martes, 3 de agosto de 2010

Las hojas de este cuaderno se terminaron. Seguí escribiendo en este otro.

lunes, 12 de octubre de 2009

Lunes

Y dijo Dios, Hágase el lunes, para que el hombre siempre recuerde en ese día su miseria y lamente la pena de estar vivo.

o

lunes. m. Día de la semana que sigue al domingo y precede al martes. Es también el mejor y el más preferido para recordar la miseria personal y lamentarse de estar vivo.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Al leer sobre la sorpresa y la decepción del Excmo. Embajador Jorge Zermeño, no pude dejar de recordar el inicio de Los pasos de López. Quizá el señor embajador pida, por sus amigos, que el joven socorrido les devuelva su dinero.

***

Periñon contaba que de joven había pasado una temporada en Europa y aludía con tanta frecuencia a su viaje que sus amigos llegamos a conocer de memoria los episodios más notables, como el de la vaca que lo cornó en Pamplona, la trucha deliciosa que comió a orillas del Ebro, la muchacha que conoció en Cádiz llamada Paquita, etc. El viaje había comenzado bajo buenos auspicios. Cuando estaba en el seminario de Huetámaro, Periñón, que era alumno excelente, ganó una beca para estudiar en Salamanca. Como era pobre, varios de sus compañeros y algunas personas que lo apreciaban juntaron dinero y se lo dieron para que pagara el pasaje y se mantuviera en España mientras empezaba a correr la beca. Periñón decía que en el barco conoció a unos hombres de Nueva Granada y que durante una calma chicha pasó siete días con sus noches jugando con ellos a la baraja. Al final de este tiempo había ganado una suma considerable. Comprendió que las circunstancias habían cambiado y le pareció que ir a meterse en una universidad era perder el tiempo. Ni siquiera se presentó. Durante meses estuvo viajando, visitando lugares notables y viviendo como rico. "Hasta que se me acabó el último real", decía. Después pasó hambres.

Cuando yo le preguntaba cómo le había hecho para regresar a América, nomás movía la cabeza, como quien quiere borrar un recuerdo amargo.

—Bástete saber que llegué a Veracruz con la sotana muy revolcada —agregaba.

De allí el relato brincaba y la siguiente imagen era Periñón en Huetámaro, aguantando las reclamaciones de los que lo habían patrocinado. Querían que les devolviera el dinero que le habían dado, cosa que Periñón nunca hizo.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Hace algunos días encontré esta nota, un poco vieja, del 2005, que pondera las traducciones más importantes que existen en español de À la recherche du temps perdu.

(si esto fuera un cuaderno real, escribiría al márgen: qué misterioso placer hay en transcribir el título de algunos libros)

Acaso le sea útil a quien tenga pensado leer, un día de estos, a Proust.

lunes, 24 de agosto de 2009

Recado póstumo

Casi siempre, al reseñar un suicidio, el reportero en turno considera necesario aclarar si el suicida dejó o no recado póstumo. Es parte de la rutina. Después de decir si se ahorcó con su cinturón o si saltó de un puente peatonal, después de referir cómo iba vestido o quién tuvo que identificarlo, después de todos esos detalles que pocas veces son originales o novedosos, el reportero, casi como si levantara un trofeo, pide por última vez la atención del público para decir si el suicida dejó o no recado póstumo. Si lo dejó, la siguiente obligación que se impone, la que el público tácitamente le impone con su silencio expectante, es transmitir íntegramente el mensaje. Entonces el reportero lee o transcribe las palabras del suicida, con una voz o un estilo que, desde el inicio, tiene algo de impostado, que rompe de alguna manera el orden interno de la reseña. Quizá por eso, el mensaje suena a oídos del público como escrito en otro idioma, como si el suicida y el reportero y el escucha tuvieran, cada uno, un mensaje distinto que, pese a todo, se empeñan en asegurar que para todos es el mismo. Sentados a la mesa, uno sostiene el cubilete, otro fichas de dominó y el último piezas de ajedrez, y los tres piensan que juegan al póker: eso parece la transmisión de las palabras de un suicida. Evidentemente, un problema de semántica. Pero también un problema de expectativas: el reportero transmite el mensaje y el público lo pide porque ambos esperan encontrar una explicación comprensible del suicidio. Curiosa paradoja: de un mensaje tan personal, escrito en condiciones tan íntimas, quiere hacerse un informe burocrático que sirva para enterarse de las causas del deceso. Esperamos encontrar ahí un balance negativo de las finanzas del suicida o un recuento detallado de sus desgracias amorosas, una diatriba en contra del modelo económico imperante, la paráfrasis de algún fragmento de Kafka, de Pavese, de Nietzsche. En cambio, lo único que se obtiene son nombres de personas desconocidas, mensajes sobre ese mismo mensaje, un ensayo vacilante de explicación demasiado imbricado en circunstancias cotidianas del suicida y del destinatario implícito o explícito, una disculpa, una petición de perdón. Entonces la reseña termina, tal vez con una última síntesis de las generales del suicida, nombre, edad, lugar del suicidio. El público se dispersa. Cambia la página. Lee o escucha otra cosa.

Si no lo dejó, el reportero lo dice: se suicidó sin dejar recado póstumo. Como si las condiciones del suicidio —la hora, el lugar, las ropas, el método empleado, el día elegido, los detalles cuidados y los descuidados— no fueran suficiente mensaje entre quienes deben de cargar con el cuerpo.

jueves, 20 de agosto de 2009

Por decir algo

La mente como el gato de ciertas caricaturas, llevando una idea de acá para allá como si se tratara de una bola de estambre —hasta aburrirse.

Pues mi mente, que es el gato, ha jugado con una idea, que es la bola de estambre, y creo que ya se ha aburrido. Quizá por eso estoy aquí, intentando escribirla:

Mucho de lo que se recomienda hacer para frenar el cambio climático es, en esencia, una renuncia al confort y las comodidades que la humanidad creyó conquistadas para siempre en la Revolución Industrial, luego de varios siglos de buscarlas. De ahí que, por el momento, este ecologismo contemporáneo esté condenado, prácticamente, al fracaso.

lunes, 13 de julio de 2009

Glosa

He querido decir, sin explicar, por qué la traducción anterior es tan admirable. Lo he intentado en un par de textos pero, a medio trabajo, cuando miro la forma que han adquirido, me resigno a renunciar. Me resigno a decir, solamente, que el mérito de Tomás Segovia es tan sencillo como su versión de la línea más célebre de toda la literatura occidental: hacer que el To be, or not to be: that is the question de Shakespeare suene, en español, con naturalidad. Sí, como afirma Juan Villoro, como si Hamlet hubiera sido escrito por Gonzalo de Berceo. Pero también, y quizá esto es aún más meritorio, como si cualquiera de nosotros, al platicar a otros una desgracia encallada en nuestra vida, al enfrentar la necesidad de elegir entre esto o aquello, despreciar esto o aquello, al confesar que tengo miedo de hacer y actuar, como si yo, como cualquiera, fuera capaz de decir: Ser o no ser, de eso se trata.

lunes, 29 de junio de 2009

Traducción

Mira, ven. Creo que es magia. El hombre ha pasado algo por el fuego sin quemarlo. Lo ha destrozado para después dejarlo intacto. Ha desmontado cada una de sus partes, las ha arrojado al aire y al suelo y aunque han caído en un lugar que no era el suyo, todo está como si nada. Ha hecho de esto:

To be, or not to be: that is the question

esto:

Ser o no ser, de eso se trata

Sin molestarse. Sin molestarnos. Sin que ni tú ni yo podamos entender cómo lo hizo.

martes, 16 de junio de 2009

Tokio Blues

Hace días que intento escribir algo sobre Murakami, siempre sin éxito. El motivo principal fue haber leído Tokio Blues, la más famosa de sus novelas y también la más vendida, dos superlativos que, lo confieso, más de una vez me impidieron comenzar la lectura. Suena tonto y un poco sangrón, pero así fue. Existe, es cierto, otro motivo igual de caprichoso y subjetivo pero, al menos en apariencia, más apropiado para una justificación: luego de leer, casi consecutivamente y en este orden, Sputnik, mi amor, Crónica del pájaro que da cuerda al mundo y Al sur de la frontera, al este del sol, creí cerrada mi etapa Murakami. No quedé hastiado ni, arrogantemente, creí descubiertos sus secretos, simplemente sentí que no volvería a Murakami durante mucho tiempo.

Que rompiera ese irracional augurio personal se debió, en buena medida, a una circunstancia fortuita, a un comentario que, quizá, yo estaba destinado a no escuchar y que recibí sólo por una interrupción de mi monótona rutina. La tarde de un jueves, sin poder decir cómo la conversación hizo una parada en Murakami y, específicamente, en Tokio Blues, la novia de Miguel dijo esto o algo similar, esa novela está para suicidarse, o quizá fue, ese güey sugiere el suicido, o, última deformación de mi memoria, al terminar ese libro habrá quien piense en suicidarse. Las variaciones no son muy distintas entre sí, todas relacionan la narración con el suicidio y, sobre todo, hacen de la narración un motivo para el suicidio. Recuerdo que, como respuesta, sólo atiné a balbucear unas cuantas palabras, reflejo infiel de todo lo que pasó en ese instante por mi cabeza y que fui incapaz de hilar en defensa de Murakami, de la visión de mundo que imprime en casi todos los narradores de sus novelas, de la soledad irremediable en la que se descubren sus personajes, del desasosiego que el lector puede sentir como residuo de la narración. En vez de decir eso, sólo conseguí articular esta torpeza: ser pesimista es inevitable. Carlitos respondió con otra cosa y la plática, para decirlo pretenciosamente, tomó otros derroteros. Ya no volvimos a Murakami.

El comentario de Citlalli fue mínimo, pero suficiente para avivar mi curiosidad por Tokio Blues. El suicidio —como tema, como acto, como decisión, en fin, como suicidio— es algo que me fascina y saber que alguien otorgue a una novela la capacidad para sugerirlo es, pienso, una buena razón para leer esa novela.

La leí, entre la mañana de un viernes y el medio día del sábado siguiente. Con emoción y curiosidad y también con placer y sorpresa. Sin duda es una buena novela y no resulta difícil darse cuenta por qué ha cautivado a millones —aunque sea difícil saber por qué ha cautivado a millones.

