martes, 30 de diciembre de 2008

III

Debería ser posible decir, sin decirlo plenamente, que poco puede decirse de esta imagen. Quizá decir: el hidalgo lee —y nada agregar. Esperar que esa sola y mínima oración fuera el reflejo, en la escritura, de la figura del hidalgo: de su melancolía, de su soledad. Porque también para Adolph Schrödter el hidalgo es un melancólico «con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano en la mejilla» (Prólogo de 1605). Porque, contrario a otros ilustradores, Schrödter sabe que el hidalgo está solo en ese cuarto que, acaso imprevisiblemente, se ha convertido en su biblioteca: sin la sobrina o el ama preguntándose qué sucede con él, pero también sin esa inexistente compañía de caballeros y doncellas y hechiceros que, pese a todos los artificios, habitan sólo su mente, ese estrecho e inconmensurable rincón.

Debería ser posible decir, sin decir plenamente: melancolía y soledad —y nada más en esta imagen.

domingo, 21 de diciembre de 2008

II

En la pintura de Delacroix, el hidalgo no lee: fantasea. Su postura es la del melancólico, su mirada la del distraído. La primera, sin embargo, es una representación que difiere de la imagen canónica de Albrecht Dürer: puede ser un detalle sin importancia (o no) que el brazo flexionado sea el izquierdo y no el derecho; puede ser un detalle importante (o no) que ese mismo brazo se apoye no en el cuerpo, sino en el libro que el hidalgo leía antes de distraerse, acaso para decir, con este detalle, que la melancolía mana más de la lectura que de la propia mente, que basta una línea, una palabra del Amadís, para que la bilis negra irrigue las entrañas del lector.

A espaldas del hidalgo, en el punto diametralmente opuesto al de su mirada, hay tres personajes. De las dos mujeres del segundo plano, por el texto, se colige la identidad. No así de la figura del fondo: sus facciones masculinas, su cabeza ladeada, su vaga expresión, incluso que su cuerpo esté oculto casi por completo, hacen dudosa cualquier conjetura. Paradójicamente, esta confusión abona una certeza: que el personaje no pertenece al cuadro o que la justificación de su presencia es caprichosa, quizá secreta —como la ninfa que Aby Warburg encontró en la Visita alla camera della puerpera de Domenico Ghirlandaio.

Pero el hombre, aunque angustiado, tampoco parece ansioso por actuar en la escena que se desarrolla frente a él. Tal vez ha notado que con él dentro, el arco anímico que estructura el cuadro ya no sería tan perfecto. Un arco que es interesante recorrer: la mujer joven compadece a la vieja y ésta al hidalgo. Corto camino de miradas que se interrumpe para precipitarse en el abismo de la distracción y la locura.

lunes, 15 de diciembre de 2008

[ ]

[De Doré, existe otro dibujo con una estructura similar a este del hidalgo. Ahí, la habitación también está iluminada por una ventana en la pared derecha, el cortinaje descorrido, la silla principal al centro (al lado de ésta, tan junto que parece una adición natural del asiento, un taburete). Sin embargo, ajenos al motivo principal del dibujo hay apenas unos pocos elementos cotidianos: un atril en donde descansan unos grandes folios que semejan una partitura, un candelabro, un recipiente. Incluso el esposo engañado, Gianciotto Malatesta, casi como una sombra nacida de la interrupción circunstancial, imprevista, de los rayos luminosos, rompe violenta, aunque difusamente, el triángulo que con armonía conforman Paolo y Francesca.

No se trata, es cierto, de resaltar que Paolo y Francesca leían, sino que ambos han signado la sentencia del adulterio y la lujuria. De ahí que el libro amenace con caer de las manos de Francesca.


El único libro en todo el aposento.]

viernes, 12 de diciembre de 2008

Tres imágenes para un hidalgo

I

El hidalgo, sosteniendo una espada con la mano derecha y un libro con la izquierda, lee. Lo rodea una legión que intenta representar, de entrada, sus lecturas. Puede pensarse: caballeros, heraldos, doncellas y raptores, todos han surgido de algún libro, quizá del que lee en ese momento o quizá de los que están apilados cerca de la ventana o arrojados descuidadamente sobre el suelo. Y esta percepción inmediata en parte acierta. Pero esa mujer, abajo, la que se sirve del Amadís como reclinatorio, introduce con su postura suplicante una sutil variación de la idea: por el ángulo de su rostro parece dirigir sus ruegos de libertad al lector y no al caballero de un relato. Entonces puede decirse: algunas figuras no son recuerdos de una lectura, sino elaboraciones del hidalgo. Acaso esa doncella y los tres caballeros que parecen asaltar el trono del hidalgo y la sierpe que se arrastra en las sombras de su asiento, están ahí para mostrar que el cerco está por cerrarse, que el hidalgo, al instante siguiente, sucumbirá.


Un grabado famoso y, tal vez por esa razón, aceptado sin objeciones como ilustración fiel del primer capítulo del Quijote. Fama debida sin duda a la creencia de que toda esa multitud de figuras de verdad ha surgido de la mente de quien lee, que la multitud en realidad es para él compañía.

martes, 4 de noviembre de 2008

Destino

Si el destino todavía existe, si todavía se entremete en la despreciable vida humana, es, según lo enseñaron los griegos, un destino esencialmente trágico. Incontenible, embate una y otra vez hasta sumir y sofocar a quien elige, mientras éste, aturdido, ignora qué hacer o decir, salvo quizá ejecutar un último e inútil gesto oferente: reconocer por su nombre a la fuerza que lo está matando. Resignado, cree aceptar (porque así cree comprender) que era su destino ser presa del cáncer o morir cuando no debía (pero ¿cuándo debe alguien morirse?) o estar obligado a enfrentar una circunstancia adversa que nunca imaginó incrustada en su vida.

Pero lo más probable es que el destino no exista y el cáncer sea sólo cáncer y la muerte sólo muerte y la desgracia sólo desgracia.

jueves, 9 de octubre de 2008

Ambigüedad

Leo este titular:


Reduce población de pingüinos el cambio climático en Antártida

(Sólo que no leo ese titular. Leo esta frase: "Población de pingüinos reduce el cambio cilmático")

Pienso, casi de inmediato: ¡Qué descubrimiento más extravagante! Pero ¿cómo los pingüinos pueden contrarrestar el cambio climático? ¿Será alguna sustancia en sus heces? ¿Alguna otra secreción que provoca reacciones benéficas en la atmósfera? ¿Qué de los pingüinos abate el calentamiento global?

Un informe, presentado hoy en el Congreso Mundial de la Naturaleza que se celebra en Barcelona, prevé, de producirse esta alza, que los pingüinos Adelia perderán en 40 años el 75% de su población


(El asunto, mediocremente, se aclara)

Pobres pingüinos. Pobres periodistas. Pobre lenguaje.




jueves, 25 de septiembre de 2008

4’33’’




No sé si se trata de la obra de un genio o de la de un embaucador. Al menos no lo sé si se me pidiera sostener mi juicio con conocimientos de teoría, técnica o historia musicales. Quizá no importa tanto ni ungir ni degradar ni al hombre ni a la obra. Pasados cincuenta y seis años desde su estreno público, acaso 4'33" esté, en el ambiente musical (críticos, intérpretes, compositores, et al), o aceptada como la obra de un genio o como la de un embaucador. No lo sé.

