miércoles, 30 de abril de 2008

¿Tienes el valor?

Dignidad:

«En la manera de asaltar un tranvía muy esperado se ve a la bestia humana en su repugnante plenitud»



Amado Nervo





miércoles, 9 de abril de 2008

Una noche para olvidar

Antes, rebajar o defender las novelas de Dashiell Hammett pudo considerarse, cada uno, un gesto combativo. Despreciarlas junto con Borges, reivindicarlas con Gide, Malraux y Luis Cernuda. Invocar el modelo razonado de los fundadores o advertir que se trataba ya de un nuevo estilo. Condenar la violencia excesiva; asegurar que el escritor nada enfatiza, apenas describe.

Ahora, la discusión y sus argumentos suscitan el suspiro o el bostezo. El género mismo es objeto para el curador: valioso solamente para quienes respiraron primero los nuevos y malsanos aires —Hammett, Chandler, quizá hasta James M. Cain. Después los resortes se hicieron visibles hasta el insulto, después los clichés, el vaciado del molde. Para fortuna de esos escritores, la humanidad sustituyó el perecedero pergamino por materias más afines a la eternidad, en su caso, por impresiones en serie y guiones de Hollywood. Al menos por inercia histórica, ninguno de ellos dejará de ser mencionado una centena de ocasiones todos los años, en todo el mundo.

No obstante, cuán placentero es leer a Dashiell Hammett. Si mañana es olvidado, no me importa: bien puedo imaginar al mundo sin sus novelas. Pero no dejaré de celebrar el hecho de haberlo conocido antes de tan masiva e increíble manipulación mental. Se trata, un poco, de la misma satisfacción que provoca la narración de Maugham: simple deleite por asistir a una historia. Si hay algún tipo de asombro intelectual no se debe a lo intrincado del argumento o a la envidiable erudición de quien escribe; menos todavía al arrojo formal o de lenguaje; será consecuencia, en todo caso, de alguna acción del protagonista, alguna de sus respuestas, la revelación de sus motivos. En fin, algo muy cercano al placer del voyeur: ver sin ser visto, participar pasivamente de un acto.

Sólo eso soy capaz de decir: si Hammett, como escritor, algún valor literario posee, lo debe a su capacidad narrativa, a su habilidad para contar satisfactoriamente una historia. No más, pero tampoco menos.

Pero incluso si sus novelas son prescindibles y sus narraciones meras reproducciones de un modelo exitoso; incluso con la crítica y los lectores en contra, Hammett se justificaría con unas pocas páginas: el séptimo capítulo de El halcón maltés que incluye la historia de Flitcraft.

Como Kafka en El proceso, también Hammett intercaló en su novela una historia que linda con la parábola. Más evidente, en su sentido y posible enseñanza, que Ante la ley, pero no menos hábil: «Lo que le ocurrió a Flitcraft fue lo siguiente. Cuando salió a comer pasó por una casa aún en obras. Todavía estaban poniendo los andamios. Uno de los andamios cayó a la calle desde una altura de ocho o diez pisos y se estrelló en la acera. Le cayó bastante cerca; no llegó a tocarle, pero sí arrancó de la acera un pedazo de cemento que fue a darle en la mejilla. Aunque sólo le produjo una raspadura, todavía se le notaba la cicatriz cuando le vi. Al hablarme de ella se la acarició, se la acarició con cariño. Naturalmente, el susto que se llevó fue grande, me dijo; pero la verdad es que sintió más sorpresa que miedo. Me contó que fue como si alguien hubiera levantado la tapa de la vida para mostrarle su mecanismo».

El episodio es más extenso, pero este fragmento me basta, creo, para hacer ver la fuerza literaria de Hammett. Repito: si mañana la obra de este escritor es olvidada, al menos yo recordaré esas pocas líneas.

Bien, pues este episodio que yo considero notable ha sido insulsamente utilizado por uno que, según sé, se considera admirador y lector voraz y quizá hasta discípulo secreto de Dashiell Hammett: el neoyorquino, la estrella, el premiado Paul Auster. El lugar de la injuria: La noche del oráculo.

