido o quién tuvo que identificarlo, después de todos esos detalles que pocas veces son originales o novedosos, el reportero, casi como si levantara un trofeo, pide por última vez la atención del público para decir si el suicida dejó o no recado póstumo. Si lo dejó, la siguiente obligación que se impone, la que el público tácitamente le impone con su silencio expectante, es transmitir íntegramente el mensaje. Entonces el reportero lee o transcribe las palabras del suicida, con una voz o un estilo que, desde el inicio, tiene algo de impostado, que rompe de alguna manera el orden interno de la reseña. Quizá por eso, el mensaje suena a oídos del público como escrito en otro idioma, como si el suicida y el reportero y el escucha tuvieran, cada uno, un mensaje distinto que, pese a todo, se empeñan en asegurar que para todos es el mismo. Sentados a la mesa, uno sostiene el cubilete, otro fichas de dominó y el último piezas de ajedrez, y los tres piensan que juegan al póker: eso parece la transmisión de las palabras de un suicida. Evidentemente, un problema de semántica. Pero también un problema de expectativas: el reportero transmite el mensaje y el público lo pide porque ambos esperan encontrar una explicación comprensible del suicidio. Curiosa paradoja: de un mensaje tan personal, escrito en condiciones tan íntimas, quiere hacerse un informe burocrático que sirva para enterarse de las causas del deceso. Esperamos encontrar ahí un balance negativo de las finanzas del suicida o un recuento detallado de sus desgracias amorosas, una diatriba en contra del modelo económico imperante, la paráfrasis de algún fragmento de Kafka, de Pavese, de Nietzsche. En cambio, lo único que se obtiene son nombres de personas desconocidas, mensajes sobre ese mismo mensaje, un ensayo vacilante de explicación demasiado imbricado en circunstancias cotidianas del suicida y del destinatario implícito o explícito, una disculpa, una petición de perdón. Entonces la reseña termina, tal vez con una última síntesis de las generales del suicida, nombre, edad, lugar del suicidio. El público se dispersa. Cambia la página. Lee o escucha otra cosa.

Si no lo dejó, el reportero lo dice: se suicidó sin dejar recado póstumo. Como si las condiciones del suicidio —la hora, el lugar, las ropas, el método empleado, el día elegido, los detalles cuidados y los descuidados— no fueran suficiente mensaje entre quienes deben de cargar con el cuerpo.

jueves, 20 de agosto de 2009

Por decir algo

La mente como el gato de ciertas caricaturas, llevando una idea de acá para allá como si se tratara de una bola de estambre —hasta aburrirse.

Pues mi mente, que es el gato, ha jugado con una idea, que es la bola de estambre, y creo que ya se ha aburrido. Quizá por eso estoy aquí, intentando escribirla:

Mucho de lo que se recomienda hacer para frenar el cambio climático es, en esencia, una renuncia al confort y las comodidades que la humanidad creyó conquistadas para siempre en la Revolución Industrial, luego de varios siglos de buscarlas. De ahí que, por el momento, este ecologismo contemporáneo esté condenado, prácticamente, al fracaso.

lunes, 13 de julio de 2009

Glosa

He querido decir, sin explicar, por qué la traducción anterior es tan admirable. Lo he intentado en un par de textos pero, a medio trabajo, cuando miro la forma que han adquirido, me resigno a renunciar. Me resigno a decir, solamente, que el mérito de Tomás Segovia es tan sencillo como su versión de la línea más célebre de toda la literatura occidental: hacer que el To be, or not to be: that is the question de Shakespeare suene, en español, con naturalidad. Sí, como afirma Juan Villoro, como si Hamlet hubiera sido escrito por Gonzalo de Berceo. Pero también, y quizá esto es aún más meritorio, como si cualquiera de nosotros, al platicar a otros una desgracia encallada en nuestra vida, al enfrentar la necesidad de elegir entre esto o aquello, despreciar esto o aquello, al confesar que tengo miedo de hacer y actuar, como si yo, como cualquiera, fuera capaz de decir: Ser o no ser, de eso se trata.

lunes, 29 de junio de 2009

Traducción

Mira, ven. Creo que es magia. El hombre ha pasado algo por el fuego sin quemarlo. Lo ha destrozado para después dejarlo intacto. Ha desmontado cada una de sus partes, las ha arrojado al aire y al suelo y aunque han caído en un lugar que no era el suyo, todo está como si nada. Ha hecho de esto:

To be, or not to be: that is the question

esto:

Ser o no ser, de eso se trata

Sin molestarse. Sin molestarnos. Sin que ni tú ni yo podamos entender cómo lo hizo.

martes, 16 de junio de 2009

Tokio Blues

Hace días que intento escribir algo sobre Murakami, siempre sin éxito. El motivo principal fue haber leído Tokio Blues, la más famosa de sus novelas y también la más vendida, dos superlativos que, lo confieso, más de una vez me impidieron comenzar la lectura. Suena tonto y un poco sangrón, pero así fue. Existe, es cierto, otro motivo igual de caprichoso y subjetivo pero, al menos en apariencia, más apropiado para una justificación: luego de leer, casi consecutivamente y en este orden, Sputnik, mi amor, Crónica del pájaro que da cuerda al mundo y Al sur de la frontera, al este del sol, creí cerrada mi etapa Murakami. No quedé hastiado ni, arrogantemente, creí descubiertos sus secretos, simplemente sentí que no volvería a Murakami durante mucho tiempo.