Al leerla, la idea del suicidio no pasó por mi cabeza ni una sola vez, es decir, no como algo que yo quisiera o pudiera hacer, sino simplemente como parte del devenir de un par de personajes del relato, como cuando en la realidad encuentro en el periódico el suicidio de un desconocido. No me afecta, pero, a veces, queda mi mente ocupada por unos minutos con esa idea o con algunos de los detalles de eso que he leído. Igual con Tokio Blues: ni toda la soledad de sus personajes, ni toda su íntima incomprensión hicieron que hiciera mía la idea del suicidio que, innegablemente, pesa a lo largo de toda la novela. Insisto: la vi como si, casualmente, viera a alguien arrojarse de la azotea de un edificio. Sin perturbación, sin sobresaltos, como admirando algo largamente previsto o esperado.

Llegado a este punto no sé bien qué escribir —tal vez porque lo que quisiera escribir toca ya los bordes de lo inconfesable. ¿Cómo confesar, sin apocarme, que Tokio Blues no me conmovió tanto porque yo mismo veo la vida de esa forma? ¿Cómo decir que yo también creo que la soledad es una condena irrenunciable y, en consecuencia, toda compañía, tarde o temprano, se descubre falsa?¿Cómo decir eso y todo lo que está entre eso si, al mismo tiempo, quisiera no decirlo?

Termino estas breves notas ocultándome, retirándome de donde voluntaria aunque inútilmente quedé expuesto. Termino citando un fragmento de una carta de Kafka que, a su vez, encontré citado en un libro de George Steiner. Ahora que lo releo pienso que, quizá, la novela de Murakami podría considerarse una larga glosa a estas pocas palabras de Kafka:

«Si el libro que leemos no nos despierta como un puño que nos golpeara en el cráneo, ¿para qué lo leemos? ¿Para que nos haga felices? Dios mío, también seríamos felices si no tuviéramos libros, y podríamos, si fuera necesario, escribir nosotros mismos los libros que nos hagan felices. Pero lo que debemos temer son esos libros que se precipitan sobre nosotros como la mala suerte y que nos perturban profundamente, como la muerte de alguien a quien amamos más que a nosotros mismos, como el suicidio. Un libro debe ser como un pico de hielo que rompa el mar congelado que tenemos dentro».

domingo, 7 de junio de 2009

Qué lástima. Murió Alejandro Rossi.

***

La lectura bárbara

Leer mal un texto es la cosa más fácil del mundo; la condición indispensable es no ser analfabeto. Una vez superada esa etapa, más cívica que intelectual, las posibilidades que se ofrecen para desmantelar, tergiversar e interpretar erróneamente una frase , una página, un ensayo o un libro son, no diré infinitas, pero sí numerosísimas. No pretendo ni agotarlas ni clasificarlas, tareas destinadas a eruditos pacíficos o a hombres seguramente geniales. Me conformo con enumerar algunas variedades exponiéndolas no por su rareza sino por su recurrencia. Nada de cisnes negros o tréboles extraños; más bien perros callejeros que trotan en grupo.

[...]

(el resto, en el Manual del distraído)

martes, 19 de mayo de 2009

Escuchar a Polifemo

Últimamente, cuando la voluntad no me ha fallado ni las circunstancias lo han impedido, he pasado algunos minutos de mis mañanas leyendo, en la biblioteca de Filológicas, la Fábula de Polifemo y Galatea. A veces como hábito, casi siempre como ritual: a veces algún verso, alguna imagen, caen como alimento en mi mente ayuna y simple, otras actúo con la esperanza de encontrar un verso, una imagen, que me acompañen desde ese momento y hasta el resto del día, del mismo modo que un talismán acompaña a su portador.

Pero decir así, en singular y en primera persona, que leo la Fábula, es presumir mi ingratitud e intentar ocultar mi ignorancia. Iría como ciego, tentaleando entre las estancias, si no me tomara de los brazos generosos de Dámaso Alonso y Alfonso Reyes. Sin ellos, ni siquiera sabría que las primeras tres estrofas son sólo la dedicatoria del poema. Sin ellos nunca hubiera visto que, en cierta forma, Góngora tiene algo de la transparencia y la luminosidad de Garcilaso, aunque en su caso se hagan evidentes sólo cuando se revela algo de lo mucho que quiso decir en alguno de sus versos. Entonces parece clarísimo que Góngora haya escrito, por ejemplo,

Son una y otra luminosa estrella
lucientes ojos de su blanca pluma;
si roca de cristal no es de Neptuno,
pavón de Venus es, cisne de Juno.

No sé si quien lea estos versos por primera vez sea capaz de leerlos plenamente. Yo ya no puedo fingir que me son inaccesibles. Por desgracia ya no puedo, ignorante, volverlos a leer por primera vez. Sólo me queda el consuelo de saber que, siempre que quiera, podré complacerme en sus imágenes y sus sonidos, en su significado inmenso, inagotable, casi indecible.

Sin embargo, mi intención original, al confesar todo esto, era relatar mi admiración por otro lugar del poema. Uno acaso menos sublime, menos glosado, de factura más sencilla —tan sencilla como puede ser en Góngora. Es la doceava octava, en la cual se relata la afición de Polifemo por la música:

Cera y cáñamo unió (que no debiera)
cien cañas, cuyo bárbaro rüido,
de más ecos que unió cáñamo y cera
albogues, duramente es repetido.
La selva se confunde, el mar se altera,
rompe Tritón su caracol torcido,
sordo huye el bajel a vela y remo;
¡tal la música es de Polifemo!

Como se trata de un cíclope, de un ser monstruoso, horrendo, su música sólo puede ser monstruosa y horrenda, caótica, lo cual se insinúa en la primera mitad de la octava, sobre todo con el hipérbaton que involucra al sustantivo albogues. Sin embargo, en la segunda mitad, el ritmo y los recursos retóricos y poéticos son del todo diferentes. Las palabras ya no se estorban entre sí, intentado decir inútilmente la música de Polifemo.

La justificación de esta diferencia se encuentra, a mi juicio, en una de las propiedades más inquietantes de la música: aquello que la música dice, sólo puede ser dicho en su lenguaje. De ahí la confusión del poeta y el lector al intentar describir y saber qué música toca el cíclope con su descomunal instrumento.

Pero si decir lo que dice la música con un lenguaje distinto es imposible, describir sus efectos, en cambio, es una tarea que se cumple con cierta facilidad —por más que, estrictamente, la música y sus consecuencias de ningún modo sean equivalentes. De eso tratan los versos quinto al séptimo: ya que es imposible decir la música, al menos que se haga presente su monstruosidad a través del sobrecogimiento que provoca en todos los seres que la escuchan, lo mismo el mar que los hombres o las deidades.

Esta oposición de premisas conceptuales, la precisión con la cual Góngora vio la diferencia y supo cómo expresarla poéticamente en una octava de versos endecasílabos es, sinceramente, para admirarse.

Pero, de nuevo, mi intención original no era decir todo esto. Cuando pensé en escribir, sólo quería hacerlo a propósito del penúltimo verso:

sordo huye el bajel a vela y remo;

Señalar su milagrosa conjunción de sílabas. Su inclemente inicio que consume casi todas las fuerzas necesarias para terminar de pronunciarlo, como si el primer viento, el primer empuje de remos, de tan requerido y esforzado, parecieran también siempre insuficientes para acabar de huir el buque.

Preguntarme cómo es posible que, a través de las palabras, esa huida se escuche en todo su sigilo. Decir, quizá, que eso sería fácil en una recreación sonora de un buque, ayudándose del instrumento musical más apropiado. O con sonidos vocales carentes de sentido, onomatopeyas náuticas y marinas. O, más arriesgado, con palabras que, juntas, no formen ningún sentido gramatical sino sólo fonético, induciendo en quien escuche esos sonidos (que han dejado de ser palabras), la idea de un navío en desesperada huida.

Aceptar, finalmente, la bajeza de todas esas opciones e insistir en lo milagroso del verso: las ocho palabras dicen que «sordo huye el bajel a vela y remo» y esas mismas ocho palabras hacen escuchar y ver y sentir que «sordo huye el bajel a vela y remo».

Creo que tampoco era esto lo que quería decir, pero es lo más cerca que puedo llegar.

jueves, 14 de mayo de 2009

Una imprecisa precisión sin demasiada importancia y con menos sustento

Tengo la impresión, acaso equívoca, de que sólo los estudiosos mexicanos de estas cuestiones aseguran que el autor de este soneto es fray Miguel de Guevara. Así lo hizo, en 1942, Alfonso Méndez Plancarte al incluirlo en su selección de poetas novohispanos publicada por la UNAM. Haber tenido la dicha o la desgracia de nacer en la Nueva España parece ser la razón de más peso para imputarle a Guevara la autoría del soneto. Si en esto hay criterios filológicos involucrados, yo lo ignoro.

Fuera de México, creo que la constante es decir que el poema es de autor anónimo. Rivers, que es gringo, hizo eso al abrir el apartado "Poemas ánónimos de entre dos siglos" del libro al que aludí anteriormente. Recuerdo también que, en una nota para ciertas palabras de Sancho Panza («—Con esa manera de amor —dijo Sancho— he oído yo predicar que se ha de amar a Nuestro Señor, por sí solo, sin que nos mueva esperanza de gloria o temor de pena, aunque yo le querría amar y servir por lo que pudiese.» I, xxxi), Vicente Gaos, español, dice estas palabras o unas parecidas: "Cómo no recordar aquel soneto anónimo que comienza No me mueve mi Dios para quererte".

Estas pocas fuentes fundamentan mi impresión. Pocas y viejas. Pocas, viejas y mal recordadas.

Sea como fuere, saberlo anónimo o resultado del esfuerzo y la inspiración de un novohispano, no cambia en mí el modo en que leo el poema. Basta con que esté escrito en la lengua que hablo.

En fin, necesitaba decir todo esto para dormir tranquilo esta noche.


lunes, 11 de mayo de 2009

Juego mental

No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido;
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor; muéveme el verte,
clavado en una cruz y escarnecido;
muéveme ver tu cuerpo tan herido;
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.

No tienes que me dar porque te quiera,
pues aunque cuanto espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.

***

Hace tiempo que conozco este soneto. Y creo que no he cambiado mucho desde que lo leí por primera vez, al menos no en la forma en que sigo leyéndolo. Ahora, como entonces, me solazo casi exclusivamente en el último terceto, en esa aliteración tan sencilla y tan agradable al oído brotada de las mutaciones del verbo querer. Siempre me ha gustado también que, para el poeta, no haya contradicción entre el amor a Cristo y la esperanza de recompensa o el temor de castigo. Aun sin explicar por qué no existe esa contradicción, el poema posee la fuerza suficiente para que su lector caiga en un estado reflexivo tal que, con el último verso, parezca dueño de una verdad que no necesita experimentarse ni comprobarse. Una verdad apenas menor, de acuerdo a una posible jerarquía de las revelaciones divinas, que la de la estrofa de san Juan de la Cruz:

Estaba tan embebido
tan absorto y ajenado
que se quedó mi sentido
de todo sentir privado
y el espíritu dotado
de un entender no entendiendo
toda ciencia trascendiendo.

