miércoles, 29 de noviembre de 2006

Tercera (y débil) aproximación a Masa y poder



Aunque Canetti dijo, en 1976, que el don de la metamorfosis «está condenado a atrofiarse», lo cierto que Masa y poder es uno de los mejores ejercicios para impedir dicha pérdida. Si bien el uso del tropo no es frecuente en Canetti, es evidente que durante la lectura de Masa y poder continuamente se cuelan ciertos apuntes que, dado el aplomo de la obra entera, se tiene la certeza que nunca son superfluos. Quizá los ejemplos más convincentes sean Freud y Hitler, quienes sin ser mencionados son los destinatarios de abundantes reflexiones mordaces, inteligentes. Y esto se repetirá no sólo con personas, sino también con objetos, paisajes o episodios míticos e históricos. O eso es lo que el lector pretende indagar. «Esta metamorfosis que se realiza luchando con figuras que habitan al mismo tiempo la mente y el mundo» es entonces otro de los bienes heredados por Canetti. Cierto que él tuvo que metamorfosearse, para escribir Masa y poder, en un bosquimán, en un director de orquesta, en una masa huyendo del teatro; sin embargo, transcribir todo el conocimiento obtenido de una metamorfosis habría sido exhaustivo; por ello, al lector se le presenta una doble tarea: ser bosquimán, director de orquesta o masa huyendo del teatro y, simultáneamente intentar, como un modesto Pierre Menard, ser aquel que escribió Masa y poder para saber por qué eligió esas palabras y no otras.

Hay un fragmento particularmente útil para este propósito. En el tercer apartado de El superviviente, Elias Canetti dice que «La satisfacción de sobrevivir, que es una especie de voluptuosidad, puede convertirse en una peligrosa e insaciable pasión». Aún sin poseer a plenitud el don de la metamorfosis, es posible imaginar que Canetti escribió estas líneas pensando en las Memorias de un enfermo de nervios, de Daniel Paul Schreber, o en las notas de A la memoria de un ángel, de Alban Berg. Dado que el propio Canetti ya ha expuesto lo concerniente al Presidente Schreber, sería conveniente decir algo sobre Berg y su Concierto para violín.

La relación entre Berg y Canetti no es fortuita. Ya Theodor W. Adorno, sabiendo que «la salud está de parte de lo que demuestra mayor fuerza en la existencia, de parte de los vencedores», atribuyó a su maestro Berg la «identificación con los perdedores, con aquellos que tienen que soportar la carga de la sociedad»; «esa laya de expulsados, malcomidos, apátridas y otros que ni siquiera dirección tenían» que con cierta fascinación miraba Simon Tanner, se personificaron en Lulú y Wozzeck para Berg y aquellos que viven de los mitos para Canetti. Asimismo, Adorno habla de la «complicidad con la muerte» que caracteriza la obra de Berg. Esa complicidad sería, para Canetti, aberrante: en uno de sus últimos apuntes sueltos asegura que no hay «otra cosa contra la cual debiéramos luchar» que no sea la muerte. La posible divergencia entre ambos se supera cuando Adorno explica que esa «complicidad» debe ser entendida como la «amable urbanidad con el propio extinguirse». Entonces el músico y el escritor coinciden. Basta leer otro apunte suelto, esta vez de 1943, para saber que «Sería aún más difícil morir si supiéramos que vamos a seguir viviendo, pero obligados al silencio».

Inclusive el Concierto para violín tiene en su origen otro detalle en común con Canetti, pues al igual que Berg, los vínculos afectivos que aquél mantuvo con la familia Mahler eran profundos. Basta recordar que A la memoria de un ángel se refiere a la muerte de la hija de Alma Mahler, Manon Gropius, de apenas dieciocho años. Quizá por esta condición el concierto contiene esa «sutil alusión espiritual en el diálogo» que tanto complacía a Adrián Leverkühn.

