Es Inglaterra, pero eso nada dice. Hace algunos meses miré y escuché a Carlos Fuentes ufanarse de repartir su residencia entre Londres y México; de la Ciudad de México mencionó sólo a los amigos, de Londres remarcó su intensa vida cultural. Estoy seguro que pronunció, entre otras como “teatros” y “espectáculos”, las palabras “temporada” y “ópera”, casi una después de la otra. Tal vez Carlos Fuentes elaboró un enunciado no muy distinto al de un agente de viajes bien informado y dueño y ejecutor de una sintaxis correcta: “En Londres, se encuentra la Royal Opera House, donde la Royal Opera presenta siempre una temporada fascinante”. Y, repito, eso nada dice.
Es Inglaterra. Pero podría tratarse de cualquier otro país: España, Estados Unidos, Japón, incluso podría acontecer en México, why not?
Es Nessun Dorma. Sí: la misma que el ahora moribundo Pavarotti convirtió en el himno oficial del Mundial Italia ’90; la misma que repitió cuatro años más tarde, en el Dodger Stadium, para celebrar el inicio del siguiente Mundial: USA ’94; la misma que aparece en antologías con títulos tales como Greatest Hits, The Best o The Very Best; la misma que, es evidente, no puede faltar en el repertorio de Pavarotti & Friends.
Saber más sobre Nessun Dorma es fútil, arrogante.
Pudo ser limosnero del transporte público o doctor en ciencias biomédicas, pero es algo más corriente: vendedor de teléfonos celulares. También es obeso, aparenta ser retraído y asegura tener un sueño. Ante la pregunta de la única mujer del jurado, la imagen vuelta discurso revela que la timidez se ha esfumado, que la obesidad no importa y que el sueño tiene un asomo de realidad. “Para cantar ópera”, responde: fresco, sencillo, como si supiera ya que los siguientes dos minutos son sólo un trámite, un descanso en la escalera que conduce al Éxito. La mujer, según hace ver el mismo discurso, asiente incrédula, emite un insonoro ¡ah!, agitando ligeramente la cabeza de arriba abajo tres o cuatro ocasiones, en un gesto parecido al de aquel que se encuentra en un museo de arte moderno. Otro juez, según la imagen, apenas cae el último eco de la respuesta, retira nervioso de la mesa la mitad de su cuerpo y, todavía nervioso, mira hacia donde se encuentran sus compañeros de labor. Por lo menos él no simula comprender, por el contrario, está tentado a gritar que eso es un disparate. Tal vez, tras una apretada carrera de pensamientos, se diga a sí mismo que su papel ahí es contribuir al entretenimiento y, sobre todo, a las ventas de la empresa. Después viene una inexplicable imagen del vendedor de teléfonos celulares inflando los cachetes, como si estuviera al borde del llanto o en los momentos finales de un berrinche infantil. Probablemente el productor del programa o el editor pensaron que era una buena postal para eliminar cualquier duda a propósito de la pusilanimidad del sujeto que, en el fondo, no deja de hablar.
Se trataba del prólogo: en las Bellas Artes es indispensable.
Por fin llega el momento. ¡Cuántas personas, sosteniendo el teléfono o una taza de café o un cigarrillo, no se enorgullecieron de presenciarlo! Sin preverlo, atestiguaron un hecho irrepetible, prodigioso, ganándose así la envidia de miles, millones de desgraciados que sólo a través de una televisión de 20 pulgadas (y alguna pantalla de plasma) pudieron saber del milagro.
Todavía con las primeras notas, el tercer juez, aquel que antes había escapado de la imagen significativa, suspira e, involuntariamente, recorre con la mirada la figura del vendedor —lo “barre”, diríase coloquialmente. Por lo menos entre los tres especialistas, todo indica que la incredulidad no se ha disipado. Las imágenes del público incitan a pensar otra cosa: la decena de mujeres enfocada sonríe, esperanzadas y ansiosas de sorpresa. Acaso un camarógrafo ganó un aumento en su salario por encontrar a dos ancianas, la viva personificación de la emotividad añejada, la admiración que se otorga sólo a aquello que logra conmover a quienes han vivido setenta u ochenta años en este mundo. Todo está pronto. El vendedor, atisbando lo Sublime, comienza. El juez con marcado estilo militar y aires de Tom Cruise, sigue mirándolo, bolígrafo en boca, reticente a abandonar el cómodo terreno de la reserva. La mujer sonríe, ensayando el gesto que deberá mostrar al final de la interpretación porque, está segura, el final será efímeramente memorable. El tercer juez, más profesional, (según el calificativo adecuado para los personajes serios de la televisión), desperdicia su boleto para la posteridad y prefiere cumplir su trabajo. El público, sin temores ni dudas, entrega la ovación y el aplauso. Una de las ancianas va más lejos: detiene una lágrima antes que ésta se mancille en el suelo. Los silbidos de aprobación, de júbilo, ya están ahí. La mujer entrelaza las manos, confirmando que frente a ella acontece algo extraordinario. Y también ella, como si estuviera compitiendo con la anciana, va más allá: mientras el vendedor afirma, cantando, que vencerá, ella simula sofocarse, como si el éxtasis fuera insoportable para el humano común. Otras mujeres del público se ponen de pie, una de ellas aplaude con fuerza, intentando extinguir la voz del vendedor sólo con el entrechocar de sus palmas. La toma diametral y el posterior alejamiento le dan la razón al vendedor: veni, vidi, vici. Cada vez más personas abandonan sus asientos. La mujer, no sin antes acariciar sus extravagantes pómulos, acaso para simular que el rubor la desborda, se une al aplauso de los cientos que se encuentran detrás. Un suspiro más, esta vez del vendedor, quien luce, simultáneamente, fatigado y descansado. La mujer mira al público, buscando si alguien ha superado su expresividad; el juez sobrio la sigue, pero sólo por inercia; el juez Tom Cruise otorga un brillo inusitado a la imagen exhibiendo su impecable dentadura. Todos sonríen: están satisfechos. Vienen las bromas, los elogios, la inyección de confianza, en suma, el apresurado proceso que desemboca en la realización de un sueño. Vienen las ratificaciones y la aguda música de Aerosmith. Una caravana que no se sabe bien si es de gratitud o de agradecimiento. Las felicitaciones, los inevitables comentarios ahora que el sujeto del juicio se ha retirado. Los supuestos escalofríos. La puerta de salida.