Sin embargo, aunque hace tiempo que lo conozco, sólo últimamente he pensado con curiosidad en él. Sobre todo por estas pocas palabras:

El tema del amor desinteresado no es místico, sino devocional, perteneciendo a la tradición de los ejercicios espirituales.

El comentario es de Elías L. Rivers y proviene de una recopilación de poesía lírica del Siglo de Oro publicada por Cátedra hace algunos años y que no sé si todavía circule —yo la encontré en una librería de viejo.

Que Rivers coloque este soneto fuera de los poemas místicos fue el juicio que más atrajo mi atención y me llevó a pensar, luego de saber de las interpretaciones más o menos contemporáneas que ligan al arrobo místico con el cuerpo y aun con el coito y oponiéndolas con este simple juicio, en el juego intelectual que sostiene al soneto.

Noté, de entrada, el lugar plenamente mental de casi todas sus imágenes. Salvo el segundo cuarteto —en el cual es posible que el poeta se refiera a una representación plástica del Crucificado porque dice «muéveme el verte», aunque no es imposible que se trate de un recuerdo— el resto del poema se despliega sólo en el pensamiento. Se mencionan dos lugares, el cielo y el infierno, asequibles sólo a través de la imaginación. Del mismo modo, las acciones presentes —amar, ofender, temer—, sobre todo si sólo anuncian la acción sin consumarla, son acciones que comienzan y terminan en la mente; o, en el caso del otro verbo importante, mover, su sentido aquí es estrictamente metafórico, es decir, imaginativo: algo mueve al pensamiento.

El remate de este ejercicio mental es la hipótesis del primer terceto: el poeta piensa que piensa en otro mundo cuya cualidad más importante, para los fines del poema, es la inexistencia del Cielo y del Infierno, de la recompensa y el castigo. El poeta piensa que piensa en otro mundo y piensa que se ha instalado en él y descubre, para su beneplácito, que aun sin saber qué es el Cielo o el Infierno, su amor a Cristo resultó indemne en este tránsito mental.

En el último terceto resulta evidente que el poeta ha regresado a su realidad y, más precisamente, al mismo lugar desde donde partió. También, al parecer, en el mismo estado en el que partió. Como si nada hubiera sucedido ni cambiado. Sabiendo que, aunque nada suceda ni cambie, lo mismo él que su mundo son distintos.

***

Quizá sea cierto que el poeta no haya gozado de un arrebato místico, pero es posible que al menos haya disfrutado de este examen intenso de sus cualidades mentales. Quizá le bastó «entender no entendiendo» que, para él, existe algo de su mundo que sobrevive inalterado en cualquier otro que imagine. No el dolor ni el sufrimiento, aunque tampoco la gloria o la recompensa, sino, simplemente, la voluntad de querer.

lunes, 4 de mayo de 2009

Epidemia


Si esto que sucede es interesante, lo es menos por sus efectos evidentes e inmediatos que por sus lentas y secretas consecuencias futuras. Que se trate de una distracción o de una alarma efectiva es, en cierta forma, irrelevante.

Yo prefiero pensar en qué resultará de todo esto. Por ejemplo: dicen algunos ingenuos periodistas que saldremos de la crisis con los hábitos de higiene reforzados —y quizá estén en lo cierto. Quizá no sean pocos quienes, ahora, laven sus manos cada vez que desciendan del transporte público. O quienes hagan del tapaboca un accesorio tan aparentemente indispensable como el reloj o el teléfono celular. Y, de nuevo, yo prefiero pensar en que reforzar los hábitos de higiene, que los periodistas estén preocupados por esto, es algún tipo de señal de lo que resultará de todo esto.

En fin, confieso que esta pobre opinión intenta vanamente emular o aplicar o al menos pensar esto que sucede a partir de algunas pocas líneas de Vigilar y castigar:

Ha habido en torno de la peste toda una ficción literaria de la fiesta: las leyes suspendidas, los interdictos levantados, el frenesí del tiempo que pasa, los cuerpos mezclándose sin respeto, los individuos que se desenmascaran, que abandonan su identidad estatutaria y la figura bajo la cual se los reconocía, dejando aparecer una verdad totalmente distinta. Pero ha habido también un sueño político de la peste, que era exactamente lo inverso: no la fiesta colectiva, sino las particiones estrictas; no las leyes trasgredidas sino la penetración del reglamento hasta los más finos detalles de la existencia y por intermedio de una jerarquía completa que garantiza el funcionamiento del poder; no las máscaras que se ponen y se quitan, sino la asignación a cada cual de su "verdadero" nombre, de su "verdadero" lugar, de su "verdadero" cuerpo y de la "verdadera" enfermedad. La peste como forma a la vez real e imaginaria del desorden tiene por correlato médico y político la disciplina. Por detrás de los dispositivos disciplinarios, se lee la obsesión de los "contagios", de la peste, de las revueltas, de los crímenes, de la vagancia, de las deserciones, de los individuos que aparecen y desaparecen, viven y mueren en el desorden.

lunes, 27 de abril de 2009

p. s.

Acaso sea necesario admirarse y sorprenderse, pero quizá explicar no sea siempre una obligación:

«Si un tema, un giro, de pronto te dice algo, no es menester que seas capaz de explicarlo. Súbitamente este gesto también te es accesible» (Wittgenstein, Zettel, 158).

martes, 21 de abril de 2009

Mi risa

Quizá este asunto podría complicarse un poco más cerrándolo sobre sí mismo.

Acéptese que hay algo allá afuera que provoca en mí una risa única, distinta de la que sobreviene cuando escucho a quien narra un partido de fútbol o cuando veo las bromas de la cámara escondida. Distinta también de la que recuerdo como una risa de infancia o de púber. Sólo yo sé que esta risa es única, que nada me había hecho reír de este modo, ni en otra edad ni en otras circunstancias. Es, para mí, una risa nueva que me fascina de inmediato porque soy más o menos consciente de su aparición.

Acéptese que, pasado el tiempo, río con otra cosa y, de inmediato, reconozco los rasgos de esta risa. La reconozco porque, hasta ese momento, creyéndola única, la tenía siempre cerca de mí, aunque celosamente guardada, temeroso de perderla y no volverla a encontrar. Pero he aquí una risa que se le parece y, si bien el mensajero que la ha traído es otro, con ninguna ligazón evidente con el de la primera risa, no tengo duda de que ambas provienen de vetas cercanas, tal vez hasta de la misma.

¿Cómo establecer ese vínculo interno entre ambas risas? ¿A partir de generalidades, de puntos en común? ¿Cómo hacerlo si el primer motivo de risa es alguno de los escritos festivos de Quevedo (diré que La culta latiniparla) y el otro la interpretación que hace Glenn Gould de la sonata más célebre de Mozart (especialmente de su primer movimiento)? ¿Se trata sólo del ingenio? ¿De la voluntad de derruir los sitiales de los grandes? ¿O que eso que llevó a Góngora o a Mozart a su sitio de preeminencia —el genio— sea tomado y trastocado de tal modo que, siendo todavía genio y también otra cosa (ingenio), se vuelva contra ellos, esgrimido por manos igual de geniales e ingeniosas? ¿Cómo explicar que la risa por leer a Quevedo y la que provoca la interpretación de Gould son, para mí, la misma risa?

domingo, 19 de abril de 2009

Reír

Pocas cosas revelan con tanta precisión lo irreductible de uno mismo como la risa. Pienso, claro, en su manifestación más sensible: la risa como gesto que se ve y sonido que se escucha. Con toda seguridad no hay en el mundo dos personas que rían del mismo modo. Aunque bien podría establecerse un catálogo partiendo de ciertas generalidades —de la risa más escandalosa a la silente, de la continua y casi imparable a la entrecortada, la que es ahogada, la risa fácil, la difícil de quien casi no ríe y la difícil de quien ríe por motivos sumamente rebuscados, de la estruendosa a la chillona, la que no parece risa y la que hace reír a los demás— al final se tendría lo mismo que con las huellas de los dedos: basta una inflexión, una mínima variante para que una risa —que es una persona— sea distinta de cualquier otra. Además es curioso que esta expresión de la risa, aunque aprendida parcialmente de otros, no es producto de la enseñanza. Uno sabe reír y ríe de cierta manera sin saber muy bien de dónde surgió esa manera, si del padre o de la tía o de algún primer amigo del kindergarten.

Sin embargo, todavía más confuso que establecer la genealogía de mi risa es trazar el algoritmo que la provoca. Bueno, no siempre es tan confuso. A veces el pastelazo en la cara del otro es suficiente para reír. O que alguien caiga. O que el maestro diga una majadería. O sólo que otros rían —como cuando se ve a la niña Amélie grabando para su diversión risas ajenas.

Pero otras veces, la risa, sus motivos, son menos simples. Pienso como ejemplo en la confesión con la cual inicia Las palabras y las cosas, en Foucault explicando cómo un texto de Borges lo sumió en la hilaridad, aunque no por el texto mismo, sino por «la sospecha de que hay un desorden peor que el de lo incongruente y el acercamiento de lo que no se conviene».

El texto de Borges que cita Foucault no hará reír a una multitud pero tal vez haya hecho reír a la multitud de sus lectores. Pero ¿quién reirá porque el texto revela con fino ingenio que el orden de la humanidad, otrora basado en la plena identificación de las palabras con las cosas, es un orden falso? ¿Quién, además de Foucault, puede reír por eso? (¿Quién, además de Foucault, puede leer así ese texto de Borges?) ¿Cómo fue esa risa de Foucault?

Lo dicho: pocas cosas revelan con tanta precisión lo irreductible de uno mismo como la risa.

miércoles, 1 de abril de 2009

Sólo tres escenas de "Don Giovanni"

Estos días he pensado en la muerte. Pero no. No pretendo creer que soy capaz de dominar siempre mis pensamientos, creer que, mansos, dejan que los lleve a abrevar luego de una tediosa carrera iniciada a destiempo. Mejor decir: en estos días, se me ha impuesto de algún modo pensar en la muerte, más de lo que quisiera.

