lunes, 11 de mayo de 2009

Juego mental

No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido;
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor; muéveme el verte,
clavado en una cruz y escarnecido;
muéveme ver tu cuerpo tan herido;
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.

No tienes que me dar porque te quiera,
pues aunque cuanto espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.

***

Hace tiempo que conozco este soneto. Y creo que no he cambiado mucho desde que lo leí por primera vez, al menos no en la forma en que sigo leyéndolo. Ahora, como entonces, me solazo casi exclusivamente en el último terceto, en esa aliteración tan sencilla y tan agradable al oído brotada de las mutaciones del verbo querer. Siempre me ha gustado también que, para el poeta, no haya contradicción entre el amor a Cristo y la esperanza de recompensa o el temor de castigo. Aun sin explicar por qué no existe esa contradicción, el poema posee la fuerza suficiente para que su lector caiga en un estado reflexivo tal que, con el último verso, parezca dueño de una verdad que no necesita experimentarse ni comprobarse. Una verdad apenas menor, de acuerdo a una posible jerarquía de las revelaciones divinas, que la de la estrofa de san Juan de la Cruz:

Estaba tan embebido
tan absorto y ajenado
que se quedó mi sentido
de todo sentir privado
y el espíritu dotado
de un entender no entendiendo
toda ciencia trascendiendo.

Sin embargo, aunque hace tiempo que lo conozco, sólo últimamente he pensado con curiosidad en él. Sobre todo por estas pocas palabras:

El tema del amor desinteresado no es místico, sino devocional, perteneciendo a la tradición de los ejercicios espirituales.

El comentario es de Elías L. Rivers y proviene de una recopilación de poesía lírica del Siglo de Oro publicada por Cátedra hace algunos años y que no sé si todavía circule —yo la encontré en una librería de viejo.

Que Rivers coloque este soneto fuera de los poemas místicos fue el juicio que más atrajo mi atención y me llevó a pensar, luego de saber de las interpretaciones más o menos contemporáneas que ligan al arrobo místico con el cuerpo y aun con el coito y oponiéndolas con este simple juicio, en el juego intelectual que sostiene al soneto.

Noté, de entrada, el lugar plenamente mental de casi todas sus imágenes. Salvo el segundo cuarteto —en el cual es posible que el poeta se refiera a una representación plástica del Crucificado porque dice «muéveme el verte», aunque no es imposible que se trate de un recuerdo— el resto del poema se despliega sólo en el pensamiento. Se mencionan dos lugares, el cielo y el infierno, asequibles sólo a través de la imaginación. Del mismo modo, las acciones presentes —amar, ofender, temer—, sobre todo si sólo anuncian la acción sin consumarla, son acciones que comienzan y terminan en la mente; o, en el caso del otro verbo importante, mover, su sentido aquí es estrictamente metafórico, es decir, imaginativo: algo mueve al pensamiento.

El remate de este ejercicio mental es la hipótesis del primer terceto: el poeta piensa que piensa en otro mundo cuya cualidad más importante, para los fines del poema, es la inexistencia del Cielo y del Infierno, de la recompensa y el castigo. El poeta piensa que piensa en otro mundo y piensa que se ha instalado en él y descubre, para su beneplácito, que aun sin saber qué es el Cielo o el Infierno, su amor a Cristo resultó indemne en este tránsito mental.

En el último terceto resulta evidente que el poeta ha regresado a su realidad y, más precisamente, al mismo lugar desde donde partió. También, al parecer, en el mismo estado en el que partió. Como si nada hubiera sucedido ni cambiado. Sabiendo que, aunque nada suceda ni cambie, lo mismo él que su mundo son distintos.

***

Quizá sea cierto que el poeta no haya gozado de un arrebato místico, pero es posible que al menos haya disfrutado de este examen intenso de sus cualidades mentales. Quizá le bastó «entender no entendiendo» que, para él, existe algo de su mundo que sobrevive inalterado en cualquier otro que imagine. No el dolor ni el sufrimiento, aunque tampoco la gloria o la recompensa, sino, simplemente, la voluntad de querer.

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