Que rompiera ese irracional augurio personal se debió, en buena medida, a una circunstancia fortuita, a un comentario que, quizá, yo estaba destinado a no escuchar y que recibí sólo por una interrupción de mi monótona rutina. La tarde de un jueves, sin poder decir cómo la conversación hizo una parada en Murakami y, específicamente, en Tokio Blues, la novia de Miguel dijo esto o algo similar, esa novela está para suicidarse, o quizá fue, ese güey sugiere el suicido, o, última deformación de mi memoria, al terminar ese libro habrá quien piense en suicidarse. Las variaciones no son muy distintas entre sí, todas relacionan la narración con el suicidio y, sobre todo, hacen de la narración un motivo para el suicidio. Recuerdo que, como respuesta, sólo atiné a balbucear unas cuantas palabras, reflejo infiel de todo lo que pasó en ese instante por mi cabeza y que fui incapaz de hilar en defensa de Murakami, de la visión de mundo que imprime en casi todos los narradores de sus novelas, de la soledad irremediable en la que se descubren sus personajes, del desasosiego que el lector puede sentir como residuo de la narración. En vez de decir eso, sólo conseguí articular esta torpeza: ser pesimista es inevitable. Carlitos respondió con otra cosa y la plática, para decirlo pretenciosamente, tomó otros derroteros. Ya no volvimos a Murakami.

El comentario de Citlalli fue mínimo, pero suficiente para avivar mi curiosidad por Tokio Blues. El suicidio —como tema, como acto, como decisión, en fin, como suicidio— es algo que me fascina y saber que alguien otorgue a una novela la capacidad para sugerirlo es, pienso, una buena razón para leer esa novela.

La leí, entre la mañana de un viernes y el medio día del sábado siguiente. Con emoción y curiosidad y también con placer y sorpresa. Sin duda es una buena novela y no resulta difícil darse cuenta por qué ha cautivado a millones —aunque sea difícil saber por qué ha cautivado a millones.

Al leerla, la idea del suicidio no pasó por mi cabeza ni una sola vez, es decir, no como algo que yo quisiera o pudiera hacer, sino simplemente como parte del devenir de un par de personajes del relato, como cuando en la realidad encuentro en el periódico el suicidio de un desconocido. No me afecta, pero, a veces, queda mi mente ocupada por unos minutos con esa idea o con algunos de los detalles de eso que he leído. Igual con Tokio Blues: ni toda la soledad de sus personajes, ni toda su íntima incomprensión hicieron que hiciera mía la idea del suicidio que, innegablemente, pesa a lo largo de toda la novela. Insisto: la vi como si, casualmente, viera a alguien arrojarse de la azotea de un edificio. Sin perturbación, sin sobresaltos, como admirando algo largamente previsto o esperado.

Llegado a este punto no sé bien qué escribir —tal vez porque lo que quisiera escribir toca ya los bordes de lo inconfesable. ¿Cómo confesar, sin apocarme, que Tokio Blues no me conmovió tanto porque yo mismo veo la vida de esa forma? ¿Cómo decir que yo también creo que la soledad es una condena irrenunciable y, en consecuencia, toda compañía, tarde o temprano, se descubre falsa?¿Cómo decir eso y todo lo que está entre eso si, al mismo tiempo, quisiera no decirlo?

Termino estas breves notas ocultándome, retirándome de donde voluntaria aunque inútilmente quedé expuesto. Termino citando un fragmento de una carta de Kafka que, a su vez, encontré citado en un libro de George Steiner. Ahora que lo releo pienso que, quizá, la novela de Murakami podría considerarse una larga glosa a estas pocas palabras de Kafka:

«Si el libro que leemos no nos despierta como un puño que nos golpeara en el cráneo, ¿para qué lo leemos? ¿Para que nos haga felices? Dios mío, también seríamos felices si no tuviéramos libros, y podríamos, si fuera necesario, escribir nosotros mismos los libros que nos hagan felices. Pero lo que debemos temer son esos libros que se precipitan sobre nosotros como la mala suerte y que nos perturban profundamente, como la muerte de alguien a quien amamos más que a nosotros mismos, como el suicidio. Un libro debe ser como un pico de hielo que rompa el mar congelado que tenemos dentro».

domingo, 7 de junio de 2009

Qué lástima. Murió Alejandro Rossi.

***

La lectura bárbara

Leer mal un texto es la cosa más fácil del mundo; la condición indispensable es no ser analfabeto. Una vez superada esa etapa, más cívica que intelectual, las posibilidades que se ofrecen para desmantelar, tergiversar e interpretar erróneamente una frase , una página, un ensayo o un libro son, no diré infinitas, pero sí numerosísimas. No pretendo ni agotarlas ni clasificarlas, tareas destinadas a eruditos pacíficos o a hombres seguramente geniales. Me conformo con enumerar algunas variedades exponiéndolas no por su rareza sino por su recurrencia. Nada de cisnes negros o tréboles extraños; más bien perros callejeros que trotan en grupo.

[...]

(el resto, en el Manual del distraído)

martes, 19 de mayo de 2009

Escuchar a Polifemo

Últimamente, cuando la voluntad no me ha fallado ni las circunstancias lo han impedido, he pasado algunos minutos de mis mañanas leyendo, en la biblioteca de Filológicas, la Fábula de Polifemo y Galatea. A veces como hábito, casi siempre como ritual: a veces algún verso, alguna imagen, caen como alimento en mi mente ayuna y simple, otras actúo con la esperanza de encontrar un verso, una imagen, que me acompañen desde ese momento y hasta el resto del día, del mismo modo que un talismán acompaña a su portador.