Una mañana, este pensamiento sobrevino mientras escuchaba el inicio de Don Giovanni. Fue como juntar los cables de una misma corriente. Creí entender, como lo creo ahora, que las primeras escenas de esa ópera, esos quince o veinte minutos tan intensos y poderosos, tratan sólo de la muerte y, especialmente, de todo lo que alguien puede hacer para enfrentarla: gritos, imprecaciones, amenazas, juramentos. Todo lo que alguien es capaz de hacer aunque esté, como doña Anna, sumido en la soledad y en el desamparo.

***

¿La muerte? Sí, creo que ahí está, escondida entre las sombras de la obertura, pero no puedo distinguirla bien. No la veo, sólo siento su presencia. Yendo de un lado a otro, acaso complacida con que su escondite se vuelve más oscuro a cada momento, como si la luz fuera taponada por laberínticas corrientes de humo que están por saturar ese espacio imaginario donde la música se desarrolla.

*

Creí distinguirla, pero Leporello, con su socarronería y su ilusorio deseo de hacerse gentilhombre, distrajo mi atención. Creo que entró, junto con don Giovanni, a la habitación de doña Anna.

*

¡Sí! ¡Mira cómo corre! Igual que don Giovanni. Doña Anna la ha descubierto, aunque no sé si sea la cólera o el miedo lo que la hace pensar que puede amenazar a la muerte. Además, con una amenaza un poco confusa: si no me matas, no esperes que te deje huir. ¿Para qué? ¿Para matarte? ¿Matar a la muerte? Pero escucha, ahí está ya otro grito: «Gente! Servi! Al traditore!». Una petición de auxilio: el ilusorio consuelo de la compañía. Como si hubiera gente y servidores capaces de enfrentar a este traidor. Y no los hay, porque nadie acude y doña Anna sólo atina a decir una última palabra: «Scellerato!». Reconocimiento y resignación: sólo la maldad —de Dios, de la vida, de los padres— puede explicar que la condena de la muerte vaya a cumplirse al instante siguiente, siempre al instante siguiente. Mira, alguien viene. Es el comendador, el padre. Lasciala, indegno!, dice, y sus palabras son casi un vade retro, un último intento puramente verbal para impedir que la muerte se lleve a su hija. Sin embargo, esto es injusto al menos en un sentido: el comendador cambia la muerte en vida del deshonor (el destino de doña Anna) por una muerte de verdad.

*

Muerte en vida: como si eso fuera posible. El sufrimiento, la soledad, el dolor, el fracaso, cada uno puede conducir a la muerte, pero ninguno es la muerte. Sólo son sufrimiento y soledad y dolor y fracaso. Sólo eso.

*

Leporello, ¿dónde estás?
Estoy aquí, para mi desgracia. ¿Y vos?
Estoy aquí.

¿Dónde estás? Es lo mismo que pregunta Yavé a Adán cuando éste ha pecado.
¿Dónde estás ahora que has caído?

*

Por cierto, el hombre que montó Don Giovanni para el Festival de Salzburgo de 2006, quiso que su propuesta escénica se sustentara en tres ejes: el erotismo, el comercio y la muerte. Dice que, a propósito de esta última, la pareció interesante este primer diálogo recitativo entre don Giovanni y su criado, sobre todo la línea en la cual Leporello, casi pasando como un idiota, pregunta quién murió, si don Giovanni o el viejo. No sé qué conclusiones sacó este hombre de esas líneas: dejé de escucharlas para escuchar mis pensamientos. Pensé en qué pasaría si la pregunta de Leporello fuera hecha no desde la idiotez, sino desde la inocencia o, mejor, desde la ignorancia: morir y no saber que uno ha muerto. Un poco a lo Rulfo. Entonces, la ópera entera sería una farsa montada por Dios como una última oportunidad para que don Giovanni se arrepienta de su vida disoluta. Está muerto, pero no lo sabe, porque si lo supiera la farsa se arruinaría y, paradójicamente, don Giovanni actuaría falsamente en busca de su salvación.

Cuando terminé de pensar esto me reí de mi simpleza. Es muy tonto pensar que Dios prepara después de la muerte otro montaje y otra farsa para determinar la salvación o la condena de una persona cuando de eso se trató la vida: de vivir un montaje y una farsa para determinar la propia salvación o la propia condena.

*

Doña Anna regresa con don Ottavio y, ahora sí, con la servidumbre. Sólo para mirar el cadáver de su padre. Sólo para que don Ottavio ordene a los criados retirar ese “objeto de horror”, recomiende el olvido a doña Anna y se afirme como sustituto del muerto:

Il padre? Lascia, o cara,
la rimembranza amara.
Hai sposo e padre in me.

Y, si bien doña Anna parece conforme, antes de entregarse plenamente al duelo hace jurar a su esposo que vengará al comendador. Y él acepta, tres veces: lo juro, lo juro, lo juro. Como si quisiera ahuyentar con esa repetición la certeza de que no hay juramento que resista medirse con la muerte.

lunes, 23 de marzo de 2009

Variaciones de un pensamiento

Proust no es Balzac porque no intenta escribir la realidad, sino la memoria. Pero si Marcel no es Proust, ¿de qué memoria se trata? ¿Dónde está esa memoria?

Proust, la descripción que hace de la iglesia de Combray, se distingue de la prosa balzaciana, de las descripciones realistas, porque no intenta decir la realidad, sino la memoria, transcribir los recuerdos —si eso es posible. Sin embargo, si Marcel, el narrador de la Recherche, no es Marcel Proust, ¿de quién son esos recuerdos? ¿De quién es la memoria que se exhibe con cada una de las palabras de la novela?

Proust, a diferencia de un escritor realista, sabe que no escribe la realidad, sabe que escribe la memoria —y se regocija en ello. Pero no su memoria, porque los tomos de la Recherche no son, como los de Canetti, una autobiografía. Canetti transcribe, dolorosamente, su memoria. Pero no Proust, porque su novela no es una suma de recuerdos del autor, ni siquiera de falsos recuerdos, aunque tampoco de recuerdos verdaderos. Si acaso, es un único recuerdo. Pero, ¿de quién? ¿Dónde están esos recuerdos? Ahora, claro, en el libro. Pero antes, ¿dónde estuvieron?

lunes, 9 de marzo de 2009

Instrumentos

Me entero de la existencia de una revista, publicación del CONACULTA y el INBA, que se llama Pauta. Cuadernos de teoría y crítica musical. Me entero de que en un número más o menos reciente (107, julio a septiembre de 2008) se publicó este texto de Luis Buñuel. Me entero aquí, lo dejo acá.
***

Instrumentación (de Luis Buñuel)

Una de las grandes melancolías de mi final de vida
es no poder oír la música.

Violines
Señoritas cursis de la orquesta, insufribles y pedantes. Sierras del sonido.

Violas
Violines que llegaron ya a la menopausia. Estas solteronas conservan aún bien su voz de media tinta.

Violoncellos
Rumores de mar y de selva. Serenidad. Ojos profundos. Tienen la persuasión y la grandeza de los discursos de Jesús en el desierto.

Contrabajos
Diplodocus de los instrumentos. El día que se decidan a dar su gran berrido, ahuyentarán a los espectadores despavoridos: ahora les vemos oscilar y gruñir satisfechos por las cosquillas que les hacen contrabajistas en la barriga.

Flautín
Hormiguero del sonido.

Flauta
La flaua es el instrumento más nostálgico. ¡Ella que en manos de Pan fue la voz emocionada de la pradera y del bosque, verse ahora en manos de un buen señor gordo o calvo!... Pero aun así, continúa siendo la Princesa de los instrumentos.

Clarinete
Es una flauta hipertrofiada. Algunas veces, el pobre, suena bien.

Oboe
Balido hecho madera. Sus ondas, profundos misterios líricos. El oboe fue hermano gemelo de Verlaine.

Corno inglés
Es el oboe ya madro, con experiencia. Ha viajado. Su exquisito temperamento se ha tornado más grave, más genial. Así como el oboe tiene quince años, el corno tiene treinta.

Contrafagot
Es el fagot del terreno terciario.

Arpas
Balcones dorados por donde unas señoritas endomingadas asoman sus bustos.

Xilófono
Juegos de niños. Agua de madera. Princesas tejiendo en el jardín rayos de luna.

Trompeta con sordina
Clown de la orquesta. Contorsión, pirueta. Muecas.

Cornos
Ascensión a una cumbre. Salida del sol. Anunciación. ¡Oh! El día que se desenrrollen como un "espantasuegras".

Trombones
Temperamento un poco alemán. Voz profética. Sochantres de vieja catedral con hiedras y veleta mohosa.

Tuba
Dragón legendario. Su vozarrón subterráneo hace temblar de espanto a los demás instrumentos, que se preguntan cuándo llegará el príncipe de bruñida armadura que los libere.

Platillos
Luz hecha añicos.

Triángulo
Tranvía de plata por la orquesta.

Tambor
Truenecillo de bambalina. "Algo" amenazador.

Bombo
Obcecación. Grosería. Bom. Bom. Bom.

Timbal
Odres de aceitunas sonoras.

lunes, 2 de marzo de 2009

Los fines de la vida

Hace una semana me atrajo el inicio de esta reseña del TLS sobre The Ends of Life, de un historiador inglés de nombre Keith Thomas. Dejo aquí su traducción, animado lo mismo por la curiosidad que por la inercia de mantener el blog.

¿Qué hace que la vida valga la pena vivirse? “La caridad”, dijo San Pablo —en la versión del Rey James, “el amor” en traducciones más modernas. La felicidad, dirían muchos. “Sin amor no hay felicidad”, escribió Milton, haciendo una de ambas respuestas. Un amigo mío, próximo a morir, hizo un largo viaje para ver la exposición de Rothko en la Tate. Para él era indudable que no había mejor forma de pasar el que quizá sería su último día. En esos momentos, nuestras decisiones dicen mucho de lo que somos, aunque el resto del tiempo nuestras respuestas no sean de confiar. El libro de Keith Thomas atiende a las respuestas dadas a dicha pregunta entre 1530 y 1780. Deja fuera, tanto como puede, la búsqueda del Cielo (que le interesa poco) y la vida de aprendizaje (que ha discutido en otro lugar). También omite el vino, las mujeres y las canciones, además de los halcones, los sabuesos y los caballos. Lo cual deja la destreza militar, el trabajo, la riqueza, el honor, la amistad y la fama —que son, sin duda, más que gratas compañías.

miércoles, 11 de febrero de 2009

Tema con tres variaciones

Ser invisible.