Al escuchar la pieza por primera vez, aun sabiendo que el compositor fue alumno de Arnold Schoenberg, se advierte una armonía distinta, cuyos sonidos obedecen a una articulación que se antoja más profunda, más secreta que en otras composiciones, particularmente anteriores al siglo XX. El violín, que debiera ser el instrumento que el resto de la orquesta está obligada a enaltecer, en este caso suena sofocado, ansioso por salir de una masa que, como a Canetti, lo subyuga. La lucha perenne entre el solista y la orquesta se expresa en cierto fragmento del primer movimiento, en el cual el violín se eleva con agudas notas y, con una diferencia mínima de tiempo, el resto de los instrumentos le responde con un vigor increíble, obligando a la incorporación que precede al clamor indiferenciado. Con Berg, ingresa a la música una norma que rige en todos los otros territorios que el ser humano ha reclamado para sí: «quien niega obediencia, presenta combate».

jueves, 23 de noviembre de 2006

Respiro



Kafka, Aforismo 90 (tachado): «Dos posibilidades: hacerse infinitamente pequeño o serlo. Lo primero es consumación, es decir, inacción; lo segundo es comienzo, es decir, acción»

Canetti, El otro proceso: «Como [Kafka] aborrece la violencia y a la vez carece de la fuerza necesaria para combatirla, lo que hace es aumentar la distancia que lo separa del más fuerte, disminuyendo de tamaño con respecto a él. Gracias a esta reducción obtenía dos ventajas: escapaba a la amenaza haciéndose demasiado insignificante para ésta, y se liberaba de todos los medios condenables que llevan a la violencia»

lunes, 20 de noviembre de 2006

Segunda aproximación a Masa y poder


«En el combate entre tú y el mundo, secunda al mundo», escribió Franz Kafka —para después tacharlo— en uno de los Aforismos de Zürau, exactamente en el número 52, anticipando, en su primera parte, lo que desarrollará Elias Canetti y divergiendo, en la sentencia final, de la esencia misma de Masa y poder.

Canetti, al igual que Kafka, sabía que existe una lucha forzosa entre la persona y los otros, esta vez presentados, como las aguas mitológicas, en forma de plural irreductible: «Los otros eran y siguen siendo los asesinos», dice al finalizar la exposición sobre la «muta de caza», dando muestra de un ánimo —el miedo que engendra la muerte— que pesará en casi toda la narración, quizá porque es inevitable separarlo de la masa, de la muta y del poder. La primera frase de Masa y poder lo evocará con turbadora claridad: «Nada teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido»; más adelante, en su acertada identificación de la masa con el fuego, no será menos expresivo: «Sobre el antiguo temor se ha impuesto su nuevo poder, y ambos han contraído una sorprendente alianza».

El miedo de Canetti, fidelísimo representante de «una cierta civilización europea en fuga, en la primera mitad del siglo XX», se explicará a través de una pregunta: «¿Cómo se las arregla uno para salvarse en la guerra cuando todos los que son de su mismo grupo han sucumbido y cómo se siente uno entonces?». Canetti ha descubierto que su exilio en Inglaterra es una de las tantas circunstancias que lo hermana con los taulipang de América del Sur o, dicho con más precisión, que la guerra, de uno u otro lado del Atlántico, hoy o hace cien años, provoca una desolación incólume en cualquier ser humano. Si bien su inquietud por la masa comenzó como una obsesión íntima, la Europa del siglo XX le confirmará que no se trata de un fenómeno que sólo a él le incumba: «Después de las experiencias de este siglo, daríamos cualquier cosa por comprenderla y acabar con ella», escribe a propósito de la «doble masa» expresada en la guerra.

Ya en este fragmento se advierte que la intención primera, netamente personal, de saber qué era la masa y por qué lo había subyugado, ha sido rebasada. Canetti, desde 1936, sabía que la «humanidad se halla, pues, desamparada sólo cuando no posee experiencia ni recuerdo alguno», y Masa y poder será, más que el recuerdo, la experiencia cruenta de alguien que transmite primero el miedo y después la viveza de las sensaciones para que éstas no se olviden.