*

Sin embargo, aquí estoy, escribiendo. Mi defensa: más que música, 4’33’’ es una idea que, por añadidura, es música. Más próxima a la teología que a la composición, la de Cage es música decantada una y otra vez hasta reducirla a su primera intención: la idea; enriquecida hasta el extremo de exhibir su última e inequívoca intención: la idea.

Mi defensa: no intento comprender la música, sino la idea.

*

Acepto, al menos como pretexto para estos torpes párrafos, este juicio: «4’33’’ es una obra inevitable, incluso si Cage no hubiera existido. La música siempre buscó los extremos y el fin sería ese: 4 minutos y 33 segundos en los cuales los músicos se detienen».

*

¿Cuál es el otro extremo de 4’33’’? ¿El Arte de la fuga? ¿La Sinfonía Coral? ¿El Concierto para piano No. 20 en Re menor K. 466? ¿Un Requiem? ¿Una Misa? ¿Una Pasión? ¿El Anillo del nibelungo? ¿Otro? ¿Todos? ¿Ninguno?

¿Cuál?

*

Sé, de memoria, el más célebre de los versos de san Juan de la Cruz: «un no sé qué que quedan balbuciendo». La (falsa) deducción de este solo endecasílabo, tomado como axioma, es simple y poco original: el otro extremo, el de la plenitud del ser, es, para decirlo pronto, incomprensible. En ocasiones, alguno cree atisbar un jirón de la sombra de esa plenitud. Y ese jirón, esa creencia, le es suficiente para balbucir.

*

Es cierto: 4’33’’ es un extremo. Un extremo bastante obvio: el extremo del silencio. Y, hasta ahora, la visión del extremo más acabada. Si, del otro lado, es imposible elegir una obra que exprese el extremo del sonido se debe a que, pese a todas sus indiscutibles cualidades, pese a las alabanzas unánimes (retóricas o sinceras), siempre, luego de la escucha, queda un hueco, una insatisfacción —a veces minúscula, casi imperceptible (Bach, Mozart, Beethoven), a veces escandalosa y lamentablemente notoria (el Bolero de Ravel).

*

Aunque en 4’33’’ irrumpan los murmullos, la marcha del segundero, las respiraciones ajenas y la propia, algún bostezo, a pesar de todo eso que interrumpe la posibilidad del silencio, en cierta forma, como obra, 4’33’’ resulta más acogedora que la Sinfonía Coral. Más familiar, más conocida.

*

La imprevista calidez de la nada: «Yo he sido Homero; en breve seré Nadie, como Ulises; en breve seré todos: estaré muerto»

*

Paradoja: el silencio es la única plenitud que admite ser dicha.

*

(¿cómo decir el silencio?)

lunes, 1 de septiembre de 2008

Quinientos años ha

Y como sea cierto que toda palabra del hombre sciente esté preñada, desta se puede dezir que de muy hinchada y llena quiere rebentar, echando de sí tan crecidos ramos y hojas, que del menor pimpollo se sacaría harto fruto entre personas discretas.

Fernando de Rojas, en el Prólogo a La Celestina

lunes, 11 de agosto de 2008

...

Sólo que la palabra, aquella que importa por alguna razón, nunca se pronuncia en seco. Se pronuncia riendo o llorando o gritando de rabia o de impotencia; se pronuncia con las cuerdas y también con los párpados y con los iris y las pupilas, con las manos, con el torso, con el cuerpo entero; o se retiene para que, antes de murmurarla, antes de condenarla al irremisible exilio, se le selle con una intención que, casi siempre, quisiéramos que el otro comprendiera.

O quizá no.

Quizá el órgano que de verdad pronuncia esa palabra sea la memoria, porque todo eso, las miradas y las risas y los manoteos, los matices, todo es recordado e, imperceptiblemente, todo va asentándose en el lecho de la palabra. Entonces, al menos dos posibilidades: o la palabra es mansa y al asomarnos a ella en ella nos reconocemos, o la palabra es violenta e impetuosa y un día, sin motivo aparente, la palabra se desborda, agitando y escupiendo los sedimentos largamente acumulados, abandonándolos aquí y allá, irreconocibles.

Entonces, la disyuntiva: o juntamos y devolvemos los despojos o damos la vuelta y continuamos, no sin antes desdeñar el desastre con un último vistazo.

jueves, 31 de julio de 2008

Enrigue y sus "Vidas perpendiculares"

Comenzaré con una declaración ridícula: es alta la estima que siento hacia la obra de Álvaro Enrigue. Ridícula al menos por un par de motivos: porque es una confesión y porque la confesión entraña un sentimiento. Y no uso este último verbo casualmente: en cierto modo, confesar una filiación literaria es casi como rajarse el vientre para exhibir las tripas en toda su humanidad. De ahí que el ejecutante deba apurar de un solo trago la rara mezcla de timidez y vergüenza que acompaña este gesto —sin saber que, inesperadamente, en las heces reposa un insólito sabor a orgullo.

Sin embargo, hasta hace poco (al leer Vidas perpendiculares), me pregunté a conciencia de dónde provenía dicha estima. Recordé entonces unas pocas palabras de Enrigue, leídas casi al paso cuando éste formó parte del jurado de Caza de letras. Pocas y mal citadas, esas palabras fueron: el escritor escribe y, por ende, su materia debe ser el lenguaje y no, como quiere una costumbre impuesta durante los últimos años, la fascinación inmediata de la imagen.

Este juicio parece un tanto soso porque el destinatario del imperativo es el escritor: es él quien está obligado a la palabra precisa, al ritmo adecuado, a la sintaxis correcta; es él quien, por razones de oficio, debe someter y someterse al lenguaje, menospreciando los clichés, los lugares comunes, las frases hechas que comprenden miles de coetáneos suyos (o, a la manera de Karl Kraus, de Quevedo, de León Bloy, prender todo eso para mejor desecharlo).

Del otro lado de este juego, todavía en el tablero de la literatura, está el lector, quien quizá debería guardar una actitud parecida y leer atenta, pausadamente, para mejor contemplar y recrear, como si de una imagen poética se tratara, los artificios de este escritor, apreciando así, por ejemplo, una línea como la siguiente:

«sus esforzados fuegos apenas entibian mis aguas»

O:

«la voracidad a la que hice la cabalgata vespertina a la ciudad me dejó las ancas bien abiertas y todo el órgano de la vida en sueños»

O este último, de la primera página de la narración

«y viajaba todos los veranos a la casa de su familia, pudiente y pomadosa, en el lago de Chapala»

La concordancia en los elementos de una metáfora; en vez de un nombre cualquiera (vagina), una sinécdoque que induce a la reverencia, el uso de un adjetivo de origen coloquial que abre la mente del lector para dar libre paso a la ventisca de significados (pomadosa, presumida, creída, fufurufa): tres ejemplos aparentemente simples, casi elementales. Lo menos que podría pedirse de un escritor. No obstante, ¿hay quien pida esto de un escritor contemporáneo?