Pero decir así, en singular y en primera persona, que leo la Fábula, es presumir mi ingratitud e intentar ocultar mi ignorancia. Iría como ciego, tentaleando entre las estancias, si no me tomara de los brazos generosos de Dámaso Alonso y Alfonso Reyes. Sin ellos, ni siquiera sabría que las primeras tres estrofas son sólo la dedicatoria del poema. Sin ellos nunca hubiera visto que, en cierta forma, Góngora tiene algo de la transparencia y la luminosidad de Garcilaso, aunque en su caso se hagan evidentes sólo cuando se revela algo de lo mucho que quiso decir en alguno de sus versos. Entonces parece clarísimo que Góngora haya escrito, por ejemplo,

Son una y otra luminosa estrella
lucientes ojos de su blanca pluma;
si roca de cristal no es de Neptuno,
pavón de Venus es, cisne de Juno.

No sé si quien lea estos versos por primera vez sea capaz de leerlos plenamente. Yo ya no puedo fingir que me son inaccesibles. Por desgracia ya no puedo, ignorante, volverlos a leer por primera vez. Sólo me queda el consuelo de saber que, siempre que quiera, podré complacerme en sus imágenes y sus sonidos, en su significado inmenso, inagotable, casi indecible.

Sin embargo, mi intención original, al confesar todo esto, era relatar mi admiración por otro lugar del poema. Uno acaso menos sublime, menos glosado, de factura más sencilla —tan sencilla como puede ser en Góngora. Es la doceava octava, en la cual se relata la afición de Polifemo por la música:

Cera y cáñamo unió (que no debiera)
cien cañas, cuyo bárbaro rüido,
de más ecos que unió cáñamo y cera
albogues, duramente es repetido.
La selva se confunde, el mar se altera,
rompe Tritón su caracol torcido,
sordo huye el bajel a vela y remo;
¡tal la música es de Polifemo!

Como se trata de un cíclope, de un ser monstruoso, horrendo, su música sólo puede ser monstruosa y horrenda, caótica, lo cual se insinúa en la primera mitad de la octava, sobre todo con el hipérbaton que involucra al sustantivo albogues. Sin embargo, en la segunda mitad, el ritmo y los recursos retóricos y poéticos son del todo diferentes. Las palabras ya no se estorban entre sí, intentado decir inútilmente la música de Polifemo.

La justificación de esta diferencia se encuentra, a mi juicio, en una de las propiedades más inquietantes de la música: aquello que la música dice, sólo puede ser dicho en su lenguaje. De ahí la confusión del poeta y el lector al intentar describir y saber qué música toca el cíclope con su descomunal instrumento.

Pero si decir lo que dice la música con un lenguaje distinto es imposible, describir sus efectos, en cambio, es una tarea que se cumple con cierta facilidad —por más que, estrictamente, la música y sus consecuencias de ningún modo sean equivalentes. De eso tratan los versos quinto al séptimo: ya que es imposible decir la música, al menos que se haga presente su monstruosidad a través del sobrecogimiento que provoca en todos los seres que la escuchan, lo mismo el mar que los hombres o las deidades.

Esta oposición de premisas conceptuales, la precisión con la cual Góngora vio la diferencia y supo cómo expresarla poéticamente en una octava de versos endecasílabos es, sinceramente, para admirarse.

Pero, de nuevo, mi intención original no era decir todo esto. Cuando pensé en escribir, sólo quería hacerlo a propósito del penúltimo verso:

sordo huye el bajel a vela y remo;

Señalar su milagrosa conjunción de sílabas. Su inclemente inicio que consume casi todas las fuerzas necesarias para terminar de pronunciarlo, como si el primer viento, el primer empuje de remos, de tan requerido y esforzado, parecieran también siempre insuficientes para acabar de huir el buque.

Preguntarme cómo es posible que, a través de las palabras, esa huida se escuche en todo su sigilo. Decir, quizá, que eso sería fácil en una recreación sonora de un buque, ayudándose del instrumento musical más apropiado. O con sonidos vocales carentes de sentido, onomatopeyas náuticas y marinas. O, más arriesgado, con palabras que, juntas, no formen ningún sentido gramatical sino sólo fonético, induciendo en quien escuche esos sonidos (que han dejado de ser palabras), la idea de un navío en desesperada huida.

Aceptar, finalmente, la bajeza de todas esas opciones e insistir en lo milagroso del verso: las ocho palabras dicen que «sordo huye el bajel a vela y remo» y esas mismas ocho palabras hacen escuchar y ver y sentir que «sordo huye el bajel a vela y remo».

Creo que tampoco era esto lo que quería decir, pero es lo más cerca que puedo llegar.

jueves, 14 de mayo de 2009

Una imprecisa precisión sin demasiada importancia y con menos sustento

Tengo la impresión, acaso equívoca, de que sólo los estudiosos mexicanos de estas cuestiones aseguran que el autor de este soneto es fray Miguel de Guevara. Así lo hizo, en 1942, Alfonso Méndez Plancarte al incluirlo en su selección de poetas novohispanos publicada por la UNAM. Haber tenido la dicha o la desgracia de nacer en la Nueva España parece ser la razón de más peso para imputarle a Guevara la autoría del soneto. Si en esto hay criterios filológicos involucrados, yo lo ignoro.

Fuera de México, creo que la constante es decir que el poema es de autor anónimo. Rivers, que es gringo, hizo eso al abrir el apartado "Poemas ánónimos de entre dos siglos" del libro al que aludí anteriormente. Recuerdo también que, en una nota para ciertas palabras de Sancho Panza («—Con esa manera de amor —dijo Sancho— he oído yo predicar que se ha de amar a Nuestro Señor, por sí solo, sin que nos mueva esperanza de gloria o temor de pena, aunque yo le querría amar y servir por lo que pudiese.» I, xxxi), Vicente Gaos, español, dice estas palabras o unas parecidas: "Cómo no recordar aquel soneto anónimo que comienza No me mueve mi Dios para quererte".