Basta leer esas dos palabras para que comiences a imaginar o recordar que imaginabas ser invisible. Imaginar porque quizá veas sin ver imágenes en tu mente que no sabes bien por qué están ahí, si por una película o un libro, por una charla, un juego, o por ninguna de esas cosas. Quizá entonces recuerdes que ya imaginabas antes de conocer las películas o los libros o al amigo que también imaginó ser invisible.

(no, acaso no hubo ni amigos ni juegos ni charlas: la invisibilidad, aunque fantasía, se comporta como un secreto: compartirlo significa volverse vulnerable: se goza de él en la mente: en los libros, en las películas, en la imaginación y la memoria)


I

Wells mantuvo vivo a su hombre invisible a lo largo de un centenar de páginas. Su relato, su personaje, aunque por momentos recuerda a Mr. Hyde, al rey Midas, a la aspiración panóptica de 1984, casi todo el tiempo caminan por sí mismos. La eficacia parece deberse a uno solo de los artificios, que es también el más notorio: la explicación científica de la invisibilidad. Ese adjetivo es suficiente para que las circunstancias restantes del protagonista (y con él la historia entera) funcionen: la elección académica y laboral de Griffin, su pretendida amistad con Kemp, la rusticidad de quienes lo hospedan y persiguen.

Por la Ciencia el tema se dilata, tanto que incluso se vuelve capaz de generar algunos otros: la maldad, la paranoia, el poder (en el caso de la maldad, con tal autonomía que más de uno opinará que esa es la verdadera inquietud del relato: la utilización moralmente equívoca del conocimiento científico). Sin embargo, de algún modo se impone la preeminencia de la invisibilidad sobre todos estos problemas, la emoción de saber que, siquiera en la ficción, uno ha sido capaz de alcanzarla.


II

Chesterton también piensa en un hombre invisible, en uno de los cuentos de The Innocence of Father Brown de título homónimo al de la novela de Wells. Pero, francamente, su solución es decepcionante, hasta un poco bobalicona —quizá porque es muy humana, mediocremente humana.


III

Finalmente, Quevedo. Unas pocas líneas que son una celebración de la brevedad y del ingenio. Comparado con Wells, el único medio que cualquiera puede emplear para hacer suyo el prodigio; frente a Chesterton, el único paradójicamente digno (ahorra a uno la vergüenza de saberse un don nadie):

«[Tabla de proposiciones]

»5. Para hacerte invisible y que aunque entres entre mucha gente ninguno te pueda ver. Y encomiéndote, por el sumo Señor que te hizo, tan alto secreto, por el daño que puede resultar si se divulgase en ladrones, y adúlteros, y presos, y enemigos.

»[Tabla de soluciones]

»5. Se entremetido, hablador, mentiroso, tramposo, miserable y nadie te podrá ver más que al diablo.»

(Libro de todas las cosas y otras muchas más, Primer tratado. Secretos espantosos y formidables experimentados, tan ciertos y tan evidentes que no pueden faltar jamás)

jueves, 29 de enero de 2009

Se busca

Bonita forma de arrepentirme y regresar:

En el primer caso, en una barranca de Palo Solo, fue descubierto el cadáver de un hombre, en avanzado estado de descomposición y con el rostro semidevorado, presuntamente por perros, cuya identidad se desconoce.

¿Por qué debería conocerse la identidad de los perros que presuntamente semidevoraron el rostro del cadáver de un hombre, en avanzado estado de descomposición, descubierto en una barranca de Palo Solo?

(La nota, de El Universal)




miércoles, 21 de enero de 2009

Esto se acabó. Hace siete meses leí, en Edipo en Colono, que esto debía terminar. Por fin llegó el momento: el blog entregó ya todo lo que pudo tener.

Gracias a quienes lo siguieron, secreta o abiertamente.

j. p.

lunes, 12 de enero de 2009

Un descuido improbable

temiendo yo la luz que a ella me adiestra
Garcilaso de la Vega, Égloga segunda

Al principio, creó Dios los cielos y la tierra. No pudo ser de otro modo. Sin embargo, al instante siguiente, sin él advertirlo, se olvidó de pronunciar el fiat lux. En su inmensa, absoluta soledad, no existía quien le señalara su falta y después, de entre todas las creaturas que poco a poco se acumularon en el mundo, la hierba con semilla y los árboles frutales, las lumbreras del firmamento, los animales que bullen en el agua, las aves aladas, el ganado, los reptiles y las bestias de la tierra, el hombre, la mujer, ninguno pudo señalarle su falta, porque para todos ellos era desconocido un mundo donde Dios había pronunciado el fiat lux.

Mucho tiempo después, Dios supo de su olvido. Leyó, en un libro de una Creación que no era esta Creación, que luego de crear los cielos y la tierra Él mismo decía un par de palabras extrañas para que la luz se hiciera. Avergonzado, miró ese mundo mutilado, enceguecido. Entonces quiso remediar su falta y creó la luz. Sí: demasiado tarde.

Ese mundo donde Dios olvida decir fiat lux es el mundo donde transcurre Othello. Un mundo donde, felizmente (¿pero cómo es la felicidad en un mundo que desconoce la luz? ¿qué es ahí la felicidad?), la luz no luce en las tinieblas. Demasiado tarde para Dios: Shakespeare lo había sacado de escena.

martes, 30 de diciembre de 2008

III

Debería ser posible decir, sin decirlo plenamente, que poco puede decirse de esta imagen. Quizá decir: el hidalgo lee —y nada agregar. Esperar que esa sola y mínima oración fuera el reflejo, en la escritura, de la figura del hidalgo: de su melancolía, de su soledad. Porque también para Adolph Schrödter el hidalgo es un melancólico «con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano en la mejilla» (Prólogo de 1605). Porque, contrario a otros ilustradores, Schrödter sabe que el hidalgo está solo en ese cuarto que, acaso imprevisiblemente, se ha convertido en su biblioteca: sin la sobrina o el ama preguntándose qué sucede con él, pero también sin esa inexistente compañía de caballeros y doncellas y hechiceros que, pese a todos los artificios, habitan sólo su mente, ese estrecho e inconmensurable rincón.

Debería ser posible decir, sin decir plenamente: melancolía y soledad —y nada más en esta imagen.

domingo, 21 de diciembre de 2008

II

En la pintura de Delacroix, el hidalgo no lee: fantasea. Su postura es la del melancólico, su mirada la del distraído. La primera, sin embargo, es una representación que difiere de la imagen canónica de Albrecht Dürer: puede ser un detalle sin importancia (o no) que el brazo flexionado sea el izquierdo y no el derecho; puede ser un detalle importante (o no) que ese mismo brazo se apoye no en el cuerpo, sino en el libro que el hidalgo leía antes de distraerse, acaso para decir, con este detalle, que la melancolía mana más de la lectura que de la propia mente, que basta una línea, una palabra del Amadís, para que la bilis negra irrigue las entrañas del lector.

A espaldas del hidalgo, en el punto diametralmente opuesto al de su mirada, hay tres personajes. De las dos mujeres del segundo plano, por el texto, se colige la identidad. No así de la figura del fondo: sus facciones masculinas, su cabeza ladeada, su vaga expresión, incluso que su cuerpo esté oculto casi por completo, hacen dudosa cualquier conjetura. Paradójicamente, esta confusión abona una certeza: que el personaje no pertenece al cuadro o que la justificación de su presencia es caprichosa, quizá secreta —como la ninfa que Aby Warburg encontró en la Visita alla camera della puerpera de Domenico Ghirlandaio.

Pero el hombre, aunque angustiado, tampoco parece ansioso por actuar en la escena que se desarrolla frente a él. Tal vez ha notado que con él dentro, el arco anímico que estructura el cuadro ya no sería tan perfecto. Un arco que es interesante recorrer: la mujer joven compadece a la vieja y ésta al hidalgo. Corto camino de miradas que se interrumpe para precipitarse en el abismo de la distracción y la locura.

lunes, 15 de diciembre de 2008

[ ]

[De Doré, existe otro dibujo con una estructura similar a este del hidalgo. Ahí, la habitación también está iluminada por una ventana en la pared derecha, el cortinaje descorrido, la silla principal al centro (al lado de ésta, tan junto que parece una adición natural del asiento, un taburete). Sin embargo, ajenos al motivo principal del dibujo hay apenas unos pocos elementos cotidianos: un atril en donde descansan unos grandes folios que semejan una partitura, un candelabro, un recipiente. Incluso el esposo engañado, Gianciotto Malatesta, casi como una sombra nacida de la interrupción circunstancial, imprevista, de los rayos luminosos, rompe violenta, aunque difusamente, el triángulo que con armonía conforman Paolo y Francesca.

No se trata, es cierto, de resaltar que Paolo y Francesca leían, sino que ambos han signado la sentencia del adulterio y la lujuria. De ahí que el libro amenace con caer de las manos de Francesca.


El único libro en todo el aposento.]

viernes, 12 de diciembre de 2008

Tres imágenes para un hidalgo

I

El hidalgo, sosteniendo una espada con la mano derecha y un libro con la izquierda, lee. Lo rodea una legión que intenta representar, de entrada, sus lecturas. Puede pensarse: caballeros, heraldos, doncellas y raptores, todos han surgido de algún libro, quizá del que lee en ese momento o quizá de los que están apilados cerca de la ventana o arrojados descuidadamente sobre el suelo. Y esta percepción inmediata en parte acierta. Pero esa mujer, abajo, la que se sirve del Amadís como reclinatorio, introduce con su postura suplicante una sutil variación de la idea: por el ángulo de su rostro parece dirigir sus ruegos de libertad al lector y no al caballero de un relato. Entonces puede decirse: algunas figuras no son recuerdos de una lectura, sino elaboraciones del hidalgo. Acaso esa doncella y los tres caballeros que parecen asaltar el trono del hidalgo y la sierpe que se arrastra en las sombras de su asiento, están ahí para mostrar que el cerco está por cerrarse, que el hidalgo, al instante siguiente, sucumbirá.


Un grabado famoso y, tal vez por esa razón, aceptado sin objeciones como ilustración fiel del primer capítulo del Quijote. Fama debida sin duda a la creencia de que toda esa multitud de figuras de verdad ha surgido de la mente de quien lee, que la multitud en realidad es para él compañía.

martes, 4 de noviembre de 2008

Destino

Si el destino todavía existe, si todavía se entremete en la despreciable vida humana, es, según lo enseñaron los griegos, un destino esencialmente trágico. Incontenible, embate una y otra vez hasta sumir y sofocar a quien elige, mientras éste, aturdido, ignora qué hacer o decir, salvo quizá ejecutar un último e inútil gesto oferente: reconocer por su nombre a la fuerza que lo está matando. Resignado, cree aceptar (porque así cree comprender) que era su destino ser presa del cáncer o morir cuando no debía (pero ¿cuándo debe alguien morirse?) o estar obligado a enfrentar una circunstancia adversa que nunca imaginó incrustada en su vida.