Catastrofista y sesgada, mi respuesta sería negativa. Nuestros tiempos mediocres nos lo prohíben. Si no lo pedimos es porque no lo necesitamos y si no lo necesitamos es porque preferimos la comodidad de las cincuenta o sesenta palabras que repetimos, casi sin variaciones, todos los días. Preferimos, quizá sin quererlo, la continua reducción de nuestro mundo.

miércoles, 30 de julio de 2008

Fetichismo

Hoy, mientras imprimía en la sala de becarios del instituto (bastante parecida, por otra parte, a esa caricatura de un puñado de chimpancés sentados frente a sus respectivas máquinas de escribir, en el improbable intento de completar la obra de Shakespeare), noté sobre la mesa una fotocopia que tal vez alguien había dejado de utilizar como hoja de reciclaje.

Al menos tres razones me obligaron a tomar la hoja: la oportunidad de interrumpir con una distracción mi monótona tarea, la presencia de guiones largos en el texto fotocopiado y la posibilidad de que, por un error mío, necesitara más papel para mis impresiones; en este caso, el lado limpio de la fotocopia cubriría al menos una de las cuartillas faltantes —recuperando así su destino brutalmente interrumpido.

Razones inútiles, porque al final tomaría la hoja para leerla. Dicho burlescamente: de cualquier forma mi insaciable curiosidad me habría empujado a la lectura.

Ya los guiones largos —además de otros indicios visibles desde la primera ojeada: párrafos cortísimos, puntos suspensivos, signos de interrogación— me habían preparado para encontrar un breve fragmento de una narración ficticia. El pronóstico fue certero. Leí entrecordamente dos páginas de una novela, dos páginas en las cuales un hombre y una mujer, acaso en Europa, planean un encuentro secreto. La mujer es casada, el hombre no. La mujer sale de viaje con su marido, el hombre no desea perderla ni siquiera por una semana. El hombre propone la cita, la mujer acepta bajo una condición:

«—Nos podemos ver si... ojalá quieras —se acercó hacía mí—, nos podemor ver si... si... —se alejó— no, temo que te niegues.
»—No, pídeme con confianza —la animé, pensando en que ella estaba a punto de permitirse alguna fantasía inconfesable.
»—Nos podemos ver si... me traes la novela que estás escribiendo; nada me pondrá más ardiente que la posibilidad de tener una cita con un autor que me trae un manuscrito; es una vieja fantasía erótica.
»—... ¿Te parece?
»—Sí... —dudó en continuar—, siempre imaginé a un autor y a mí desnudos en un cuarto alfombrado por las hojas de un manuscrito suyo, y yo arrastrándome por el piso, leyendo cada una de esas páginas y entregándome a sus más osados deseos.
»—... Claro... mira lo que son las cosas.»

No sé bien qué me asombra más: lo insólito del fetiche o lo risible del fetiche. O que esta página la haya encontrado en un lugar consagrado a la investigación social en México.

martes, 29 de julio de 2008

Qué remedio

332. No creas que posees en ti el concepto de color porque miras un objeto coloreado —sea cual fuere la forma en que mires.

(Como tampoco posees el concepto de número negativo por el hecho de tener deudas.)

Wittgenstein, Zettel


martes, 24 de junio de 2008

...

(a veces) Las palabras son como las personas de una ciudad: unas pocas están con nosotros sirviéndonos amorosa, desinteresadamente, algunas desde nuestros primeros balbuceos, las conocemos bien (pero a veces nos asombran), en su pasado y en su presente, en sus límites y sus vicios, en aquello que nadie más puede lograr, en su inmarcesible significado frente al resto del mundo; otras nos visitan eventualmente y, aun si ha pasado mucho tiempo, podemos reconocerlas y hasta decir dónde o cuándo trabamos relaciones, en el peor de los casos, basta un mínimo recordatorio de sus generales para saber de golpe con quién estamos hablando; otras más se parecen a esas que, en nuestra diaria, insoportable rutina, nos acompañan durante los viajes en el transporte público: están allí, a nuestro lado todas las mañanas, sin merecer nuestra atención, hasta que un día, ociosos y distraídos, las miramos en otro lugar, en una de las esquinas de la colonia o comprando en la misma tienda que nosotros, entonces descubrimos su vecindad y su imperceptible compañía; de las últimas nos confunde y sofoca la sola idea de conocerlas, a todas, siquiera en sus detalles más simples: las vemos una sola vez y, para la salud de nuestra maltrecha memoria, las olvidamos de inmediato.

lunes, 16 de junio de 2008

P. S.

Pienso en otro catálogo, quizá más celebre que aquél del que ahora me ocupo: el catálogo de El Aleph. Se dice con frecuencia que el mérito de Borges, la prueba de su genio, está no en la simple enumeración sino en el equilibrio de la diversidad de esa enumeración; la tarea irrealizable (decir lo infinito a través de un medio finito y limitado, el lenguaje) se disfraza con el ejercicio verosímil: nombrar sensaciones, lugares, imágenes de mutua comprensión y otras de intransmisible significado, nimiedades, multitudes cuya reunión sólo es factible como pensamiento («las muchedumbres de América», «todas las hormigas que hay en la tierra»); en fin, para no incurrir en una clasificación inútil, baste señalar el procedimiento: nombrar algunos representantes de las posibles secciones de la totalidad para hacer creer que de verdad el universo puede ser contenido por el lenguaje. Y el artificio funciona: el lector cree, junto con Borges, que el mundo se desdobla y se tiende para ser recorrido a placer. El mundo, dócilmente, está a la vista.
No así en Movimiento. La posible evidencia de las imágenes invocadas en el poema se origina en otro lugar: pertenecen a un mundo ahora desconocido que, sin embargo, nunca dejó de ser. Imágenes presentes pero dispuestas para la ausencia. Secretos, recónditos, elementos todos a los que intenta volcarse, para reconocerlos, una parte del ser que creíase extirpada. Reminiscencias de otra edad, de otra vida. El mundo, fortuitamente, se revela.
¿Será sólo consecuencia de los años en Oriente?

martes, 10 de junio de 2008

Recuerdo del presocrático

Movimiento

Si tú eres la yegua de ámbar
Yo soy el camino de sangre
Si tú eres la primer nevada
Yo soy el que enciende el brasero del alba
Si tú eres la torre de la noche
Yo soy el clavo ardiendo en tu frente
Si tú eres la marea matutina
Yo soy el grito del primer pájaro
Si tú eres la cesta de naranjas
Yo soy el cuchillo de sol
Si tú eres el altar de piedra
Yo soy la mano sacrílega
Si tú eres la tierra acostada
Yo soy la caña verde
Si tú eres el salto del viento
Yo soy el fuego enterrado
Si tú eres la boca del agua
Yo soy la boca del musgo
Si tú eres el bosque de las nubes
Yo soy el hacha que las parte
Si tú eres la ciudad profanada
Yo soy la lluvia de consagración
Si tú eres la montaña amarilla
Yo soy los brazos rojos del liquen
Si tú eres el sol que se levanta
Yo soy el camino de sangre