Estas pocas fuentes fundamentan mi impresión. Pocas y viejas. Pocas, viejas y mal recordadas.

Sea como fuere, saberlo anónimo o resultado del esfuerzo y la inspiración de un novohispano, no cambia en mí el modo en que leo el poema. Basta con que esté escrito en la lengua que hablo.

En fin, necesitaba decir todo esto para dormir tranquilo esta noche.


lunes, 11 de mayo de 2009

Juego mental

No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido;
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor; muéveme el verte,
clavado en una cruz y escarnecido;
muéveme ver tu cuerpo tan herido;
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.

No tienes que me dar porque te quiera,
pues aunque cuanto espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.

***

Hace tiempo que conozco este soneto. Y creo que no he cambiado mucho desde que lo leí por primera vez, al menos no en la forma en que sigo leyéndolo. Ahora, como entonces, me solazo casi exclusivamente en el último terceto, en esa aliteración tan sencilla y tan agradable al oído brotada de las mutaciones del verbo querer. Siempre me ha gustado también que, para el poeta, no haya contradicción entre el amor a Cristo y la esperanza de recompensa o el temor de castigo. Aun sin explicar por qué no existe esa contradicción, el poema posee la fuerza suficiente para que su lector caiga en un estado reflexivo tal que, con el último verso, parezca dueño de una verdad que no necesita experimentarse ni comprobarse. Una verdad apenas menor, de acuerdo a una posible jerarquía de las revelaciones divinas, que la de la estrofa de san Juan de la Cruz:

Estaba tan embebido
tan absorto y ajenado
que se quedó mi sentido
de todo sentir privado
y el espíritu dotado
de un entender no entendiendo
toda ciencia trascendiendo.

Sin embargo, aunque hace tiempo que lo conozco, sólo últimamente he pensado con curiosidad en él. Sobre todo por estas pocas palabras:

El tema del amor desinteresado no es místico, sino devocional, perteneciendo a la tradición de los ejercicios espirituales.

El comentario es de Elías L. Rivers y proviene de una recopilación de poesía lírica del Siglo de Oro publicada por Cátedra hace algunos años y que no sé si todavía circule —yo la encontré en una librería de viejo.

Que Rivers coloque este soneto fuera de los poemas místicos fue el juicio que más atrajo mi atención y me llevó a pensar, luego de saber de las interpretaciones más o menos contemporáneas que ligan al arrobo místico con el cuerpo y aun con el coito y oponiéndolas con este simple juicio, en el juego intelectual que sostiene al soneto.

Noté, de entrada, el lugar plenamente mental de casi todas sus imágenes. Salvo el segundo cuarteto —en el cual es posible que el poeta se refiera a una representación plástica del Crucificado porque dice «muéveme el verte», aunque no es imposible que se trate de un recuerdo— el resto del poema se despliega sólo en el pensamiento. Se mencionan dos lugares, el cielo y el infierno, asequibles sólo a través de la imaginación. Del mismo modo, las acciones presentes —amar, ofender, temer—, sobre todo si sólo anuncian la acción sin consumarla, son acciones que comienzan y terminan en la mente; o, en el caso del otro verbo importante, mover, su sentido aquí es estrictamente metafórico, es decir, imaginativo: algo mueve al pensamiento.

El remate de este ejercicio mental es la hipótesis del primer terceto: el poeta piensa que piensa en otro mundo cuya cualidad más importante, para los fines del poema, es la inexistencia del Cielo y del Infierno, de la recompensa y el castigo. El poeta piensa que piensa en otro mundo y piensa que se ha instalado en él y descubre, para su beneplácito, que aun sin saber qué es el Cielo o el Infierno, su amor a Cristo resultó indemne en este tránsito mental.

En el último terceto resulta evidente que el poeta ha regresado a su realidad y, más precisamente, al mismo lugar desde donde partió. También, al parecer, en el mismo estado en el que partió. Como si nada hubiera sucedido ni cambiado. Sabiendo que, aunque nada suceda ni cambie, lo mismo él que su mundo son distintos.

***

Quizá sea cierto que el poeta no haya gozado de un arrebato místico, pero es posible que al menos haya disfrutado de este examen intenso de sus cualidades mentales. Quizá le bastó «entender no entendiendo» que, para él, existe algo de su mundo que sobrevive inalterado en cualquier otro que imagine. No el dolor ni el sufrimiento, aunque tampoco la gloria o la recompensa, sino, simplemente, la voluntad de querer.

lunes, 4 de mayo de 2009

Epidemia


Si esto que sucede es interesante, lo es menos por sus efectos evidentes e inmediatos que por sus lentas y secretas consecuencias futuras. Que se trate de una distracción o de una alarma efectiva es, en cierta forma, irrelevante.

Yo prefiero pensar en qué resultará de todo esto. Por ejemplo: dicen algunos ingenuos periodistas que saldremos de la crisis con los hábitos de higiene reforzados —y quizá estén en lo cierto. Quizá no sean pocos quienes, ahora, laven sus manos cada vez que desciendan del transporte público. O quienes hagan del tapaboca un accesorio tan aparentemente indispensable como el reloj o el teléfono celular. Y, de nuevo, yo prefiero pensar en que reforzar los hábitos de higiene, que los periodistas estén preocupados por esto, es algún tipo de señal de lo que resultará de todo esto.