Pero lo más probable es que el destino no exista y el cáncer sea sólo cáncer y la muerte sólo muerte y la desgracia sólo desgracia.

jueves, 9 de octubre de 2008

Ambigüedad

Leo este titular:


Reduce población de pingüinos el cambio climático en Antártida

(Sólo que no leo ese titular. Leo esta frase: "Población de pingüinos reduce el cambio cilmático")

Pienso, casi de inmediato: ¡Qué descubrimiento más extravagante! Pero ¿cómo los pingüinos pueden contrarrestar el cambio climático? ¿Será alguna sustancia en sus heces? ¿Alguna otra secreción que provoca reacciones benéficas en la atmósfera? ¿Qué de los pingüinos abate el calentamiento global?

Un informe, presentado hoy en el Congreso Mundial de la Naturaleza que se celebra en Barcelona, prevé, de producirse esta alza, que los pingüinos Adelia perderán en 40 años el 75% de su población


(El asunto, mediocremente, se aclara)

Pobres pingüinos. Pobres periodistas. Pobre lenguaje.




jueves, 25 de septiembre de 2008

4’33’’




No sé si se trata de la obra de un genio o de la de un embaucador. Al menos no lo sé si se me pidiera sostener mi juicio con conocimientos de teoría, técnica o historia musicales. Quizá no importa tanto ni ungir ni degradar ni al hombre ni a la obra. Pasados cincuenta y seis años desde su estreno público, acaso 4'33" esté, en el ambiente musical (críticos, intérpretes, compositores, et al), o aceptada como la obra de un genio o como la de un embaucador. No lo sé.

*

Sin embargo, aquí estoy, escribiendo. Mi defensa: más que música, 4’33’’ es una idea que, por añadidura, es música. Más próxima a la teología que a la composición, la de Cage es música decantada una y otra vez hasta reducirla a su primera intención: la idea; enriquecida hasta el extremo de exhibir su última e inequívoca intención: la idea.

Mi defensa: no intento comprender la música, sino la idea.

*

Acepto, al menos como pretexto para estos torpes párrafos, este juicio: «4’33’’ es una obra inevitable, incluso si Cage no hubiera existido. La música siempre buscó los extremos y el fin sería ese: 4 minutos y 33 segundos en los cuales los músicos se detienen».

*

¿Cuál es el otro extremo de 4’33’’? ¿El Arte de la fuga? ¿La Sinfonía Coral? ¿El Concierto para piano No. 20 en Re menor K. 466? ¿Un Requiem? ¿Una Misa? ¿Una Pasión? ¿El Anillo del nibelungo? ¿Otro? ¿Todos? ¿Ninguno?

¿Cuál?

*

Sé, de memoria, el más célebre de los versos de san Juan de la Cruz: «un no sé qué que quedan balbuciendo». La (falsa) deducción de este solo endecasílabo, tomado como axioma, es simple y poco original: el otro extremo, el de la plenitud del ser, es, para decirlo pronto, incomprensible. En ocasiones, alguno cree atisbar un jirón de la sombra de esa plenitud. Y ese jirón, esa creencia, le es suficiente para balbucir.

*

Es cierto: 4’33’’ es un extremo. Un extremo bastante obvio: el extremo del silencio. Y, hasta ahora, la visión del extremo más acabada. Si, del otro lado, es imposible elegir una obra que exprese el extremo del sonido se debe a que, pese a todas sus indiscutibles cualidades, pese a las alabanzas unánimes (retóricas o sinceras), siempre, luego de la escucha, queda un hueco, una insatisfacción —a veces minúscula, casi imperceptible (Bach, Mozart, Beethoven), a veces escandalosa y lamentablemente notoria (el Bolero de Ravel).

*

Aunque en 4’33’’ irrumpan los murmullos, la marcha del segundero, las respiraciones ajenas y la propia, algún bostezo, a pesar de todo eso que interrumpe la posibilidad del silencio, en cierta forma, como obra, 4’33’’ resulta más acogedora que la Sinfonía Coral. Más familiar, más conocida.

*

La imprevista calidez de la nada: «Yo he sido Homero; en breve seré Nadie, como Ulises; en breve seré todos: estaré muerto»

*

Paradoja: el silencio es la única plenitud que admite ser dicha.

*

(¿cómo decir el silencio?)

lunes, 1 de septiembre de 2008

Quinientos años ha

Y como sea cierto que toda palabra del hombre sciente esté preñada, desta se puede dezir que de muy hinchada y llena quiere rebentar, echando de sí tan crecidos ramos y hojas, que del menor pimpollo se sacaría harto fruto entre personas discretas.

Fernando de Rojas, en el Prólogo a La Celestina

lunes, 11 de agosto de 2008

...

Sólo que la palabra, aquella que importa por alguna razón, nunca se pronuncia en seco. Se pronuncia riendo o llorando o gritando de rabia o de impotencia; se pronuncia con las cuerdas y también con los párpados y con los iris y las pupilas, con las manos, con el torso, con el cuerpo entero; o se retiene para que, antes de murmurarla, antes de condenarla al irremisible exilio, se le selle con una intención que, casi siempre, quisiéramos que el otro comprendiera.

O quizá no.

Quizá el órgano que de verdad pronuncia esa palabra sea la memoria, porque todo eso, las miradas y las risas y los manoteos, los matices, todo es recordado e, imperceptiblemente, todo va asentándose en el lecho de la palabra. Entonces, al menos dos posibilidades: o la palabra es mansa y al asomarnos a ella en ella nos reconocemos, o la palabra es violenta e impetuosa y un día, sin motivo aparente, la palabra se desborda, agitando y escupiendo los sedimentos largamente acumulados, abandonándolos aquí y allá, irreconocibles.

Entonces, la disyuntiva: o juntamos y devolvemos los despojos o damos la vuelta y continuamos, no sin antes desdeñar el desastre con un último vistazo.

jueves, 31 de julio de 2008

Enrigue y sus "Vidas perpendiculares"

Comenzaré con una declaración ridícula: es alta la estima que siento hacia la obra de Álvaro Enrigue. Ridícula al menos por un par de motivos: porque es una confesión y porque la confesión entraña un sentimiento. Y no uso este último verbo casualmente: en cierto modo, confesar una filiación literaria es casi como rajarse el vientre para exhibir las tripas en toda su humanidad. De ahí que el ejecutante deba apurar de un solo trago la rara mezcla de timidez y vergüenza que acompaña este gesto —sin saber que, inesperadamente, en las heces reposa un insólito sabor a orgullo.

Sin embargo, hasta hace poco (al leer Vidas perpendiculares), me pregunté a conciencia de dónde provenía dicha estima. Recordé entonces unas pocas palabras de Enrigue, leídas casi al paso cuando éste formó parte del jurado de Caza de letras. Pocas y mal citadas, esas palabras fueron: el escritor escribe y, por ende, su materia debe ser el lenguaje y no, como quiere una costumbre impuesta durante los últimos años, la fascinación inmediata de la imagen.

Este juicio parece un tanto soso porque el destinatario del imperativo es el escritor: es él quien está obligado a la palabra precisa, al ritmo adecuado, a la sintaxis correcta; es él quien, por razones de oficio, debe someter y someterse al lenguaje, menospreciando los clichés, los lugares comunes, las frases hechas que comprenden miles de coetáneos suyos (o, a la manera de Karl Kraus, de Quevedo, de León Bloy, prender todo eso para mejor desecharlo).

Del otro lado de este juego, todavía en el tablero de la literatura, está el lector, quien quizá debería guardar una actitud parecida y leer atenta, pausadamente, para mejor contemplar y recrear, como si de una imagen poética se tratara, los artificios de este escritor, apreciando así, por ejemplo, una línea como la siguiente:

«sus esforzados fuegos apenas entibian mis aguas»

O:

«la voracidad a la que hice la cabalgata vespertina a la ciudad me dejó las ancas bien abiertas y todo el órgano de la vida en sueños»

O este último, de la primera página de la narración

«y viajaba todos los veranos a la casa de su familia, pudiente y pomadosa, en el lago de Chapala»

La concordancia en los elementos de una metáfora; en vez de un nombre cualquiera (vagina), una sinécdoque que induce a la reverencia, el uso de un adjetivo de origen coloquial que abre la mente del lector para dar libre paso a la ventisca de significados (pomadosa, presumida, creída, fufurufa): tres ejemplos aparentemente simples, casi elementales. Lo menos que podría pedirse de un escritor. No obstante, ¿hay quien pida esto de un escritor contemporáneo?

Catastrofista y sesgada, mi respuesta sería negativa. Nuestros tiempos mediocres nos lo prohíben. Si no lo pedimos es porque no lo necesitamos y si no lo necesitamos es porque preferimos la comodidad de las cincuenta o sesenta palabras que repetimos, casi sin variaciones, todos los días. Preferimos, quizá sin quererlo, la continua reducción de nuestro mundo.

miércoles, 30 de julio de 2008

Fetichismo

Hoy, mientras imprimía en la sala de becarios del instituto (bastante parecida, por otra parte, a esa caricatura de un puñado de chimpancés sentados frente a sus respectivas máquinas de escribir, en el improbable intento de completar la obra de Shakespeare), noté sobre la mesa una fotocopia que tal vez alguien había dejado de utilizar como hoja de reciclaje.

Al menos tres razones me obligaron a tomar la hoja: la oportunidad de interrumpir con una distracción mi monótona tarea, la presencia de guiones largos en el texto fotocopiado y la posibilidad de que, por un error mío, necesitara más papel para mis impresiones; en este caso, el lado limpio de la fotocopia cubriría al menos una de las cuartillas faltantes —recuperando así su destino brutalmente interrumpido.

Razones inútiles, porque al final tomaría la hoja para leerla. Dicho burlescamente: de cualquier forma mi insaciable curiosidad me habría empujado a la lectura.