*

¿Qué sucede con este poema? Sucede, primero, el final: que el poema cierre con la repetición del segundo verso provoca, al menos en mí, el impulso de volverlo a leer, pero ahora inversamente. El efecto se debe, sin duda, a la relación necesaria que creo advertir (con certeza endeble aunque irrebatible) en cada par de imágenes: ¿qué corresponde a la «ciudad profanada» si no la «lluvia de consagración»? No obstante, esta enumeración de maridajes se interrumpe, se quiebra con el último verso: el «camino de sangre» se corresponde con «el sol que se levanta». ¿Qué sucede? Hasta ese momento, el poema imitaba un procedimiento que nosotros, por nuestra vida, conocemos bien: la repetición que origina la apariencia del orden. Por la anáfora y por la secuencia de parejas (y por costumbre), el lector confía en un orden minúsculo (miniatura de algo que él conoce) que rige el poema: a la «ciudad profanada» sólo puede seguir la «lluvia de consagración». Irónicamente, es una repetición la que agota, subvierte y anula el procedimiento: por ese segundo «camino de sangre», se descubre cuán falso era el orden del poema. Al «camino de sangre» le corresponde lo mismo la «yegua de ámbar» que el «sol que se levanta». La lógica se revuelve y, para restituirla, el único recuso posible (al que nos orilla el ritmo del poema) es la repetición de la lectura, pero ahora inversamente. «Yo soy el camino de sangre / Si tú eres el sol que se levanta». La expulsión inminente se disipa; el retorno se cancela; retrocedemos y, asombrados, descubrimos que eso que hace apenas un instante creíamos recorrido y rematado es otra vez virgen, silvano. Como en el otro lado del espejo, el mundo es y no es el mismo que en el otro lado del espejo: el sendero que nos condujo hasta ese borde, nuestras huellas, nuestra vista sobre el mundo, el mundo mismo. Hasta la otra margen: «Yo soy el camino de sangre / Si tú eres la yegua de ámbar». Hasta el otro impulso: comenzar de nuevo la lectura del poema y reconocer así la antigua premisa sobre la inexistencia real del movimiento.





(Movimiento, de Octavio Paz, es parte del poemario Salamandra, publicado por Joaquín Mortiz en 1962; aquí una tipografía más cercana al original —la diferencia más visible, amén de las sangrías que fui incapaz de reproducir, es la mayúscula en el "Yo")


lunes, 19 de mayo de 2008

No es lo mismo

I

Tetis, porque sabe cuál será el destino de su hijo, intenta ocultarlo de la Guerra y de quienes lo reclaman: el kosmon, el mundo, los otros. Afuera, un árbol de augurios: un tronco —la muerte— y tres ramas de las que penden sendos frutos —la juventud, la gloria y la victoria sobre los troyanos. Adentro, la tranquilidad, la vejez y la renuncia a ser agente del orden. Pero, sobre todo, la vida.

Tetis, porque sabe cuál será el destino de su hijo, lo viste de mujer y lo envía con Licomedes, el rey de Esciros.

*

Sir Thomas Browne, en esas líneas mejor recordadas por servir de guía a las inquietudes lógicas y de razonamiento de Poe, vio en el «nombre que adoptó Aquiles cuando se escondió entre las mujeres» un enigma casi insoluble. Sin embargo, más inquietante es otra circunstancia de esa misma situación: la actitud asumida por Aquiles al encontrarse entre las mujeres pero delante de los hombres. Si bien la madre, al disfrazarlo, quiso el ocultamiento, Aquiles, ante los reclutadores (Odiseo, Áyax y Néstor), casi consuma el engaño. La diferencia es sutil y quizá hasta imperceptible —o inexistente. Pero la intención puede distinguir ambas acciones: la intención de quien oculta es guardar lo ocultado para sí, quien engaña no posee un motivo tan nítido ni tan cómodo para la generalización. Puede engañarse para obtener algo o para deshacerse de alguien, porque era ya la única respuesta posible o porque alguno prefiere no descubrirse frente a otro.

O puede invocarse una intención tautológica: puede engañarse simplemente para engañar a tres hombres.

*

Al menos como especulación malsana, vale la pena decirlo: al travesti lo anima, en esencia, una sola intención, el engaño. Si el disfraz también le impide participar de una guerra —siquiera momentáneamente— o si sólo, descubierto el engaño, le satisface la expresión de asombro del engañado es, de nuevo, un dilema que no admite una respuesta unívoca.


II

Conocemos la búsqueda del presidente Schreber: ser emasculado, ser trocado genitalmente en mujer, ser copulado por Dios y, finalmente, engendrar una nueva raza.

Si hago esta reducción cruda, vulgar, es sólo para mejor exhibir cuál es, a mi juicio, el germen del delirio del Senatspräsident: una curiosidad insaciable, total, hacia el orgasmo femenino.

*

Conocemos también la historia: Zeus y Hera, incapaces de resolver por sí mismos la pregunta de quién —si el hombre o la mujer— disfruta más en el coito, recurren al único ser que había paladeado, en tiempos distintos, ambos placeres: Tiresias. «Éste dijo que, si el placer tuviera diez partes, los hombres gozarían sólo de una y las mujeres de nueve» (Apolodoro, Biblioteca, III, 6, 7).

Para desgracia suya, el presidente Schreber no tuvo un Tiresias a quien interrogar hasta el agotamiento. A diferencia de Zeus y Hera, quiso obtener la respuesta por sí mismo.

*

En uno de los primeros aforismos de Ostraka (Cuaderno de escritura, La esfinge perpleja), Salvador Elizondo anota: «Siempre que los hombres han deseado ser mujeres, han deseado —esencialmente— ser putas».

De nuevo, aunque de forma más velada, la curiosidad obsesiva hacia las sensaciones de la mujer en una relación sexual. Porque ninguna más obligada, más sometida a esas sensaciones que la prostituta.