En fin, confieso que esta pobre opinión intenta vanamente emular o aplicar o al menos pensar esto que sucede a partir de algunas pocas líneas de Vigilar y castigar:

Ha habido en torno de la peste toda una ficción literaria de la fiesta: las leyes suspendidas, los interdictos levantados, el frenesí del tiempo que pasa, los cuerpos mezclándose sin respeto, los individuos que se desenmascaran, que abandonan su identidad estatutaria y la figura bajo la cual se los reconocía, dejando aparecer una verdad totalmente distinta. Pero ha habido también un sueño político de la peste, que era exactamente lo inverso: no la fiesta colectiva, sino las particiones estrictas; no las leyes trasgredidas sino la penetración del reglamento hasta los más finos detalles de la existencia y por intermedio de una jerarquía completa que garantiza el funcionamiento del poder; no las máscaras que se ponen y se quitan, sino la asignación a cada cual de su "verdadero" nombre, de su "verdadero" lugar, de su "verdadero" cuerpo y de la "verdadera" enfermedad. La peste como forma a la vez real e imaginaria del desorden tiene por correlato médico y político la disciplina. Por detrás de los dispositivos disciplinarios, se lee la obsesión de los "contagios", de la peste, de las revueltas, de los crímenes, de la vagancia, de las deserciones, de los individuos que aparecen y desaparecen, viven y mueren en el desorden.

lunes, 27 de abril de 2009

p. s.

Acaso sea necesario admirarse y sorprenderse, pero quizá explicar no sea siempre una obligación:

«Si un tema, un giro, de pronto te dice algo, no es menester que seas capaz de explicarlo. Súbitamente este gesto también te es accesible» (Wittgenstein, Zettel, 158).

martes, 21 de abril de 2009

Mi risa

Quizá este asunto podría complicarse un poco más cerrándolo sobre sí mismo.

Acéptese que hay algo allá afuera que provoca en mí una risa única, distinta de la que sobreviene cuando escucho a quien narra un partido de fútbol o cuando veo las bromas de la cámara escondida. Distinta también de la que recuerdo como una risa de infancia o de púber. Sólo yo sé que esta risa es única, que nada me había hecho reír de este modo, ni en otra edad ni en otras circunstancias. Es, para mí, una risa nueva que me fascina de inmediato porque soy más o menos consciente de su aparición.

Acéptese que, pasado el tiempo, río con otra cosa y, de inmediato, reconozco los rasgos de esta risa. La reconozco porque, hasta ese momento, creyéndola única, la tenía siempre cerca de mí, aunque celosamente guardada, temeroso de perderla y no volverla a encontrar. Pero he aquí una risa que se le parece y, si bien el mensajero que la ha traído es otro, con ninguna ligazón evidente con el de la primera risa, no tengo duda de que ambas provienen de vetas cercanas, tal vez hasta de la misma.

¿Cómo establecer ese vínculo interno entre ambas risas? ¿A partir de generalidades, de puntos en común? ¿Cómo hacerlo si el primer motivo de risa es alguno de los escritos festivos de Quevedo (diré que La culta latiniparla) y el otro la interpretación que hace Glenn Gould de la sonata más célebre de Mozart (especialmente de su primer movimiento)? ¿Se trata sólo del ingenio? ¿De la voluntad de derruir los sitiales de los grandes? ¿O que eso que llevó a Góngora o a Mozart a su sitio de preeminencia —el genio— sea tomado y trastocado de tal modo que, siendo todavía genio y también otra cosa (ingenio), se vuelva contra ellos, esgrimido por manos igual de geniales e ingeniosas? ¿Cómo explicar que la risa por leer a Quevedo y la que provoca la interpretación de Gould son, para mí, la misma risa?

domingo, 19 de abril de 2009

Reír

Pocas cosas revelan con tanta precisión lo irreductible de uno mismo como la risa. Pienso, claro, en su manifestación más sensible: la risa como gesto que se ve y sonido que se escucha. Con toda seguridad no hay en el mundo dos personas que rían del mismo modo. Aunque bien podría establecerse un catálogo partiendo de ciertas generalidades —de la risa más escandalosa a la silente, de la continua y casi imparable a la entrecortada, la que es ahogada, la risa fácil, la difícil de quien casi no ríe y la difícil de quien ríe por motivos sumamente rebuscados, de la estruendosa a la chillona, la que no parece risa y la que hace reír a los demás— al final se tendría lo mismo que con las huellas de los dedos: basta una inflexión, una mínima variante para que una risa —que es una persona— sea distinta de cualquier otra. Además es curioso que esta expresión de la risa, aunque aprendida parcialmente de otros, no es producto de la enseñanza. Uno sabe reír y ríe de cierta manera sin saber muy bien de dónde surgió esa manera, si del padre o de la tía o de algún primer amigo del kindergarten.

Sin embargo, todavía más confuso que establecer la genealogía de mi risa es trazar el algoritmo que la provoca. Bueno, no siempre es tan confuso. A veces el pastelazo en la cara del otro es suficiente para reír. O que alguien caiga. O que el maestro diga una majadería. O sólo que otros rían —como cuando se ve a la niña Amélie grabando para su diversión risas ajenas.

Pero otras veces, la risa, sus motivos, son menos simples. Pienso como ejemplo en la confesión con la cual inicia Las palabras y las cosas, en Foucault explicando cómo un texto de Borges lo sumió en la hilaridad, aunque no por el texto mismo, sino por «la sospecha de que hay un desorden peor que el de lo incongruente y el acercamiento de lo que no se conviene».