Y no puede ser de otro modo. El combate del que habla Kafka, en el aforismo pero también en El proceso, es siempre injusto. Si Josef K. se ha convencido de «estar siempre preparado, no dejarse sorprender nunca, no mirar desprevenido a la derecha mientras, a la izquierda, tenía un juez a su lado», Canetti afirmará, casi con tono de resignación, que «Todo nuevo golpe llega de improviso y desde las tinieblas». Así, el mundo en Kafka o la masa en Canetti, ocuparán un lugar privilegiado, el único desde donde la capacidad de agarrar no puede ser interrumpida.

Asimismo, se percibe en ambos escritores una inquebrantable fatalidad, acaso ligada con su herencia judaica. Kafka escribirá que «el castigo es tan justo como inevitable» y Canetti, en una lúcida conversión de este postulado, que «Lo que no huye es alcanzado. Lo que es alcanzado es desgarrado». En ambos, el mundo se torna, además de implacable, ineludible. Sin embargo, será Canetti, con su «procedimiento por el que el lector descubre que ha sido llevado a una inexorable lectura de los hechos cuando creía estar simplemente escuchando su exposición», el más explícito, el más incisivo en una fatalidad que sin cesar recuerda la muerte.

Por esto sorprende mucho ese segundo momento del Aforismo 52. «Secunda al mundo», dice Kafka. ¿Por qué alinearse con un mundo, una masa, que somete, que persigue, que asesina? Eso es quizá lo que Canetti, luego de lo sucedido en la Europa nacionalista del siglo XX, juzgaba inadmisible.

No obstante, una reflexión profunda apunta a que tal vez ambos razonamientos no son tan irreconciliables. Si Canetti observa que la masa, «mientras exista un hombre no incluido en ella, muestra apetito», el movimiento de Kafka será el de anticiparse a ser devorado. Él prefiere, antes que la integración casi involuntaria, como le ocurrió al joven Canetti, una última apariencia de libertad frente al gato que, como en la Fabulilla, dirá «Sólo tienes que cambiar la dirección de tu marcha», antes de zampar al ratón.


Con todo, de Canetti —y también de Kafka— se puede decir lo que Jacob Burckhardt dijo de Constantino el Grande: «Probablemente, comprendió, desde un principio, que la disputa se mantenía, en su mayor parte, por la disputa misma».

miércoles, 15 de noviembre de 2006

Primera de tres aproximaciones a Masa y poder

Pocos días antes de cumplir veintidós años, «ocurrió algo que dejaría hondas huellas» en la vida de Elias Canetti. Recién mudado a «una habitación en las afueras de Viena», mientras hojeaba los periódicos en un café cercano, sintió profunda indignación ante el fallo absolutorio de un tribunal sobre ciertos individuos que habían participado en un tiroteo contra obreros vieneses. Esta pequeña escena, de alguien que lee con atención la noticia funesta, acaso se repitió en muchos otros hogares de la ciudad, pues poco tiempo después «los obreros se dirigieron en filas cerradas al Palacio de Justicia», resueltos a ser escuchados. Quizá perturbado ya por el «ruido rítmico» del que después hablará en Masa y poder, el joven Canetti tomó su bicicleta para llegar al centro y unirse a las filas de los manifestantes, quienes, protestando esa mañana sin un líder al frente, pronto incendiaron el Palacio de Justicia. El alcalde, además de enviar bomberos para sofocar el fuego, dispuso que los policías dispararan a la muchedumbre, resultando noventa muertos.

«Han transcurrido 46 años y aún siento en mis huesos la emoción de aquel día», dirá Canetti en su ensayo, de 1973, El primer libro: Auto de fe, reconociendo no sólo la permanencia de su excitación, sino la iniciación de algo que se introdujo en él y que por mucho tiempo lo perseguirá: su incorporación a la masa. Si bien Canetti sitúa el «verdadero germen» de Masa y poder mientras presenció otra manifestación, también de obreros, en Frankfurt cuando tenía diecisiete años o el surgimiento de la «idea de un libro sobre la masa» en 1925, bien puede decirse que estos dos momentos son apenas los primeros pasos de una danza que provocará el trance entre las filas de aquellos irritados vieneses.