*

La segunda especulación malsana: el motivo del transexual es el conocimiento o, para precisar, los límites reales del conocimiento. El límite más palpable: el cuerpo. Saber qué siente un cuerpo distinto al mío. Otro límite, a medio camino entre lo real y la abstracción pura, es un enfrentamiento también advertido por Elizondo: «Sólo lo que es irracional —lo que es inanalizable por los sentidos, pero que tiene cualidades sensibles—, puede ser obsesivo». No es ocioso sustituir términos: aunque el hombre es capaz de sentir, le están vedadas las sensaciones femeninas. Pero se resiste a aceptarlo. Está el obstáculo natural y necesario (el cuerpo) y también un muro casi siempre difícil de atacar, el conocimiento. Finalmente, el límite estrictamente puro: la categoría de lo impensable, tal como George Steiner la resume en la primera de sus Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento. Esa supuesta certeza del transexual (ser una mujer arrojada por error en un cuerpo de hombre, o viceversa) es un buen ejemplo de algo impensable. Así como nadie se responde (al menos no seriamente) si la realidad es o no real, así tampoco hay quien cuestione su “ser hombre” con esperanza de arribar a una respuesta convincente. Porque la definición del “ser hombre” no termina en los genitales ni en la lata de cerveza estrellada en la frente. ¿Qué es ser hombre? ¿Cómo puede alguien saber qué es “ser mujer” con el aplomo necesario para declarar “yo soy mujer”? En la declaración, modernamente sana, “yo soy hombre”, hay convencimiento y convención, pero no argumentos. Si el transexual afirma “yo soy mujer”, quizá a su declaración la sostenga, más como vergonzoso andamio que como orgullosa columna, un minúsculo encadenamiento de preguntas: “soy mujer porque quiero saber qué es ser mujer porque quiero saber qué es ser hombre”. Para poder pensar lo impensable, antes hay que pensar de otra manera. Y eso, es también impensable.

III

De vez en cuando, hay que comentar algún aspecto de la actualidad.

miércoles, 30 de abril de 2008

¿Tienes el valor?

Dignidad:

«En la manera de asaltar un tranvía muy esperado se ve a la bestia humana en su repugnante plenitud»



Amado Nervo





miércoles, 9 de abril de 2008

Una noche para olvidar

Antes, rebajar o defender las novelas de Dashiell Hammett pudo considerarse, cada uno, un gesto combativo. Despreciarlas junto con Borges, reivindicarlas con Gide, Malraux y Luis Cernuda. Invocar el modelo razonado de los fundadores o advertir que se trataba ya de un nuevo estilo. Condenar la violencia excesiva; asegurar que el escritor nada enfatiza, apenas describe.

Ahora, la discusión y sus argumentos suscitan el suspiro o el bostezo. El género mismo es objeto para el curador: valioso solamente para quienes respiraron primero los nuevos y malsanos aires —Hammett, Chandler, quizá hasta James M. Cain. Después los resortes se hicieron visibles hasta el insulto, después los clichés, el vaciado del molde. Para fortuna de esos escritores, la humanidad sustituyó el perecedero pergamino por materias más afines a la eternidad, en su caso, por impresiones en serie y guiones de Hollywood. Al menos por inercia histórica, ninguno de ellos dejará de ser mencionado una centena de ocasiones todos los años, en todo el mundo.

No obstante, cuán placentero es leer a Dashiell Hammett. Si mañana es olvidado, no me importa: bien puedo imaginar al mundo sin sus novelas. Pero no dejaré de celebrar el hecho de haberlo conocido antes de tan masiva e increíble manipulación mental. Se trata, un poco, de la misma satisfacción que provoca la narración de Maugham: simple deleite por asistir a una historia. Si hay algún tipo de asombro intelectual no se debe a lo intrincado del argumento o a la envidiable erudición de quien escribe; menos todavía al arrojo formal o de lenguaje; será consecuencia, en todo caso, de alguna acción del protagonista, alguna de sus respuestas, la revelación de sus motivos. En fin, algo muy cercano al placer del voyeur: ver sin ser visto, participar pasivamente de un acto.

Sólo eso soy capaz de decir: si Hammett, como escritor, algún valor literario posee, lo debe a su capacidad narrativa, a su habilidad para contar satisfactoriamente una historia. No más, pero tampoco menos.

Pero incluso si sus novelas son prescindibles y sus narraciones meras reproducciones de un modelo exitoso; incluso con la crítica y los lectores en contra, Hammett se justificaría con unas pocas páginas: el séptimo capítulo de El halcón maltés que incluye la historia de Flitcraft.

Como Kafka en El proceso, también Hammett intercaló en su novela una historia que linda con la parábola. Más evidente, en su sentido y posible enseñanza, que Ante la ley, pero no menos hábil: «Lo que le ocurrió a Flitcraft fue lo siguiente. Cuando salió a comer pasó por una casa aún en obras. Todavía estaban poniendo los andamios. Uno de los andamios cayó a la calle desde una altura de ocho o diez pisos y se estrelló en la acera. Le cayó bastante cerca; no llegó a tocarle, pero sí arrancó de la acera un pedazo de cemento que fue a darle en la mejilla. Aunque sólo le produjo una raspadura, todavía se le notaba la cicatriz cuando le vi. Al hablarme de ella se la acarició, se la acarició con cariño. Naturalmente, el susto que se llevó fue grande, me dijo; pero la verdad es que sintió más sorpresa que miedo. Me contó que fue como si alguien hubiera levantado la tapa de la vida para mostrarle su mecanismo».

El episodio es más extenso, pero este fragmento me basta, creo, para hacer ver la fuerza literaria de Hammett. Repito: si mañana la obra de este escritor es olvidada, al menos yo recordaré esas pocas líneas.

Bien, pues este episodio que yo considero notable ha sido insulsamente utilizado por uno que, según sé, se considera admirador y lector voraz y quizá hasta discípulo secreto de Dashiell Hammett: el neoyorquino, la estrella, el premiado Paul Auster. El lugar de la injuria: La noche del oráculo.

Dos razones tuve para leer esa novela: una añeja curiosidad por la labor de Auster (ahora saciada) y, por qué no decirlo, el breve texto que se lee en la cuarta de forros de la traducción española, la cual, conforme a la tradición, resume en unos cuantos párrafos lo que al autor le toma poco más de doscientas páginas: que un escritor convaleciente decide, después de la parálisis en la que estuvo sumido mientras agonizaba, retomar su actividad creativa y, por consejo de un amigo (también escritor), usa como pretexto la historia de Flitcraft para iniciar una propia, y lo logra.

Pero con ese aparente éxito se descubre la primera falla: contrario a uno de los elogios vertidos en la contraportada («Espléndida novela dentro de una novela dentro de una novela, La noche del oráculo está situada en el centro mismo de la “matrix” austeriana de ficción y realidad: el cuaderno del escritor»), el lector no asiste al acto del que emerge la escritura, únicamente es testigo del producto final. La supuesta narración del narrar (que, aunque redundante o paradójica, es posible: El libro vacío, El grafógrafo) se sustituye por una tarea menos complicada: la presentación de otra lectura que, con los antecedentes correctos —la descripción de un cuaderno y de un hombre escribiendo en las páginas de ese cuaderno— hace pensar, casi sin objeciones, en que de verdad se trata de un hombre en plena actividad creadora. “Estrategias metatextuales” —según la expresión del crítico— nada distintas a las de un par de genios contemporáneos: Malcolm in the Middle y House MD, a quienes les basta contar en números primos o hablar de epinefrina y leucemia para reafirmar su excéntrica reputación. Al lector se le cree un octogenario indolente que necesita, para alimentarse, que sea otro quien mastique. Eso sin mencionar que, a estas alturas, insertar una historia dentro de otra es ya un cartucho que difícilmente sorprende: ejemplos imprescindibles, el Quijote, Las mil y una noches y los Canterbury Tales, pero también Los tres impostores de Arthur Machen, George Orwell y el tratado de geopolítica incluido en 1984, Huxley en Contrapunto, Pavić, Petrović. En fin, la sola adjetivación “metaextual” no basta para renovar un recurso o una estrategia o como quiera llamársele al medio empleado, al menos desde el siglo XIV, para, entre otras intenciones, desorientar o sacudir al lector.

