lunes, 19 de mayo de 2008

No es lo mismo

I

Tetis, porque sabe cuál será el destino de su hijo, intenta ocultarlo de la Guerra y de quienes lo reclaman: el kosmon, el mundo, los otros. Afuera, un árbol de augurios: un tronco —la muerte— y tres ramas de las que penden sendos frutos —la juventud, la gloria y la victoria sobre los troyanos. Adentro, la tranquilidad, la vejez y la renuncia a ser agente del orden. Pero, sobre todo, la vida.

Tetis, porque sabe cuál será el destino de su hijo, lo viste de mujer y lo envía con Licomedes, el rey de Esciros.

*

Sir Thomas Browne, en esas líneas mejor recordadas por servir de guía a las inquietudes lógicas y de razonamiento de Poe, vio en el «nombre que adoptó Aquiles cuando se escondió entre las mujeres» un enigma casi insoluble. Sin embargo, más inquietante es otra circunstancia de esa misma situación: la actitud asumida por Aquiles al encontrarse entre las mujeres pero delante de los hombres. Si bien la madre, al disfrazarlo, quiso el ocultamiento, Aquiles, ante los reclutadores (Odiseo, Áyax y Néstor), casi consuma el engaño. La diferencia es sutil y quizá hasta imperceptible —o inexistente. Pero la intención puede distinguir ambas acciones: la intención de quien oculta es guardar lo ocultado para sí, quien engaña no posee un motivo tan nítido ni tan cómodo para la generalización. Puede engañarse para obtener algo o para deshacerse de alguien, porque era ya la única respuesta posible o porque alguno prefiere no descubrirse frente a otro.

O puede invocarse una intención tautológica: puede engañarse simplemente para engañar a tres hombres.

*

Al menos como especulación malsana, vale la pena decirlo: al travesti lo anima, en esencia, una sola intención, el engaño. Si el disfraz también le impide participar de una guerra —siquiera momentáneamente— o si sólo, descubierto el engaño, le satisface la expresión de asombro del engañado es, de nuevo, un dilema que no admite una respuesta unívoca.


II

Conocemos la búsqueda del presidente Schreber: ser emasculado, ser trocado genitalmente en mujer, ser copulado por Dios y, finalmente, engendrar una nueva raza.

Si hago esta reducción cruda, vulgar, es sólo para mejor exhibir cuál es, a mi juicio, el germen del delirio del Senatspräsident: una curiosidad insaciable, total, hacia el orgasmo femenino.

*

Conocemos también la historia: Zeus y Hera, incapaces de resolver por sí mismos la pregunta de quién —si el hombre o la mujer— disfruta más en el coito, recurren al único ser que había paladeado, en tiempos distintos, ambos placeres: Tiresias. «Éste dijo que, si el placer tuviera diez partes, los hombres gozarían sólo de una y las mujeres de nueve» (Apolodoro, Biblioteca, III, 6, 7).

Para desgracia suya, el presidente Schreber no tuvo un Tiresias a quien interrogar hasta el agotamiento. A diferencia de Zeus y Hera, quiso obtener la respuesta por sí mismo.

*

En uno de los primeros aforismos de Ostraka (Cuaderno de escritura, La esfinge perpleja), Salvador Elizondo anota: «Siempre que los hombres han deseado ser mujeres, han deseado —esencialmente— ser putas».

De nuevo, aunque de forma más velada, la curiosidad obsesiva hacia las sensaciones de la mujer en una relación sexual. Porque ninguna más obligada, más sometida a esas sensaciones que la prostituta.

*

La segunda especulación malsana: el motivo del transexual es el conocimiento o, para precisar, los límites reales del conocimiento. El límite más palpable: el cuerpo. Saber qué siente un cuerpo distinto al mío. Otro límite, a medio camino entre lo real y la abstracción pura, es un enfrentamiento también advertido por Elizondo: «Sólo lo que es irracional —lo que es inanalizable por los sentidos, pero que tiene cualidades sensibles—, puede ser obsesivo». No es ocioso sustituir términos: aunque el hombre es capaz de sentir, le están vedadas las sensaciones femeninas. Pero se resiste a aceptarlo. Está el obstáculo natural y necesario (el cuerpo) y también un muro casi siempre difícil de atacar, el conocimiento. Finalmente, el límite estrictamente puro: la categoría de lo impensable, tal como George Steiner la resume en la primera de sus Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento. Esa supuesta certeza del transexual (ser una mujer arrojada por error en un cuerpo de hombre, o viceversa) es un buen ejemplo de algo impensable. Así como nadie se responde (al menos no seriamente) si la realidad es o no real, así tampoco hay quien cuestione su “ser hombre” con esperanza de arribar a una respuesta convincente. Porque la definición del “ser hombre” no termina en los genitales ni en la lata de cerveza estrellada en la frente. ¿Qué es ser hombre? ¿Cómo puede alguien saber qué es “ser mujer” con el aplomo necesario para declarar “yo soy mujer”? En la declaración, modernamente sana, “yo soy hombre”, hay convencimiento y convención, pero no argumentos. Si el transexual afirma “yo soy mujer”, quizá a su declaración la sostenga, más como vergonzoso andamio que como orgullosa columna, un minúsculo encadenamiento de preguntas: “soy mujer porque quiero saber qué es ser mujer porque quiero saber qué es ser hombre”. Para poder pensar lo impensable, antes hay que pensar de otra manera. Y eso, es también impensable.

III

De vez en cuando, hay que comentar algún aspecto de la actualidad.