martes, 24 de junio de 2008

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(a veces) Las palabras son como las personas de una ciudad: unas pocas están con nosotros sirviéndonos amorosa, desinteresadamente, algunas desde nuestros primeros balbuceos, las conocemos bien (pero a veces nos asombran), en su pasado y en su presente, en sus límites y sus vicios, en aquello que nadie más puede lograr, en su inmarcesible significado frente al resto del mundo; otras nos visitan eventualmente y, aun si ha pasado mucho tiempo, podemos reconocerlas y hasta decir dónde o cuándo trabamos relaciones, en el peor de los casos, basta un mínimo recordatorio de sus generales para saber de golpe con quién estamos hablando; otras más se parecen a esas que, en nuestra diaria, insoportable rutina, nos acompañan durante los viajes en el transporte público: están allí, a nuestro lado todas las mañanas, sin merecer nuestra atención, hasta que un día, ociosos y distraídos, las miramos en otro lugar, en una de las esquinas de la colonia o comprando en la misma tienda que nosotros, entonces descubrimos su vecindad y su imperceptible compañía; de las últimas nos confunde y sofoca la sola idea de conocerlas, a todas, siquiera en sus detalles más simples: las vemos una sola vez y, para la salud de nuestra maltrecha memoria, las olvidamos de inmediato.

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