El texto de Borges que cita Foucault no hará reír a una multitud pero tal vez haya hecho reír a la multitud de sus lectores. Pero ¿quién reirá porque el texto revela con fino ingenio que el orden de la humanidad, otrora basado en la plena identificación de las palabras con las cosas, es un orden falso? ¿Quién, además de Foucault, puede reír por eso? (¿Quién, además de Foucault, puede leer así ese texto de Borges?) ¿Cómo fue esa risa de Foucault?

Lo dicho: pocas cosas revelan con tanta precisión lo irreductible de uno mismo como la risa.

miércoles, 1 de abril de 2009

Sólo tres escenas de "Don Giovanni"

Estos días he pensado en la muerte. Pero no. No pretendo creer que soy capaz de dominar siempre mis pensamientos, creer que, mansos, dejan que los lleve a abrevar luego de una tediosa carrera iniciada a destiempo. Mejor decir: en estos días, se me ha impuesto de algún modo pensar en la muerte, más de lo que quisiera.

Una mañana, este pensamiento sobrevino mientras escuchaba el inicio de Don Giovanni. Fue como juntar los cables de una misma corriente. Creí entender, como lo creo ahora, que las primeras escenas de esa ópera, esos quince o veinte minutos tan intensos y poderosos, tratan sólo de la muerte y, especialmente, de todo lo que alguien puede hacer para enfrentarla: gritos, imprecaciones, amenazas, juramentos. Todo lo que alguien es capaz de hacer aunque esté, como doña Anna, sumido en la soledad y en el desamparo.

***

¿La muerte? Sí, creo que ahí está, escondida entre las sombras de la obertura, pero no puedo distinguirla bien. No la veo, sólo siento su presencia. Yendo de un lado a otro, acaso complacida con que su escondite se vuelve más oscuro a cada momento, como si la luz fuera taponada por laberínticas corrientes de humo que están por saturar ese espacio imaginario donde la música se desarrolla.

*

Creí distinguirla, pero Leporello, con su socarronería y su ilusorio deseo de hacerse gentilhombre, distrajo mi atención. Creo que entró, junto con don Giovanni, a la habitación de doña Anna.

*

¡Sí! ¡Mira cómo corre! Igual que don Giovanni. Doña Anna la ha descubierto, aunque no sé si sea la cólera o el miedo lo que la hace pensar que puede amenazar a la muerte. Además, con una amenaza un poco confusa: si no me matas, no esperes que te deje huir. ¿Para qué? ¿Para matarte? ¿Matar a la muerte? Pero escucha, ahí está ya otro grito: «Gente! Servi! Al traditore!». Una petición de auxilio: el ilusorio consuelo de la compañía. Como si hubiera gente y servidores capaces de enfrentar a este traidor. Y no los hay, porque nadie acude y doña Anna sólo atina a decir una última palabra: «Scellerato!». Reconocimiento y resignación: sólo la maldad —de Dios, de la vida, de los padres— puede explicar que la condena de la muerte vaya a cumplirse al instante siguiente, siempre al instante siguiente. Mira, alguien viene. Es el comendador, el padre. Lasciala, indegno!, dice, y sus palabras son casi un vade retro, un último intento puramente verbal para impedir que la muerte se lleve a su hija. Sin embargo, esto es injusto al menos en un sentido: el comendador cambia la muerte en vida del deshonor (el destino de doña Anna) por una muerte de verdad.

*

Muerte en vida: como si eso fuera posible. El sufrimiento, la soledad, el dolor, el fracaso, cada uno puede conducir a la muerte, pero ninguno es la muerte. Sólo son sufrimiento y soledad y dolor y fracaso. Sólo eso.

*

Leporello, ¿dónde estás?
Estoy aquí, para mi desgracia. ¿Y vos?
Estoy aquí.

¿Dónde estás? Es lo mismo que pregunta Yavé a Adán cuando éste ha pecado.
¿Dónde estás ahora que has caído?

*

Por cierto, el hombre que montó Don Giovanni para el Festival de Salzburgo de 2006, quiso que su propuesta escénica se sustentara en tres ejes: el erotismo, el comercio y la muerte. Dice que, a propósito de esta última, la pareció interesante este primer diálogo recitativo entre don Giovanni y su criado, sobre todo la línea en la cual Leporello, casi pasando como un idiota, pregunta quién murió, si don Giovanni o el viejo. No sé qué conclusiones sacó este hombre de esas líneas: dejé de escucharlas para escuchar mis pensamientos. Pensé en qué pasaría si la pregunta de Leporello fuera hecha no desde la idiotez, sino desde la inocencia o, mejor, desde la ignorancia: morir y no saber que uno ha muerto. Un poco a lo Rulfo. Entonces, la ópera entera sería una farsa montada por Dios como una última oportunidad para que don Giovanni se arrepienta de su vida disoluta. Está muerto, pero no lo sabe, porque si lo supiera la farsa se arruinaría y, paradójicamente, don Giovanni actuaría falsamente en busca de su salvación.

Cuando terminé de pensar esto me reí de mi simpleza. Es muy tonto pensar que Dios prepara después de la muerte otro montaje y otra farsa para determinar la salvación o la condena de una persona cuando de eso se trató la vida: de vivir un montaje y una farsa para determinar la propia salvación o la propia condena.

*

Doña Anna regresa con don Ottavio y, ahora sí, con la servidumbre. Sólo para mirar el cadáver de su padre. Sólo para que don Ottavio ordene a los criados retirar ese “objeto de horror”, recomiende el olvido a doña Anna y se afirme como sustituto del muerto:

Il padre? Lascia, o cara,
la rimembranza amara.
Hai sposo e padre in me.