Dos razones tuve para leer esa novela: una añeja curiosidad por la labor de Auster (ahora saciada) y, por qué no decirlo, el breve texto que se lee en la cuarta de forros de la traducción española, la cual, conforme a la tradición, resume en unos cuantos párrafos lo que al autor le toma poco más de doscientas páginas: que un escritor convaleciente decide, después de la parálisis en la que estuvo sumido mientras agonizaba, retomar su actividad creativa y, por consejo de un amigo (también escritor), usa como pretexto la historia de Flitcraft para iniciar una propia, y lo logra.

Pero con ese aparente éxito se descubre la primera falla: contrario a uno de los elogios vertidos en la contraportada («Espléndida novela dentro de una novela dentro de una novela, La noche del oráculo está situada en el centro mismo de la “matrix” austeriana de ficción y realidad: el cuaderno del escritor»), el lector no asiste al acto del que emerge la escritura, únicamente es testigo del producto final. La supuesta narración del narrar (que, aunque redundante o paradójica, es posible: El libro vacío, El grafógrafo) se sustituye por una tarea menos complicada: la presentación de otra lectura que, con los antecedentes correctos —la descripción de un cuaderno y de un hombre escribiendo en las páginas de ese cuaderno— hace pensar, casi sin objeciones, en que de verdad se trata de un hombre en plena actividad creadora. “Estrategias metatextuales” —según la expresión del crítico— nada distintas a las de un par de genios contemporáneos: Malcolm in the Middle y House MD, a quienes les basta contar en números primos o hablar de epinefrina y leucemia para reafirmar su excéntrica reputación. Al lector se le cree un octogenario indolente que necesita, para alimentarse, que sea otro quien mastique. Eso sin mencionar que, a estas alturas, insertar una historia dentro de otra es ya un cartucho que difícilmente sorprende: ejemplos imprescindibles, el Quijote, Las mil y una noches y los Canterbury Tales, pero también Los tres impostores de Arthur Machen, George Orwell y el tratado de geopolítica incluido en 1984, Huxley en Contrapunto, Pavić, Petrović. En fin, la sola adjetivación “metaextual” no basta para renovar un recurso o una estrategia o como quiera llamársele al medio empleado, al menos desde el siglo XIV, para, entre otras intenciones, desorientar o sacudir al lector.

La historia mayor, la del escritor convaleciente, es también una historia mediocre, salpicada de incidentes burdamente emotivos que, de nuevo, están ahí para ganar el favor del lector. La esposa, por ejemplo, a la manera de Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, un día escapa sin enterarle al esposo sus motivos ni el lugar donde se encuentra; no obstante, a diferencia del tratamiento que Murakami le dispensa a este extravío, en La noche del oráculo éste es un incidente circunstancial, que le dio al escritor una veintena de páginas hábilmente narradas pero completamente superfluas. Tan superfluas como el gesto de generosidad que antecede a la muerte del amigo escritor: firmar un cheque con la cantidad suficiente para saldar las deudas del protagonista.

Pero mejor me detengo. Si sigo enumerando escenas inútiles corro el riesgo de quedar con nada.

Entonces, ¿qué es La noche del oráculo? Es, según mi iracunda lectura, una novela de oficio o, para decirlo en buen mexicano, de callo: después de escribir una docena de novelas y otro tanto de libros de otros géneros, algún estadio de la escritura es casi natural para el escritor. No la escritura creativa, la visceral, la de la lucha perpetua y de antemano perdida. Lo automático será, en todo caso, la escritura burocrática, la que uno emplea para llenar formas y cumplir requisitos. El tipo de escritura que, aventuro, empleó Auster para rescatar una novela malograda haciéndola pasar como un sesudo quebrantamiento de la realidad por gracia de la ficción —el zurcido invisible de sastres y costureras. Pero bueno, esto no se trata de retazos y de enmendaduras. Tampoco se trata, como quieren ese mismo crítico y otros, de Borges o de Hammett: ni las alturas metafísicas a las que conduce Borges ni las vilezas propias de Hammett. Apenas el anodino punto medio.