Ya los guiones largos —además de otros indicios visibles desde la primera ojeada: párrafos cortísimos, puntos suspensivos, signos de interrogación— me habían preparado para encontrar un breve fragmento de una narración ficticia. El pronóstico fue certero. Leí entrecordamente dos páginas de una novela, dos páginas en las cuales un hombre y una mujer, acaso en Europa, planean un encuentro secreto. La mujer es casada, el hombre no. La mujer sale de viaje con su marido, el hombre no desea perderla ni siquiera por una semana. El hombre propone la cita, la mujer acepta bajo una condición:

«—Nos podemos ver si... ojalá quieras —se acercó hacía mí—, nos podemor ver si... si... —se alejó— no, temo que te niegues.
»—No, pídeme con confianza —la animé, pensando en que ella estaba a punto de permitirse alguna fantasía inconfesable.
»—Nos podemos ver si... me traes la novela que estás escribiendo; nada me pondrá más ardiente que la posibilidad de tener una cita con un autor que me trae un manuscrito; es una vieja fantasía erótica.
»—... ¿Te parece?
»—Sí... —dudó en continuar—, siempre imaginé a un autor y a mí desnudos en un cuarto alfombrado por las hojas de un manuscrito suyo, y yo arrastrándome por el piso, leyendo cada una de esas páginas y entregándome a sus más osados deseos.
»—... Claro... mira lo que son las cosas.»

No sé bien qué me asombra más: lo insólito del fetiche o lo risible del fetiche. O que esta página la haya encontrado en un lugar consagrado a la investigación social en México.

martes, 29 de julio de 2008

Qué remedio

332. No creas que posees en ti el concepto de color porque miras un objeto coloreado —sea cual fuere la forma en que mires.

(Como tampoco posees el concepto de número negativo por el hecho de tener deudas.)

Wittgenstein, Zettel


martes, 24 de junio de 2008

...

(a veces) Las palabras son como las personas de una ciudad: unas pocas están con nosotros sirviéndonos amorosa, desinteresadamente, algunas desde nuestros primeros balbuceos, las conocemos bien (pero a veces nos asombran), en su pasado y en su presente, en sus límites y sus vicios, en aquello que nadie más puede lograr, en su inmarcesible significado frente al resto del mundo; otras nos visitan eventualmente y, aun si ha pasado mucho tiempo, podemos reconocerlas y hasta decir dónde o cuándo trabamos relaciones, en el peor de los casos, basta un mínimo recordatorio de sus generales para saber de golpe con quién estamos hablando; otras más se parecen a esas que, en nuestra diaria, insoportable rutina, nos acompañan durante los viajes en el transporte público: están allí, a nuestro lado todas las mañanas, sin merecer nuestra atención, hasta que un día, ociosos y distraídos, las miramos en otro lugar, en una de las esquinas de la colonia o comprando en la misma tienda que nosotros, entonces descubrimos su vecindad y su imperceptible compañía; de las últimas nos confunde y sofoca la sola idea de conocerlas, a todas, siquiera en sus detalles más simples: las vemos una sola vez y, para la salud de nuestra maltrecha memoria, las olvidamos de inmediato.

lunes, 16 de junio de 2008

P. S.

Pienso en otro catálogo, quizá más celebre que aquél del que ahora me ocupo: el catálogo de El Aleph. Se dice con frecuencia que el mérito de Borges, la prueba de su genio, está no en la simple enumeración sino en el equilibrio de la diversidad de esa enumeración; la tarea irrealizable (decir lo infinito a través de un medio finito y limitado, el lenguaje) se disfraza con el ejercicio verosímil: nombrar sensaciones, lugares, imágenes de mutua comprensión y otras de intransmisible significado, nimiedades, multitudes cuya reunión sólo es factible como pensamiento («las muchedumbres de América», «todas las hormigas que hay en la tierra»); en fin, para no incurrir en una clasificación inútil, baste señalar el procedimiento: nombrar algunos representantes de las posibles secciones de la totalidad para hacer creer que de verdad el universo puede ser contenido por el lenguaje. Y el artificio funciona: el lector cree, junto con Borges, que el mundo se desdobla y se tiende para ser recorrido a placer. El mundo, dócilmente, está a la vista.
No así en Movimiento. La posible evidencia de las imágenes invocadas en el poema se origina en otro lugar: pertenecen a un mundo ahora desconocido que, sin embargo, nunca dejó de ser. Imágenes presentes pero dispuestas para la ausencia. Secretos, recónditos, elementos todos a los que intenta volcarse, para reconocerlos, una parte del ser que creíase extirpada. Reminiscencias de otra edad, de otra vida. El mundo, fortuitamente, se revela.
¿Será sólo consecuencia de los años en Oriente?

martes, 10 de junio de 2008

Recuerdo del presocrático

Movimiento

Si tú eres la yegua de ámbar
Yo soy el camino de sangre
Si tú eres la primer nevada
Yo soy el que enciende el brasero del alba
Si tú eres la torre de la noche
Yo soy el clavo ardiendo en tu frente
Si tú eres la marea matutina
Yo soy el grito del primer pájaro
Si tú eres la cesta de naranjas
Yo soy el cuchillo de sol
Si tú eres el altar de piedra
Yo soy la mano sacrílega
Si tú eres la tierra acostada
Yo soy la caña verde
Si tú eres el salto del viento
Yo soy el fuego enterrado
Si tú eres la boca del agua
Yo soy la boca del musgo
Si tú eres el bosque de las nubes
Yo soy el hacha que las parte
Si tú eres la ciudad profanada
Yo soy la lluvia de consagración
Si tú eres la montaña amarilla
Yo soy los brazos rojos del liquen
Si tú eres el sol que se levanta
Yo soy el camino de sangre

*

¿Qué sucede con este poema? Sucede, primero, el final: que el poema cierre con la repetición del segundo verso provoca, al menos en mí, el impulso de volverlo a leer, pero ahora inversamente. El efecto se debe, sin duda, a la relación necesaria que creo advertir (con certeza endeble aunque irrebatible) en cada par de imágenes: ¿qué corresponde a la «ciudad profanada» si no la «lluvia de consagración»? No obstante, esta enumeración de maridajes se interrumpe, se quiebra con el último verso: el «camino de sangre» se corresponde con «el sol que se levanta». ¿Qué sucede? Hasta ese momento, el poema imitaba un procedimiento que nosotros, por nuestra vida, conocemos bien: la repetición que origina la apariencia del orden. Por la anáfora y por la secuencia de parejas (y por costumbre), el lector confía en un orden minúsculo (miniatura de algo que él conoce) que rige el poema: a la «ciudad profanada» sólo puede seguir la «lluvia de consagración». Irónicamente, es una repetición la que agota, subvierte y anula el procedimiento: por ese segundo «camino de sangre», se descubre cuán falso era el orden del poema. Al «camino de sangre» le corresponde lo mismo la «yegua de ámbar» que el «sol que se levanta». La lógica se revuelve y, para restituirla, el único recuso posible (al que nos orilla el ritmo del poema) es la repetición de la lectura, pero ahora inversamente. «Yo soy el camino de sangre / Si tú eres el sol que se levanta». La expulsión inminente se disipa; el retorno se cancela; retrocedemos y, asombrados, descubrimos que eso que hace apenas un instante creíamos recorrido y rematado es otra vez virgen, silvano. Como en el otro lado del espejo, el mundo es y no es el mismo que en el otro lado del espejo: el sendero que nos condujo hasta ese borde, nuestras huellas, nuestra vista sobre el mundo, el mundo mismo. Hasta la otra margen: «Yo soy el camino de sangre / Si tú eres la yegua de ámbar». Hasta el otro impulso: comenzar de nuevo la lectura del poema y reconocer así la antigua premisa sobre la inexistencia real del movimiento.





(Movimiento, de Octavio Paz, es parte del poemario Salamandra, publicado por Joaquín Mortiz en 1962; aquí una tipografía más cercana al original —la diferencia más visible, amén de las sangrías que fui incapaz de reproducir, es la mayúscula en el "Yo")


lunes, 19 de mayo de 2008

No es lo mismo

I

Tetis, porque sabe cuál será el destino de su hijo, intenta ocultarlo de la Guerra y de quienes lo reclaman: el kosmon, el mundo, los otros. Afuera, un árbol de augurios: un tronco —la muerte— y tres ramas de las que penden sendos frutos —la juventud, la gloria y la victoria sobre los troyanos. Adentro, la tranquilidad, la vejez y la renuncia a ser agente del orden. Pero, sobre todo, la vida.

Tetis, porque sabe cuál será el destino de su hijo, lo viste de mujer y lo envía con Licomedes, el rey de Esciros.

*

Sir Thomas Browne, en esas líneas mejor recordadas por servir de guía a las inquietudes lógicas y de razonamiento de Poe, vio en el «nombre que adoptó Aquiles cuando se escondió entre las mujeres» un enigma casi insoluble. Sin embargo, más inquietante es otra circunstancia de esa misma situación: la actitud asumida por Aquiles al encontrarse entre las mujeres pero delante de los hombres. Si bien la madre, al disfrazarlo, quiso el ocultamiento, Aquiles, ante los reclutadores (Odiseo, Áyax y Néstor), casi consuma el engaño. La diferencia es sutil y quizá hasta imperceptible —o inexistente. Pero la intención puede distinguir ambas acciones: la intención de quien oculta es guardar lo ocultado para sí, quien engaña no posee un motivo tan nítido ni tan cómodo para la generalización. Puede engañarse para obtener algo o para deshacerse de alguien, porque era ya la única respuesta posible o porque alguno prefiere no descubrirse frente a otro.

O puede invocarse una intención tautológica: puede engañarse simplemente para engañar a tres hombres.

*

Al menos como especulación malsana, vale la pena decirlo: al travesti lo anima, en esencia, una sola intención, el engaño. Si el disfraz también le impide participar de una guerra —siquiera momentáneamente— o si sólo, descubierto el engaño, le satisface la expresión de asombro del engañado es, de nuevo, un dilema que no admite una respuesta unívoca.


II

Conocemos la búsqueda del presidente Schreber: ser emasculado, ser trocado genitalmente en mujer, ser copulado por Dios y, finalmente, engendrar una nueva raza.

Si hago esta reducción cruda, vulgar, es sólo para mejor exhibir cuál es, a mi juicio, el germen del delirio del Senatspräsident: una curiosidad insaciable, total, hacia el orgasmo femenino.

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Conocemos también la historia: Zeus y Hera, incapaces de resolver por sí mismos la pregunta de quién —si el hombre o la mujer— disfruta más en el coito, recurren al único ser que había paladeado, en tiempos distintos, ambos placeres: Tiresias. «Éste dijo que, si el placer tuviera diez partes, los hombres gozarían sólo de una y las mujeres de nueve» (Apolodoro, Biblioteca, III, 6, 7).