Y, si bien doña Anna parece conforme, antes de entregarse plenamente al duelo hace jurar a su esposo que vengará al comendador. Y él acepta, tres veces: lo juro, lo juro, lo juro. Como si quisiera ahuyentar con esa repetición la certeza de que no hay juramento que resista medirse con la muerte.

lunes, 23 de marzo de 2009

Variaciones de un pensamiento

Proust no es Balzac porque no intenta escribir la realidad, sino la memoria. Pero si Marcel no es Proust, ¿de qué memoria se trata? ¿Dónde está esa memoria?

Proust, la descripción que hace de la iglesia de Combray, se distingue de la prosa balzaciana, de las descripciones realistas, porque no intenta decir la realidad, sino la memoria, transcribir los recuerdos —si eso es posible. Sin embargo, si Marcel, el narrador de la Recherche, no es Marcel Proust, ¿de quién son esos recuerdos? ¿De quién es la memoria que se exhibe con cada una de las palabras de la novela?

Proust, a diferencia de un escritor realista, sabe que no escribe la realidad, sabe que escribe la memoria —y se regocija en ello. Pero no su memoria, porque los tomos de la Recherche no son, como los de Canetti, una autobiografía. Canetti transcribe, dolorosamente, su memoria. Pero no Proust, porque su novela no es una suma de recuerdos del autor, ni siquiera de falsos recuerdos, aunque tampoco de recuerdos verdaderos. Si acaso, es un único recuerdo. Pero, ¿de quién? ¿Dónde están esos recuerdos? Ahora, claro, en el libro. Pero antes, ¿dónde estuvieron?

lunes, 9 de marzo de 2009

Instrumentos

Me entero de la existencia de una revista, publicación del CONACULTA y el INBA, que se llama Pauta. Cuadernos de teoría y crítica musical. Me entero de que en un número más o menos reciente (107, julio a septiembre de 2008) se publicó este texto de Luis Buñuel. Me entero aquí, lo dejo acá.
***

Instrumentación (de Luis Buñuel)

Una de las grandes melancolías de mi final de vida
es no poder oír la música.

Violines
Señoritas cursis de la orquesta, insufribles y pedantes. Sierras del sonido.

Violas
Violines que llegaron ya a la menopausia. Estas solteronas conservan aún bien su voz de media tinta.

Violoncellos
Rumores de mar y de selva. Serenidad. Ojos profundos. Tienen la persuasión y la grandeza de los discursos de Jesús en el desierto.

Contrabajos
Diplodocus de los instrumentos. El día que se decidan a dar su gran berrido, ahuyentarán a los espectadores despavoridos: ahora les vemos oscilar y gruñir satisfechos por las cosquillas que les hacen contrabajistas en la barriga.

Flautín
Hormiguero del sonido.

Flauta
La flaua es el instrumento más nostálgico. ¡Ella que en manos de Pan fue la voz emocionada de la pradera y del bosque, verse ahora en manos de un buen señor gordo o calvo!... Pero aun así, continúa siendo la Princesa de los instrumentos.

Clarinete
Es una flauta hipertrofiada. Algunas veces, el pobre, suena bien.

Oboe
Balido hecho madera. Sus ondas, profundos misterios líricos. El oboe fue hermano gemelo de Verlaine.

Corno inglés
Es el oboe ya madro, con experiencia. Ha viajado. Su exquisito temperamento se ha tornado más grave, más genial. Así como el oboe tiene quince años, el corno tiene treinta.

Contrafagot
Es el fagot del terreno terciario.

Arpas
Balcones dorados por donde unas señoritas endomingadas asoman sus bustos.

Xilófono
Juegos de niños. Agua de madera. Princesas tejiendo en el jardín rayos de luna.

Trompeta con sordina
Clown de la orquesta. Contorsión, pirueta. Muecas.

Cornos
Ascensión a una cumbre. Salida del sol. Anunciación. ¡Oh! El día que se desenrrollen como un "espantasuegras".

Trombones
Temperamento un poco alemán. Voz profética. Sochantres de vieja catedral con hiedras y veleta mohosa.

Tuba
Dragón legendario. Su vozarrón subterráneo hace temblar de espanto a los demás instrumentos, que se preguntan cuándo llegará el príncipe de bruñida armadura que los libere.

Platillos
Luz hecha añicos.

Triángulo
Tranvía de plata por la orquesta.

Tambor
Truenecillo de bambalina. "Algo" amenazador.

Bombo
Obcecación. Grosería. Bom. Bom. Bom.

Timbal
Odres de aceitunas sonoras.

lunes, 2 de marzo de 2009

Los fines de la vida

Hace una semana me atrajo el inicio de esta reseña del TLS sobre The Ends of Life, de un historiador inglés de nombre Keith Thomas. Dejo aquí su traducción, animado lo mismo por la curiosidad que por la inercia de mantener el blog.

¿Qué hace que la vida valga la pena vivirse? “La caridad”, dijo San Pablo —en la versión del Rey James, “el amor” en traducciones más modernas. La felicidad, dirían muchos. “Sin amor no hay felicidad”, escribió Milton, haciendo una de ambas respuestas. Un amigo mío, próximo a morir, hizo un largo viaje para ver la exposición de Rothko en la Tate. Para él era indudable que no había mejor forma de pasar el que quizá sería su último día. En esos momentos, nuestras decisiones dicen mucho de lo que somos, aunque el resto del tiempo nuestras respuestas no sean de confiar. El libro de Keith Thomas atiende a las respuestas dadas a dicha pregunta entre 1530 y 1780. Deja fuera, tanto como puede, la búsqueda del Cielo (que le interesa poco) y la vida de aprendizaje (que ha discutido en otro lugar). También omite el vino, las mujeres y las canciones, además de los halcones, los sabuesos y los caballos. Lo cual deja la destreza militar, el trabajo, la riqueza, el honor, la amistad y la fama —que son, sin duda, más que gratas compañías.

miércoles, 11 de febrero de 2009

Tema con tres variaciones

Ser invisible.