La historia mayor, la del escritor convaleciente, es también una historia mediocre, salpicada de incidentes burdamente emotivos que, de nuevo, están ahí para ganar el favor del lector. La esposa, por ejemplo, a la manera de Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, un día escapa sin enterarle al esposo sus motivos ni el lugar donde se encuentra; no obstante, a diferencia del tratamiento que Murakami le dispensa a este extravío, en La noche del oráculo éste es un incidente circunstancial, que le dio al escritor una veintena de páginas hábilmente narradas pero completamente superfluas. Tan superfluas como el gesto de generosidad que antecede a la muerte del amigo escritor: firmar un cheque con la cantidad suficiente para saldar las deudas del protagonista.

Pero mejor me detengo. Si sigo enumerando escenas inútiles corro el riesgo de quedar con nada.

Entonces, ¿qué es La noche del oráculo? Es, según mi iracunda lectura, una novela de oficio o, para decirlo en buen mexicano, de callo: después de escribir una docena de novelas y otro tanto de libros de otros géneros, algún estadio de la escritura es casi natural para el escritor. No la escritura creativa, la visceral, la de la lucha perpetua y de antemano perdida. Lo automático será, en todo caso, la escritura burocrática, la que uno emplea para llenar formas y cumplir requisitos. El tipo de escritura que, aventuro, empleó Auster para rescatar una novela malograda haciéndola pasar como un sesudo quebrantamiento de la realidad por gracia de la ficción —el zurcido invisible de sastres y costureras. Pero bueno, esto no se trata de retazos y de enmendaduras. Tampoco se trata, como quieren ese mismo crítico y otros, de Borges o de Hammett: ni las alturas metafísicas a las que conduce Borges ni las vilezas propias de Hammett. Apenas el anodino punto medio.


martes, 25 de marzo de 2008

Perder la pista

La distracción quiere decir: atracción
por el reverso de este mundo
Octavio Paz, El arco y la lira


Portia, en Julio César, enloquece. Y aquí, por falso rigor gramatical, debería terminar todo, porque enloquecer, verbo intransitivo, rehúsa el complemento que apuntala el significado de la acción. Literalmente: se enloquece y punto. Las precisiones, aunque no del todo inútiles, tampoco son imprescindibles. Al sujeto qué le importan los límites, las atenuantes, las condiciones de su locura; qué importa si ésta sobrevino estando en el comedor o arriba del auto. Entonces, debería decir: Portia enloquece.

Pero siempre están los otros, otros que, por no ser sujetos de la acción, preguntan por esos mismos complementos. Somos otros quienes queremos saber si fue tarde o noche, si en el comedor o arriba del auto. Soy yo quien, ahora, duda frente a la locura de Portia.

Como Ophelia, como Lady Macbeth, Portia debe su locura al hombre al que ama. Si algún elemento trágico conserva la vida del moderno, ese es la plena incertidumbre ante las consecuencias de sus propias acciones: Marco Bruto, con su ausencia, propicia el delirio de su esposa. No lo sabe y tampoco lo desea, pero no sucede de otro modo.

Sin embargo, a diferencia de Ophelia y de Lady Macbeth, la locura de Portia es apenas sugerida. No se le ve, escandalosamente adornada, deambulando por las calles de Roma, o levantada a media noche recitando incomprensibles discursos. No, incluso se sabe de su condición a través de un medio indirecto, por la declaración de otro, en este caso, de Bruto y de Messala, quienes, en distintos momentos, dan noticia del hecho con parcos testimonios. Todavía más: el esposo, quien según las reglas de sociedad debería mostrarse abatido, sólo se permite un exiguo momento de debilidad con Casio y con Messala se detiene apenas para el intercambio del pésame. Afuera están Octavio y los otros dos triunviros, afuera la batalla, afuera la reivindicación o el hundimiento. La decisión, para la práctica, es sensata: la locura incontenible de la esposa no es sino un accidente que agrava otro embate también incontenible, la tragedia. Nada qué hacer.

En suma: Portia no es llorada por Bruto ni su delirio motivo suficiente para una serie de versos absurdamente certeros. No, no todavía. Julio César es (lo diré sabiendo que me equivoco) un ensayo, una antesala. No obstante, la palabra que devela la locura compensa esas aparentes carencias.

«With this, she fell distraught», dice Bruto a Casio y, esta vez, fallo en la traducción, porque, según sé, “distraught” proviene, alterándose, de “to distract”, distraer. “Cayó distraída” o “se ha distraído” son dos tentativas que, si bien descabelladas e inexactas, permiten preguntar por qué la distracción es, si no equivalente a la locura, sí un anejo de ésta, uno de sus consanguíneos.

Quizá el lunar que más hermana al loco con el distraído sea el que indica su interés, su estancia misma en otro lado, otro lado que supone uno donde ambos deberían estar: el trabajo, la escuela, la realidad. Huida que, no está de más decirlo, enfurece al moderno, represor tanto de la distracción propia (soñar despierto, pensar en la inmortalidad del cangrejo, distraerse hasta con el vuelo de una mosca, írsele a uno las cabras), como de la inducida por otros (el chisme, la historia graciosa, las muecas del compañero de banca). Esa ira se debe menos al desperdicio del tiempo (que es fuerza de trabajo) que a la total inutilidad propia de la distracción: el distraído, amén de abandonar la obligación, nada hace por ocultarse del dueño de la fábrica, antes bien, sin él advertirlo (a fin de cuentas está en la luna), presume su inactividad.

Pero la comparación no resiste mucho. Sólo pensando en una imagen romantizada del loco podrían detallarse otras correspondencias entre éste y el distraído; yo declino esa tribuna.

Además, el distraído, a diferencia del loco, siempre puede volver —o ser devuelto.



lunes, 10 de marzo de 2008

Una lectura

Sí, en Hamlet se encuentra todo eso que otros han señalado: neurosis y obsesión que desbordan la mente e impiden el acto; mentiras que, para placer de Borges (pero no solamente) fueron situadas entre dos espejos para así multiplicarse a cada instante; aislados gestos de amor; vocablos de factura matemática, pictórica; atracción y repulsión simultáneas por la muerte; o, como quiere Xavier, nostalgia: por el padre, por el reino, quizá por ese pasado que, por dichoso, se antoja fantástico; y, dicho sin desdén, todo lo demás. De este limbo, de este et cetĕra, quisiera salvar una emoción que no sé si otros han entrevisto: el terror.

