martes, 30 de diciembre de 2008

III

Debería ser posible decir, sin decirlo plenamente, que poco puede decirse de esta imagen. Quizá decir: el hidalgo lee —y nada agregar. Esperar que esa sola y mínima oración fuera el reflejo, en la escritura, de la figura del hidalgo: de su melancolía, de su soledad. Porque también para Adolph Schrödter el hidalgo es un melancólico «con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano en la mejilla» (Prólogo de 1605). Porque, contrario a otros ilustradores, Schrödter sabe que el hidalgo está solo en ese cuarto que, acaso imprevisiblemente, se ha convertido en su biblioteca: sin la sobrina o el ama preguntándose qué sucede con él, pero también sin esa inexistente compañía de caballeros y doncellas y hechiceros que, pese a todos los artificios, habitan sólo su mente, ese estrecho e inconmensurable rincón.

Debería ser posible decir, sin decir plenamente: melancolía y soledad —y nada más en esta imagen.

domingo, 21 de diciembre de 2008

II

En la pintura de Delacroix, el hidalgo no lee: fantasea. Su postura es la del melancólico, su mirada la del distraído. La primera, sin embargo, es una representación que difiere de la imagen canónica de Albrecht Dürer: puede ser un detalle sin importancia (o no) que el brazo flexionado sea el izquierdo y no el derecho; puede ser un detalle importante (o no) que ese mismo brazo se apoye no en el cuerpo, sino en el libro que el hidalgo leía antes de distraerse, acaso para decir, con este detalle, que la melancolía mana más de la lectura que de la propia mente, que basta una línea, una palabra del Amadís, para que la bilis negra irrigue las entrañas del lector.

A espaldas del hidalgo, en el punto diametralmente opuesto al de su mirada, hay tres personajes. De las dos mujeres del segundo plano, por el texto, se colige la identidad. No así de la figura del fondo: sus facciones masculinas, su cabeza ladeada, su vaga expresión, incluso que su cuerpo esté oculto casi por completo, hacen dudosa cualquier conjetura. Paradójicamente, esta confusión abona una certeza: que el personaje no pertenece al cuadro o que la justificación de su presencia es caprichosa, quizá secreta —como la ninfa que Aby Warburg encontró en la Visita alla camera della puerpera de Domenico Ghirlandaio.

Pero el hombre, aunque angustiado, tampoco parece ansioso por actuar en la escena que se desarrolla frente a él. Tal vez ha notado que con él dentro, el arco anímico que estructura el cuadro ya no sería tan perfecto. Un arco que es interesante recorrer: la mujer joven compadece a la vieja y ésta al hidalgo. Corto camino de miradas que se interrumpe para precipitarse en el abismo de la distracción y la locura.

lunes, 15 de diciembre de 2008

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[De Doré, existe otro dibujo con una estructura similar a este del hidalgo. Ahí, la habitación también está iluminada por una ventana en la pared derecha, el cortinaje descorrido, la silla principal al centro (al lado de ésta, tan junto que parece una adición natural del asiento, un taburete). Sin embargo, ajenos al motivo principal del dibujo hay apenas unos pocos elementos cotidianos: un atril en donde descansan unos grandes folios que semejan una partitura, un candelabro, un recipiente. Incluso el esposo engañado, Gianciotto Malatesta, casi como una sombra nacida de la interrupción circunstancial, imprevista, de los rayos luminosos, rompe violenta, aunque difusamente, el triángulo que con armonía conforman Paolo y Francesca.

No se trata, es cierto, de resaltar que Paolo y Francesca leían, sino que ambos han signado la sentencia del adulterio y la lujuria. De ahí que el libro amenace con caer de las manos de Francesca.


El único libro en todo el aposento.]

viernes, 12 de diciembre de 2008

Tres imágenes para un hidalgo

I

El hidalgo, sosteniendo una espada con la mano derecha y un libro con la izquierda, lee. Lo rodea una legión que intenta representar, de entrada, sus lecturas. Puede pensarse: caballeros, heraldos, doncellas y raptores, todos han surgido de algún libro, quizá del que lee en ese momento o quizá de los que están apilados cerca de la ventana o arrojados descuidadamente sobre el suelo. Y esta percepción inmediata en parte acierta. Pero esa mujer, abajo, la que se sirve del Amadís como reclinatorio, introduce con su postura suplicante una sutil variación de la idea: por el ángulo de su rostro parece dirigir sus ruegos de libertad al lector y no al caballero de un relato. Entonces puede decirse: algunas figuras no son recuerdos de una lectura, sino elaboraciones del hidalgo. Acaso esa doncella y los tres caballeros que parecen asaltar el trono del hidalgo y la sierpe que se arrastra en las sombras de su asiento, están ahí para mostrar que el cerco está por cerrarse, que el hidalgo, al instante siguiente, sucumbirá.


Un grabado famoso y, tal vez por esa razón, aceptado sin objeciones como ilustración fiel del primer capítulo del Quijote. Fama debida sin duda a la creencia de que toda esa multitud de figuras de verdad ha surgido de la mente de quien lee, que la multitud en realidad es para él compañía.