Basta leer esas dos palabras para que comiences a imaginar o recordar que imaginabas ser invisible. Imaginar porque quizá veas sin ver imágenes en tu mente que no sabes bien por qué están ahí, si por una película o un libro, por una charla, un juego, o por ninguna de esas cosas. Quizá entonces recuerdes que ya imaginabas antes de conocer las películas o los libros o al amigo que también imaginó ser invisible.

(no, acaso no hubo ni amigos ni juegos ni charlas: la invisibilidad, aunque fantasía, se comporta como un secreto: compartirlo significa volverse vulnerable: se goza de él en la mente: en los libros, en las películas, en la imaginación y la memoria)


I

Wells mantuvo vivo a su hombre invisible a lo largo de un centenar de páginas. Su relato, su personaje, aunque por momentos recuerda a Mr. Hyde, al rey Midas, a la aspiración panóptica de 1984, casi todo el tiempo caminan por sí mismos. La eficacia parece deberse a uno solo de los artificios, que es también el más notorio: la explicación científica de la invisibilidad. Ese adjetivo es suficiente para que las circunstancias restantes del protagonista (y con él la historia entera) funcionen: la elección académica y laboral de Griffin, su pretendida amistad con Kemp, la rusticidad de quienes lo hospedan y persiguen.

Por la Ciencia el tema se dilata, tanto que incluso se vuelve capaz de generar algunos otros: la maldad, la paranoia, el poder (en el caso de la maldad, con tal autonomía que más de uno opinará que esa es la verdadera inquietud del relato: la utilización moralmente equívoca del conocimiento científico). Sin embargo, de algún modo se impone la preeminencia de la invisibilidad sobre todos estos problemas, la emoción de saber que, siquiera en la ficción, uno ha sido capaz de alcanzarla.


II

Chesterton también piensa en un hombre invisible, en uno de los cuentos de The Innocence of Father Brown de título homónimo al de la novela de Wells. Pero, francamente, su solución es decepcionante, hasta un poco bobalicona —quizá porque es muy humana, mediocremente humana.


III

Finalmente, Quevedo. Unas pocas líneas que son una celebración de la brevedad y del ingenio. Comparado con Wells, el único medio que cualquiera puede emplear para hacer suyo el prodigio; frente a Chesterton, el único paradójicamente digno (ahorra a uno la vergüenza de saberse un don nadie):

«[Tabla de proposiciones]

»5. Para hacerte invisible y que aunque entres entre mucha gente ninguno te pueda ver. Y encomiéndote, por el sumo Señor que te hizo, tan alto secreto, por el daño que puede resultar si se divulgase en ladrones, y adúlteros, y presos, y enemigos.

»[Tabla de soluciones]

»5. Se entremetido, hablador, mentiroso, tramposo, miserable y nadie te podrá ver más que al diablo.»

(Libro de todas las cosas y otras muchas más, Primer tratado. Secretos espantosos y formidables experimentados, tan ciertos y tan evidentes que no pueden faltar jamás)

jueves, 29 de enero de 2009

Se busca

Bonita forma de arrepentirme y regresar:

En el primer caso, en una barranca de Palo Solo, fue descubierto el cadáver de un hombre, en avanzado estado de descomposición y con el rostro semidevorado, presuntamente por perros, cuya identidad se desconoce.

¿Por qué debería conocerse la identidad de los perros que presuntamente semidevoraron el rostro del cadáver de un hombre, en avanzado estado de descomposición, descubierto en una barranca de Palo Solo?

(La nota, de El Universal)




miércoles, 21 de enero de 2009

Esto se acabó. Hace siete meses leí, en Edipo en Colono, que esto debía terminar. Por fin llegó el momento: el blog entregó ya todo lo que pudo tener.

Gracias a quienes lo siguieron, secreta o abiertamente.

j. p.

lunes, 12 de enero de 2009

Un descuido improbable

temiendo yo la luz que a ella me adiestra
Garcilaso de la Vega, Égloga segunda

Al principio, creó Dios los cielos y la tierra. No pudo ser de otro modo. Sin embargo, al instante siguiente, sin él advertirlo, se olvidó de pronunciar el fiat lux. En su inmensa, absoluta soledad, no existía quien le señalara su falta y después, de entre todas las creaturas que poco a poco se acumularon en el mundo, la hierba con semilla y los árboles frutales, las lumbreras del firmamento, los animales que bullen en el agua, las aves aladas, el ganado, los reptiles y las bestias de la tierra, el hombre, la mujer, ninguno pudo señalarle su falta, porque para todos ellos era desconocido un mundo donde Dios había pronunciado el fiat lux.

Mucho tiempo después, Dios supo de su olvido. Leyó, en un libro de una Creación que no era esta Creación, que luego de crear los cielos y la tierra Él mismo decía un par de palabras extrañas para que la luz se hiciera. Avergonzado, miró ese mundo mutilado, enceguecido. Entonces quiso remediar su falta y creó la luz. Sí: demasiado tarde.

Ese mundo donde Dios olvida decir fiat lux es el mundo donde transcurre Othello. Un mundo donde, felizmente (¿pero cómo es la felicidad en un mundo que desconoce la luz? ¿qué es ahí la felicidad?), la luz no luce en las tinieblas. Demasiado tarde para Dios: Shakespeare lo había sacado de escena.