No es el terror ante la vista de un fantasma. Esto, además de pueril, resulta insostenible: porque Shakespeare no conoció a un fantasma, imagina una sombra atada todavía a algún elemento de su anterior humanidad (el deseo de venganza depositado en el hijo) y, por ese elemento, el fantasma resulta cercano al resto de los mortales. Pero incluso sin esta reflexión, basta la credulidad de los primeros testigos para que el espectador, al contagiarse, también abandone toda duda (el viejo truco de la corte). En suma: por condescendencia hacia la literatura, por afinidad con el dejo de sustancia humana que pervive en la sombra o por simple fe, el fantasma no es aterrador.

No, el terror que, según mi lectura, surge en una de las escenas de Hamlet, sólo utiliza aquella entidad ultraterrena como pretexto.

El príncipe recién mató a Polonio en los aposentos de la reina. El asesinato es expedito porque durante dos actos Hamlet ha expuesto para sí mismo las razones que lo han obligado. Sólo su madre, porque presencia y juzga el hecho, exige una justificación. Hamlet la complace, aunque añadiendo reclamos y reproches que, al final, hacen olvidar que el criminal manifiesto es el príncipe y no la reina. Como sea, cuando ya la madre cree insoportables esos gritos y lo único que atina a balbucear es un “¡No más!”, aparece la sombra del padre, sin embargo, a diferencia de otros momentos en los que se hace presente, esta vez el único que puede verla es Hamlet. Y es la madre —por desquite o por verdadero convencimiento— quien revela el desequilibrio del hijo a través de una conversación cuya primera pregunta es temible: «To whom do you speak this?» [“¿A quién dices eso?”].

Entonces los papeles se invierten. El rencor de Hamlet, su violencia, se disipan para dejar lugar al miedo del interrogado: aunque conserva su firmeza intelectual, entre sus palabras alguna duda se adivina. Finalmente, la madre sentencia: «This is the very coinage of your brain / This bodiless creation ecstasy / Is very cunning in.» [“Eso no es sino invención de tu cerebro. En esas creaciones informes la locura es muy astuta”].

Sé bien que soy incapaz de transmitir el terror de la escena. Un terror en esencia moderno: en Edipo Rey, nadie se atreve a desmentir a Tiresias condenándolo como preso del delirio o al mensajero por juzgar que las palabras del oráculo provienen de una mujer drogada. Pero ahora, la madre descubre a la locura como posibilidad. Antes de ese momento, Hamlet era un huérfano despechado y, de alguna manera, un vidente con licencia. En cambio, al decir la madre “Eso no es sino invención de tu cerebro”, permite que el propósito de Hamlet y los medios de los que se ha servido para conseguirlo puedan ser menospreciados, a causa de su delirio. Cierto que Hamlet se yergue e intenta sacudirse eso que la madre le ha impuesto, pero ya los pesos de la balanza se han confundido.

Si hablo de terror es porque, gloria de la modernidad, basta insinuar la locura en un hombre para anularlo. Y también porque, quién sabe, tal vez una mañana, mientras alguno de nosotros lee el periódico o mira el televisor, alguna de esas imágenes enfrente a cualquiera no ya a la posibilidad, sino al diario tormento de ser anulado.




miércoles, 5 de marzo de 2008

El que tenga oídos

No importan las razones (que acaso ruboricen) ni los resultados (que quizá confundan), importa la casualidad: hace un par de días, deambulando entre los inagotables videos del youtube, llegué a uno que muestra a Leopold Stokovski dirigiendo el Preludio a la siesta de un fauno; mientras se cargaba, leí algunos comentarios, pocos, no porque el video estuviera listo en segundos, sino porque el mensaje de uno de los usuarios distrajo mi atención. Las palabras son estas:

I'm not going to lie, I know nothing about music in any way, shape or form. But how do you get sexuality or eroticism from this? Are the notes supposed to be like words?
[No voy a mentir: nada sé de música, de ningún estilo ni figura ni forma. Pero, ¿de dónde sacan la sexualidad o el erotismo de esto? ¿Se supone que las notas son como palabras?]

Ignoro la emoción que inquieta a xXGxOxDXx. Optimista, pienso que esa persona se asombra o se conmueve después de la audición de la pieza y, novato pero no insensible, no atina a dar a su estupor el mismo nombre que otros ya han impuesto. Menos benevolente con el desconocido, aventuro que xXGxOxDXx escucha la pieza y, novato, se afana por encontrar para sí lo mismo que otros ya han encontrado, y fracasa. Una tercera suposición: esa persona escucha a Debussy y nada pasa en ella; la transformación que, según es creencia, suscita el arte en el sujeto, nunca sobreviene, pero, inconforme, manifiesta su desacuerdo con el parecer de los otros. Como quiera, el cierre es irónico: aun sabiéndose sorda, él (o ella) pregunta adónde debe dirigirse, Are the notes supposed to be like words?

Si le imputo la sordera, no lo hago por escarnio. Lo hago porque creo adivinar en su confusión el procedimiento del impedido: sostenerse de lo más cercano. Como cualquiera de nosotros, todos tullidos: frente a una autoclave habrá quien recuerde una olla exprés o, como quería Monterroso, al probar la carne de rana más de uno dirá que sabe a pollo. xXGxOxDXx no entiende la música y piensa en las palabras. Piensa, sobre todo, en las palabras que ya otros dijeron: sexualidad y erotismo, ambas, en cierta medida, sumamente asibles en razón de su vínculo irrompible con el cuerpo, vínculo que, con frecuencia, sofoca otras formas de la sexualidad y el erotismo. Si persisto en la especulación, diré que este puede ser el caso de xXGxOxDXx: para ella (o él) la única vía que conduce a esos significados pasa por el cuerpo.

Sin embargo, la pregunta tampoco es tan pueril: ¿por qué un sonido es capaz de remitir a algún significado? ¿Por qué, para algunos, el Preludio a la siesta de un fauno algo tiene de sexualidad y erotismo? El asunto es sencillo si se trata de palabras, de significados cuya factura social es manifiesta y que, por esta misma condición, permite la aprehensión irrepetible por parte del sujeto, el “diccionario personal” de los lacanianos basta para explicar la cuestión: a través de un método casi siempre indescifrable, el sujeto enlaza un significado con otro y a éste con otro más y la serie, al parecer, no termina. Por supuesto, en el marco de la terapia psicoanalítica, sólo importan un puñado de significaciones, importaría, por ejemplo, con qué relacionaba el presidente Schreber el significado de voluptuosidad o Aimée el de artista. Incluso con significantes en apariencia abstractos (Dios o esperanza o todas las ficciones que armamos y montamos a diario en esa gran maqueta que llamamos realidad), el asunto sigue siendo sencillo: por más que nadie conozca a Dios, extrañamente todos sabemos a quién se refiere esa palabra. Pero es sencillo por una razón más simple: esos significados, aun los impalpables, no escapan de la cadena y, con un poco de esfuerzo y mucha fe en la teoría, todavía es posible saber cuál es el eslabón que los precede.