Para desgracia suya, el presidente Schreber no tuvo un Tiresias a quien interrogar hasta el agotamiento. A diferencia de Zeus y Hera, quiso obtener la respuesta por sí mismo.

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En uno de los primeros aforismos de Ostraka (Cuaderno de escritura, La esfinge perpleja), Salvador Elizondo anota: «Siempre que los hombres han deseado ser mujeres, han deseado —esencialmente— ser putas».

De nuevo, aunque de forma más velada, la curiosidad obsesiva hacia las sensaciones de la mujer en una relación sexual. Porque ninguna más obligada, más sometida a esas sensaciones que la prostituta.

*

La segunda especulación malsana: el motivo del transexual es el conocimiento o, para precisar, los límites reales del conocimiento. El límite más palpable: el cuerpo. Saber qué siente un cuerpo distinto al mío. Otro límite, a medio camino entre lo real y la abstracción pura, es un enfrentamiento también advertido por Elizondo: «Sólo lo que es irracional —lo que es inanalizable por los sentidos, pero que tiene cualidades sensibles—, puede ser obsesivo». No es ocioso sustituir términos: aunque el hombre es capaz de sentir, le están vedadas las sensaciones femeninas. Pero se resiste a aceptarlo. Está el obstáculo natural y necesario (el cuerpo) y también un muro casi siempre difícil de atacar, el conocimiento. Finalmente, el límite estrictamente puro: la categoría de lo impensable, tal como George Steiner la resume en la primera de sus Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento. Esa supuesta certeza del transexual (ser una mujer arrojada por error en un cuerpo de hombre, o viceversa) es un buen ejemplo de algo impensable. Así como nadie se responde (al menos no seriamente) si la realidad es o no real, así tampoco hay quien cuestione su “ser hombre” con esperanza de arribar a una respuesta convincente. Porque la definición del “ser hombre” no termina en los genitales ni en la lata de cerveza estrellada en la frente. ¿Qué es ser hombre? ¿Cómo puede alguien saber qué es “ser mujer” con el aplomo necesario para declarar “yo soy mujer”? En la declaración, modernamente sana, “yo soy hombre”, hay convencimiento y convención, pero no argumentos. Si el transexual afirma “yo soy mujer”, quizá a su declaración la sostenga, más como vergonzoso andamio que como orgullosa columna, un minúsculo encadenamiento de preguntas: “soy mujer porque quiero saber qué es ser mujer porque quiero saber qué es ser hombre”. Para poder pensar lo impensable, antes hay que pensar de otra manera. Y eso, es también impensable.

III

De vez en cuando, hay que comentar algún aspecto de la actualidad.

miércoles, 30 de abril de 2008

¿Tienes el valor?

Dignidad:

«En la manera de asaltar un tranvía muy esperado se ve a la bestia humana en su repugnante plenitud»



Amado Nervo





miércoles, 9 de abril de 2008

Una noche para olvidar

Antes, rebajar o defender las novelas de Dashiell Hammett pudo considerarse, cada uno, un gesto combativo. Despreciarlas junto con Borges, reivindicarlas con Gide, Malraux y Luis Cernuda. Invocar el modelo razonado de los fundadores o advertir que se trataba ya de un nuevo estilo. Condenar la violencia excesiva; asegurar que el escritor nada enfatiza, apenas describe.

Ahora, la discusión y sus argumentos suscitan el suspiro o el bostezo. El género mismo es objeto para el curador: valioso solamente para quienes respiraron primero los nuevos y malsanos aires —Hammett, Chandler, quizá hasta James M. Cain. Después los resortes se hicieron visibles hasta el insulto, después los clichés, el vaciado del molde. Para fortuna de esos escritores, la humanidad sustituyó el perecedero pergamino por materias más afines a la eternidad, en su caso, por impresiones en serie y guiones de Hollywood. Al menos por inercia histórica, ninguno de ellos dejará de ser mencionado una centena de ocasiones todos los años, en todo el mundo.

No obstante, cuán placentero es leer a Dashiell Hammett. Si mañana es olvidado, no me importa: bien puedo imaginar al mundo sin sus novelas. Pero no dejaré de celebrar el hecho de haberlo conocido antes de tan masiva e increíble manipulación mental. Se trata, un poco, de la misma satisfacción que provoca la narración de Maugham: simple deleite por asistir a una historia. Si hay algún tipo de asombro intelectual no se debe a lo intrincado del argumento o a la envidiable erudición de quien escribe; menos todavía al arrojo formal o de lenguaje; será consecuencia, en todo caso, de alguna acción del protagonista, alguna de sus respuestas, la revelación de sus motivos. En fin, algo muy cercano al placer del voyeur: ver sin ser visto, participar pasivamente de un acto.

Sólo eso soy capaz de decir: si Hammett, como escritor, algún valor literario posee, lo debe a su capacidad narrativa, a su habilidad para contar satisfactoriamente una historia. No más, pero tampoco menos.

Pero incluso si sus novelas son prescindibles y sus narraciones meras reproducciones de un modelo exitoso; incluso con la crítica y los lectores en contra, Hammett se justificaría con unas pocas páginas: el séptimo capítulo de El halcón maltés que incluye la historia de Flitcraft.

Como Kafka en El proceso, también Hammett intercaló en su novela una historia que linda con la parábola. Más evidente, en su sentido y posible enseñanza, que Ante la ley, pero no menos hábil: «Lo que le ocurrió a Flitcraft fue lo siguiente. Cuando salió a comer pasó por una casa aún en obras. Todavía estaban poniendo los andamios. Uno de los andamios cayó a la calle desde una altura de ocho o diez pisos y se estrelló en la acera. Le cayó bastante cerca; no llegó a tocarle, pero sí arrancó de la acera un pedazo de cemento que fue a darle en la mejilla. Aunque sólo le produjo una raspadura, todavía se le notaba la cicatriz cuando le vi. Al hablarme de ella se la acarició, se la acarició con cariño. Naturalmente, el susto que se llevó fue grande, me dijo; pero la verdad es que sintió más sorpresa que miedo. Me contó que fue como si alguien hubiera levantado la tapa de la vida para mostrarle su mecanismo».

El episodio es más extenso, pero este fragmento me basta, creo, para hacer ver la fuerza literaria de Hammett. Repito: si mañana la obra de este escritor es olvidada, al menos yo recordaré esas pocas líneas.

Bien, pues este episodio que yo considero notable ha sido insulsamente utilizado por uno que, según sé, se considera admirador y lector voraz y quizá hasta discípulo secreto de Dashiell Hammett: el neoyorquino, la estrella, el premiado Paul Auster. El lugar de la injuria: La noche del oráculo.

Dos razones tuve para leer esa novela: una añeja curiosidad por la labor de Auster (ahora saciada) y, por qué no decirlo, el breve texto que se lee en la cuarta de forros de la traducción española, la cual, conforme a la tradición, resume en unos cuantos párrafos lo que al autor le toma poco más de doscientas páginas: que un escritor convaleciente decide, después de la parálisis en la que estuvo sumido mientras agonizaba, retomar su actividad creativa y, por consejo de un amigo (también escritor), usa como pretexto la historia de Flitcraft para iniciar una propia, y lo logra.

Pero con ese aparente éxito se descubre la primera falla: contrario a uno de los elogios vertidos en la contraportada («Espléndida novela dentro de una novela dentro de una novela, La noche del oráculo está situada en el centro mismo de la “matrix” austeriana de ficción y realidad: el cuaderno del escritor»), el lector no asiste al acto del que emerge la escritura, únicamente es testigo del producto final. La supuesta narración del narrar (que, aunque redundante o paradójica, es posible: El libro vacío, El grafógrafo) se sustituye por una tarea menos complicada: la presentación de otra lectura que, con los antecedentes correctos —la descripción de un cuaderno y de un hombre escribiendo en las páginas de ese cuaderno— hace pensar, casi sin objeciones, en que de verdad se trata de un hombre en plena actividad creadora. “Estrategias metatextuales” —según la expresión del crítico— nada distintas a las de un par de genios contemporáneos: Malcolm in the Middle y House MD, a quienes les basta contar en números primos o hablar de epinefrina y leucemia para reafirmar su excéntrica reputación. Al lector se le cree un octogenario indolente que necesita, para alimentarse, que sea otro quien mastique. Eso sin mencionar que, a estas alturas, insertar una historia dentro de otra es ya un cartucho que difícilmente sorprende: ejemplos imprescindibles, el Quijote, Las mil y una noches y los Canterbury Tales, pero también Los tres impostores de Arthur Machen, George Orwell y el tratado de geopolítica incluido en 1984, Huxley en Contrapunto, Pavić, Petrović. En fin, la sola adjetivación “metaextual” no basta para renovar un recurso o una estrategia o como quiera llamársele al medio empleado, al menos desde el siglo XIV, para, entre otras intenciones, desorientar o sacudir al lector.

La historia mayor, la del escritor convaleciente, es también una historia mediocre, salpicada de incidentes burdamente emotivos que, de nuevo, están ahí para ganar el favor del lector. La esposa, por ejemplo, a la manera de Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, un día escapa sin enterarle al esposo sus motivos ni el lugar donde se encuentra; no obstante, a diferencia del tratamiento que Murakami le dispensa a este extravío, en La noche del oráculo éste es un incidente circunstancial, que le dio al escritor una veintena de páginas hábilmente narradas pero completamente superfluas. Tan superfluas como el gesto de generosidad que antecede a la muerte del amigo escritor: firmar un cheque con la cantidad suficiente para saldar las deudas del protagonista.

Pero mejor me detengo. Si sigo enumerando escenas inútiles corro el riesgo de quedar con nada.

Entonces, ¿qué es La noche del oráculo? Es, según mi iracunda lectura, una novela de oficio o, para decirlo en buen mexicano, de callo: después de escribir una docena de novelas y otro tanto de libros de otros géneros, algún estadio de la escritura es casi natural para el escritor. No la escritura creativa, la visceral, la de la lucha perpetua y de antemano perdida. Lo automático será, en todo caso, la escritura burocrática, la que uno emplea para llenar formas y cumplir requisitos. El tipo de escritura que, aventuro, empleó Auster para rescatar una novela malograda haciéndola pasar como un sesudo quebrantamiento de la realidad por gracia de la ficción —el zurcido invisible de sastres y costureras. Pero bueno, esto no se trata de retazos y de enmendaduras. Tampoco se trata, como quieren ese mismo crítico y otros, de Borges o de Hammett: ni las alturas metafísicas a las que conduce Borges ni las vilezas propias de Hammett. Apenas el anodino punto medio.