martes, 24 de junio de 2008

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(a veces) Las palabras son como las personas de una ciudad: unas pocas están con nosotros sirviéndonos amorosa, desinteresadamente, algunas desde nuestros primeros balbuceos, las conocemos bien (pero a veces nos asombran), en su pasado y en su presente, en sus límites y sus vicios, en aquello que nadie más puede lograr, en su inmarcesible significado frente al resto del mundo; otras nos visitan eventualmente y, aun si ha pasado mucho tiempo, podemos reconocerlas y hasta decir dónde o cuándo trabamos relaciones, en el peor de los casos, basta un mínimo recordatorio de sus generales para saber de golpe con quién estamos hablando; otras más se parecen a esas que, en nuestra diaria, insoportable rutina, nos acompañan durante los viajes en el transporte público: están allí, a nuestro lado todas las mañanas, sin merecer nuestra atención, hasta que un día, ociosos y distraídos, las miramos en otro lugar, en una de las esquinas de la colonia o comprando en la misma tienda que nosotros, entonces descubrimos su vecindad y su imperceptible compañía; de las últimas nos confunde y sofoca la sola idea de conocerlas, a todas, siquiera en sus detalles más simples: las vemos una sola vez y, para la salud de nuestra maltrecha memoria, las olvidamos de inmediato.

lunes, 16 de junio de 2008

P. S.

Pienso en otro catálogo, quizá más celebre que aquél del que ahora me ocupo: el catálogo de El Aleph. Se dice con frecuencia que el mérito de Borges, la prueba de su genio, está no en la simple enumeración sino en el equilibrio de la diversidad de esa enumeración; la tarea irrealizable (decir lo infinito a través de un medio finito y limitado, el lenguaje) se disfraza con el ejercicio verosímil: nombrar sensaciones, lugares, imágenes de mutua comprensión y otras de intransmisible significado, nimiedades, multitudes cuya reunión sólo es factible como pensamiento («las muchedumbres de América», «todas las hormigas que hay en la tierra»); en fin, para no incurrir en una clasificación inútil, baste señalar el procedimiento: nombrar algunos representantes de las posibles secciones de la totalidad para hacer creer que de verdad el universo puede ser contenido por el lenguaje. Y el artificio funciona: el lector cree, junto con Borges, que el mundo se desdobla y se tiende para ser recorrido a placer. El mundo, dócilmente, está a la vista.
No así en Movimiento. La posible evidencia de las imágenes invocadas en el poema se origina en otro lugar: pertenecen a un mundo ahora desconocido que, sin embargo, nunca dejó de ser. Imágenes presentes pero dispuestas para la ausencia. Secretos, recónditos, elementos todos a los que intenta volcarse, para reconocerlos, una parte del ser que creíase extirpada. Reminiscencias de otra edad, de otra vida. El mundo, fortuitamente, se revela.
¿Será sólo consecuencia de los años en Oriente?

martes, 10 de junio de 2008

Recuerdo del presocrático

Movimiento

Si tú eres la yegua de ámbar
Yo soy el camino de sangre
Si tú eres la primer nevada
Yo soy el que enciende el brasero del alba
Si tú eres la torre de la noche
Yo soy el clavo ardiendo en tu frente
Si tú eres la marea matutina
Yo soy el grito del primer pájaro
Si tú eres la cesta de naranjas
Yo soy el cuchillo de sol
Si tú eres el altar de piedra
Yo soy la mano sacrílega
Si tú eres la tierra acostada
Yo soy la caña verde
Si tú eres el salto del viento
Yo soy el fuego enterrado
Si tú eres la boca del agua
Yo soy la boca del musgo
Si tú eres el bosque de las nubes
Yo soy el hacha que las parte
Si tú eres la ciudad profanada
Yo soy la lluvia de consagración
Si tú eres la montaña amarilla
Yo soy los brazos rojos del liquen
Si tú eres el sol que se levanta
Yo soy el camino de sangre

*

¿Qué sucede con este poema? Sucede, primero, el final: que el poema cierre con la repetición del segundo verso provoca, al menos en mí, el impulso de volverlo a leer, pero ahora inversamente. El efecto se debe, sin duda, a la relación necesaria que creo advertir (con certeza endeble aunque irrebatible) en cada par de imágenes: ¿qué corresponde a la «ciudad profanada» si no la «lluvia de consagración»? No obstante, esta enumeración de maridajes se interrumpe, se quiebra con el último verso: el «camino de sangre» se corresponde con «el sol que se levanta». ¿Qué sucede? Hasta ese momento, el poema imitaba un procedimiento que nosotros, por nuestra vida, conocemos bien: la repetición que origina la apariencia del orden. Por la anáfora y por la secuencia de parejas (y por costumbre), el lector confía en un orden minúsculo (miniatura de algo que él conoce) que rige el poema: a la «ciudad profanada» sólo puede seguir la «lluvia de consagración». Irónicamente, es una repetición la que agota, subvierte y anula el procedimiento: por ese segundo «camino de sangre», se descubre cuán falso era el orden del poema. Al «camino de sangre» le corresponde lo mismo la «yegua de ámbar» que el «sol que se levanta». La lógica se revuelve y, para restituirla, el único recuso posible (al que nos orilla el ritmo del poema) es la repetición de la lectura, pero ahora inversamente. «Yo soy el camino de sangre / Si tú eres el sol que se levanta». La expulsión inminente se disipa; el retorno se cancela; retrocedemos y, asombrados, descubrimos que eso que hace apenas un instante creíamos recorrido y rematado es otra vez virgen, silvano. Como en el otro lado del espejo, el mundo es y no es el mismo que en el otro lado del espejo: el sendero que nos condujo hasta ese borde, nuestras huellas, nuestra vista sobre el mundo, el mundo mismo. Hasta la otra margen: «Yo soy el camino de sangre / Si tú eres la yegua de ámbar». Hasta el otro impulso: comenzar de nuevo la lectura del poema y reconocer así la antigua premisa sobre la inexistencia real del movimiento.





(Movimiento, de Octavio Paz, es parte del poemario Salamandra, publicado por Joaquín Mortiz en 1962; aquí una tipografía más cercana al original —la diferencia más visible, amén de las sangrías que fui incapaz de reproducir, es la mayúscula en el "Yo")