Entonces, ¿qué pasa con la música? ¿Por qué, incluso si I know nothing, una tonada nos conmueve o, dicho no sin rubor, nos transforma? ¿Cuál es el camino que lleva del Preludio a la siesta de un fauno (o Amor de cabaret o Disco 2000) a alguno de los sepultados significados personales? ¿Será que, en su insufrible abstracción, la experiencia musical es la más real (es decir, indecible) de todas las experiencias que puede suscitar el arte?


jueves, 21 de febrero de 2008

Cada vez más cercanos

En un artículo publicado el sábado pasado en confabulario (y dos días antes en The New York Review of Books), se compara al blog con alguno de los Diálogos platónicos. El símil, aunque exagerado, no deja de ser ingenioso y, en cierta medida, atinado.

Aquí el fragmento.


«Los bloggers asumen que si los estás leyendo, eres uno de sus amigos, o por lo menos participas del chisme, la broma o los nombres que dejan caer. Normalmente comienzan sus posts entre pensativos y arrogantes —según la moda de los medios. No les importa si te dejan en babia. No son responsables de tu educación. Los bloggers, como anotó Mark Liberman, uno de los fundadores del blog llamado Language Log, son como Platón. :-) El mensaje oculto es: Hey, estoy aquí platicando con mis cuates. Puedes seguirme o no. Como tú quieras. Este es el comienzo de la República de Platón:

»Fui ayer al Peiraeus con Glaucon, el hijo de Ariston, a pagar mis devociones a la Diosa, y también porque quería ver cómo conducirían el festival, ya que era la inauguración

»¡Un momento! ¿Quién es Ariston? ¿Qué Diosa? ¿Qué festival?

»Y a continuación, por amor a las comparaciones, un pasaje de Julia en {Here Be Hippogriffs}, un blog sobre la maternidad y la infertilidad:

»Después de que dejé a Steve hacer sus propios asuntos los pasados tres días estoy fuertemente presionada a dejar la red (¡a ti! ¡quiere que te abandone a ti!) y bajar las escaleras para ver SG-1 con él…
Así que debemos ser rápidos. Vite! Aprisa aprisa!
Fui a Blogher. Fue entre divertido y ridículo y me siento contenta por haber ido aunque no sé si volvería. Una observación para mis infértiles amigos de blog: NI SIQUIERA LO PIENSEN. No vayan. Nunca vayan a Blogher.

»¿Qué? ¿Quién es Steve? ¿Qué es Blogher? ¿Un blog? (No.) Un club para madres (No.) Una conferencia de blog? (Sí.)

»Llegamos al punto. Los bloggers pasan fácilmente por lugares, personas, textos y blogs que puedes o no conocer sin proporcionarte ninguna identificación útil. Piensan que aunque no te proporcionen los vínculos puedes obtener todos los antecedentes que necesitas buscando en Google términos poco familiares, dando clics aquí y allá por toda la Wikipedia (la cooperativa enciclopedia en línea) o buscando los archivos de sus blogs»



jueves, 7 de febrero de 2008

¿Y qué si no existe?

The things that happen here do not seem to mean
anything; they mean something somewhere else

[Las cosas que aquí pasan parecen no significar
nada, pero algo significan en otra parte]

G. K. Chesterton, The Sins of Prince Saradine


Lo sabemos, pero casi siempre preferimos no pensar en ello: nuestro secreto e inconfesable orden personal es incompatible con el orden del mundo. Y porque preferimos no pensar en ello, pensamos en otras cosas: en alguna divinidad, en la suerte, en el azar, en la «omnipotencia del pensamiento» (Freud), en la fortuna.

A propósito de ésta, es para mí inquietante el curso de su decadencia.

Primero, algo que entre nosotros ya no causa admiración: para griegos y romanos, a la Fortuna le estaba reservado un sitio entre los dioses.

En el caso del griego, era ofrendada bajo el solo nombre de Tique, no así para el romano, quien, con la diversidad de epítetos —Fortuna Publica, Regina, Felix, Augusta— tornó aún más evidente las caprichosas manifestaciones de esta diosa siempre interesada en los asuntos terrenales.

Algún jirón de su presencia sobrevivió entre los paganos medievales y aquella Fortuna Imperatrix Mundi famosa por gracia de Carl Orff.

Más difícil es distinguir la Fortuna de los medievales cristianos, como Dante: incluso reconociendo su condición de divinidad («Nunca podrá entenderla vuestra mente: / como diosa que es, en su reinado / ella provee, juzga y es regente»), está obligado a convertirla en una delegada del Supremo, de quien la Fortuna es sólo «su general ministra y guía». Confusa mezcla de politeísmo y dogma: ¿cómo conciliar a Dios, «que por igual la luz envía», con una mujer que, nunca se sabe bien si por diversión o por encomienda o simplemente “porque sí”, provoca que «uno subo y otro baje»? (Infierno, VII, 62 y ss.)

No importa: al hablar de Dios siempre se podrá argumentar la inaccesibilidad de sus designios y, en consecuencia, es inútil señalar sus aciertos o sus contradicciones. Mejor, para evitarse problemas, sacarlo de escena. Como Shakespeare: «And Fortune, on his damned quarrel smiling, / Show'd like a rebel's whore» [“y la Fortuna, sonriendo a su causa maldita, fue como una puta del rebelde”]. No más reverencias: porque el hombre la necesita, la desprecia.

Quiero finalizar tan escueto y tramposo catálogo con una minucia cuyo sentido recién comprendí. La minucia involucra dos celebridades: Haruki Murakami y Rossini, Crónica del pájaro que da cuerda al mundo y la obertura de La gazza ladra. La novela pude leerse como una fatigosa relación del quebrantamiento de un orden, pero no es, como en las gestas míticas hindúes, el orden cósmico el que peligra, aquí se trata solamente del orden íntimo de Tooru Okada (¿cuántas novelas no tratan solamente de eso?); pero, hechizo de Murakami, el lector lo sabrá sólo después de emerger él mismo del lugar donde se encontraba. Entonces resulta irónico advertir que la clave de todo está ya en la primera página: que asistiremos a la supresión de un orden y, además, que ese orden es fantástico, deberíamos adivinarlo por un hecho: en el orden de Tooru Okada, un engranaje imprescindible es la melodía que intenta silbar sin éxito mientas cocina pasta, la obertura de La gazza ladra.



martes, 29 de enero de 2008

Entretanto o, dicho en buen mexicano, "Por lo mientras"

«El mexicano es cauto y meticuloso, muy distinto al español. Si éste dice: "espérame un rato", o, incluso "espérame un ratito", no expresa lo mismo que el mexicano con su "espérame tantito".

»Este tantito es sumamente nebuloso, no compromete a nada. Es una medida elástica y escurridiza; cautelosa. Con él expresa el mexicano la relatividad del tiempo y el espacio.

»Muchos de los diminutivos que se usan en México se deben probablemente al mismo sentimiento de inseguridad, a la misma idea de relatividad. "Te veo en la nochecita." "En la mañanita, en la tardecita." "Orita vengo." "Lueguito."

»El mexicano desmigaja el tiempo, lo hace migas, para que no le coaccione ni comprometa»

Seis ademanes, Cornucopia de México (1940), José Moreno Villa