Canetti no dudará en reconocer el hecho: «me convertí en parte integrante de la masa, diluyéndome completamente en ella, y no opuse la menor resistencia a cuanto emprendía», así como las inaplazables consecuencias: «El año que siguió a este suceso estuvo totalmente dominado por él. Hasta muy entrado el verano de 1928 mis pensamientos no giraron en torno a otra cosa. Estaba más decidido que nunca a explorar lo que era en realidad aquella masa que me había subyugado interior y exteriormente».

Casi toda su vida, Canetti la utilizará para formular una respuesta satisfactoria para sí mismo. Aunque escribir Masa y poder le tomará entre veinte y treinta años, será más de dos décadas después de su publicación, en 1981, cuando aceptará, en una carta dirigida a Roberto Calasso, que ya no es «prisionero de todas esas cosas tormentosas que durante los decenios del trabajo sobre Masa y poder» le pesaban.

Entre el incendio del Palacio de Justicia de Viena, en 1927, y la carta a Calasso median 54 años. Ese medio siglo será sofocante, opresivo para Canetti; en un apunte de 1959 vacilará sobre su labor: «¿Mereció la pena este esfuerzo? ¿No se me habrán escapado así muchas otras obras? ¿Cómo lo diré? Tenía que hacer lo que he hecho. Estuve bajo un imperativo que jamás comprenderé.»; en Masa y poder, convencido quizá que, si bien insondable, ese mandato lo cercaba, dirá —en la que es también una descripción inmejorable para la mayor de sus obras— que «A la orden pertenece el hecho de que no admite réplica. No debe ser discutida, explicada o puesta en duda. Es clara y concisa, pues debe ser entendida de inmediato. Un retraso en la recepción perjudica su fuerza.»; ya para 1965, el interlocutor cruel sabrá que nunca surgirá ese retraso: «Es inevitable que un trabajo al cual nos dedicamos día a día, durante años, nos resulte a veces arduo, estéril o tardío. Lo odiamos, nos sentimos cercados por él: sentimos que nos deja sin aliento».

lunes, 6 de noviembre de 2006

Método eficaz para conocer el significado del verbo desperezar


Despierto. Escucho que afuera llueve. Desde hace unos días me obligo a que abrir los ojos y recuperar la lucidez sean un mismo movimiento. Luego que alguien confesara lo arriesgado del despertar, no pude más que hacer mías sus palabras y preocuparme porque todo aparezca como lo dejé la noche anterior. La tarea es difícil. Durante los primeros momentos soy incapaz de decir si el espejo de mi cuarto en realidad estaba ayer frente a mí o si es sólo un recuerdo de hace dos noches. Confieso que el esfuerzo también es agotador. Con todo, creo que ahora no estoy tan aturdido como en otras ocasiones. Incluso pude pensar que pensé en la lluvia. Siempre temí al olvido, pero hace poco experimenté una de sus peores manifestaciones: despertar, reparar en algo que queda en la mente, quizá residuo del sueño, pensar un poco en ese algo y, al instante siguiente, ser incapaz de pensar en qué pensaba pero estar seguro que en algo pensaba. Maldigo el olvido porque lo juzgo desde este mundo, acaso en el otro sea considerado una necesaria protección. Para mí esto es insondable. Regreso a la lluvia entonces. No quise detenerme en discernir si era su ligero ruido la causa de mi despertar, o si lo hice –compruebo que no estoy curado–, lo despaché con rapidez. Mejor, considerándolo una prueba de lucidez, con los primeros golpeteos de las gotas sobre la ventana pronuncié unos versos de Vallejo; con la última sílaba sufrí un raro estremecimiento, un fugaz dolor que pronto cruzó todo mi cuerpo. De Vallejo, y aún pensando en la lluvia, pasé a Lugones; el cuarteto final, me dije, parece un conjuro, del mismo tipo que los utilizados en la Roma pagana para iniciar otro diluvio, aunque exclusivo esta vez de mi techo o tal vez de mi persona.

Giré un poco para mirar el reloj. Sus manecillas brillantes indicaron una incierta hora entre la media noche y el amanecer. Antes de volver a dormir, creo que la lluvia se convirtió en tormenta.

Y ya nada escuché.


Lo anterior, que casi medio año atrás pudo ser un cuento, es lo que elegí para inaugurar este cuaderno.