domingo, 21 de diciembre de 2008

II

En la pintura de Delacroix, el hidalgo no lee: fantasea. Su postura es la del melancólico, su mirada la del distraído. La primera, sin embargo, es una representación que difiere de la imagen canónica de Albrecht Dürer: puede ser un detalle sin importancia (o no) que el brazo flexionado sea el izquierdo y no el derecho; puede ser un detalle importante (o no) que ese mismo brazo se apoye no en el cuerpo, sino en el libro que el hidalgo leía antes de distraerse, acaso para decir, con este detalle, que la melancolía mana más de la lectura que de la propia mente, que basta una línea, una palabra del Amadís, para que la bilis negra irrigue las entrañas del lector.

A espaldas del hidalgo, en el punto diametralmente opuesto al de su mirada, hay tres personajes. De las dos mujeres del segundo plano, por el texto, se colige la identidad. No así de la figura del fondo: sus facciones masculinas, su cabeza ladeada, su vaga expresión, incluso que su cuerpo esté oculto casi por completo, hacen dudosa cualquier conjetura. Paradójicamente, esta confusión abona una certeza: que el personaje no pertenece al cuadro o que la justificación de su presencia es caprichosa, quizá secreta —como la ninfa que Aby Warburg encontró en la Visita alla camera della puerpera de Domenico Ghirlandaio.

Pero el hombre, aunque angustiado, tampoco parece ansioso por actuar en la escena que se desarrolla frente a él. Tal vez ha notado que con él dentro, el arco anímico que estructura el cuadro ya no sería tan perfecto. Un arco que es interesante recorrer: la mujer joven compadece a la vieja y ésta al hidalgo. Corto camino de miradas que se interrumpe para precipitarse en el abismo de la distracción y la locura.

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