Previsible, pero también irónicamente, la televisión torna suspicaces a los inadaptados.
P. S. Honor a quien honor merece. A pesar de la disparidad en nuestros juicios (no es tanta), debo este video a Xavier. Siempre debería gratificarse a quien le da a uno motivo para escribir más de un párrafo.
Es Inglaterra. Pero podría tratarse de cualquier otro país: España, Estados Unidos, Japón, incluso podría acontecer en México, why not?
Es Nessun Dorma. Sí: la misma que el ahora moribundo Pavarotti convirtió en el himno oficial del Mundial Italia ’90; la misma que repitió cuatro años más tarde, en el Dodger Stadium, para celebrar el inicio del siguiente Mundial: USA ’94; la misma que aparece en antologías con títulos tales como Greatest Hits, The Best o The Very Best; la misma que, es evidente, no puede faltar en el repertorio de Pavarotti & Friends.
Saber más sobre Nessun Dorma es fútil, arrogante.
Pudo ser limosnero del transporte público o doctor en ciencias biomédicas, pero es algo más corriente: vendedor de teléfonos celulares. También es obeso, aparenta ser retraído y asegura tener un sueño. Ante la pregunta de la única mujer del jurado, la imagen vuelta discurso revela que la timidez se ha esfumado, que la obesidad no importa y que el sueño tiene un asomo de realidad. “Para cantar ópera”, responde: fresco, sencillo, como si supiera ya que los siguientes dos minutos son sólo un trámite, un descanso en la escalera que conduce al Éxito. La mujer, según hace ver el mismo discurso, asiente incrédula, emite un insonoro ¡ah!, agitando ligeramente la cabeza de arriba abajo tres o cuatro ocasiones, en un gesto parecido al de aquel que se encuentra en un museo de arte moderno. Otro juez, según la imagen, apenas cae el último eco de la respuesta, retira nervioso de la mesa la mitad de su cuerpo y, todavía nervioso, mira hacia donde se encuentran sus compañeros de labor. Por lo menos él no simula comprender, por el contrario, está tentado a gritar que eso es un disparate. Tal vez, tras una apretada carrera de pensamientos, se diga a sí mismo que su papel ahí es contribuir al entretenimiento y, sobre todo, a las ventas de la empresa. Después viene una inexplicable imagen del vendedor de teléfonos celulares inflando los cachetes, como si estuviera al borde del llanto o en los momentos finales de un berrinche infantil. Probablemente el productor del programa o el editor pensaron que era una buena postal para eliminar cualquier duda a propósito de la pusilanimidad del sujeto que, en el fondo, no deja de hablar.
Se trataba del prólogo: en las Bellas Artes es indispensable.
Por fin llega el momento. ¡Cuántas personas, sosteniendo el teléfono o una taza de café o un cigarrillo, no se enorgullecieron de presenciarlo! Sin preverlo, atestiguaron un hecho irrepetible, prodigioso, ganándose así la envidia de miles, millones de desgraciados que sólo a través de una televisión de 20 pulgadas (y alguna pantalla de plasma) pudieron saber del milagro.
Todavía con las primeras notas, el tercer juez, aquel que antes había escapado de la imagen significativa, suspira e, involuntariamente, recorre con la mirada la figura del vendedor —lo “barre”, diríase coloquialmente. Por lo menos entre los tres especialistas, todo indica que la incredulidad no se ha disipado. Las imágenes del público incitan a pensar otra cosa: la decena de mujeres enfocada sonríe, esperanzadas y ansiosas de sorpresa. Acaso un camarógrafo ganó un aumento en su salario por encontrar a dos ancianas, la viva personificación de la emotividad añejada, la admiración que se otorga sólo a aquello que logra conmover a quienes han vivido setenta u ochenta años en este mundo. Todo está pronto. El vendedor, atisbando lo Sublime, comienza. El juez con marcado estilo militar y aires de Tom Cruise, sigue mirándolo, bolígrafo en boca, reticente a abandonar el cómodo terreno de la reserva. La mujer sonríe, ensayando el gesto que deberá mostrar al final de la interpretación porque, está segura, el final será efímeramente memorable. El tercer juez, más profesional, (según el calificativo adecuado para los personajes serios de la televisión), desperdicia su boleto para la posteridad y prefiere cumplir su trabajo. El público, sin temores ni dudas, entrega la ovación y el aplauso. Una de las ancianas va más lejos: detiene una lágrima antes que ésta se mancille en el suelo. Los silbidos de aprobación, de júbilo, ya están ahí. La mujer entrelaza las manos, confirmando que frente a ella acontece algo extraordinario. Y también ella, como si estuviera compitiendo con la anciana, va más allá: mientras el vendedor afirma, cantando, que vencerá, ella simula sofocarse, como si el éxtasis fuera insoportable para el humano común. Otras mujeres del público se ponen de pie, una de ellas aplaude con fuerza, intentando extinguir la voz del vendedor sólo con el entrechocar de sus palmas. La toma diametral y el posterior alejamiento le dan la razón al vendedor: veni, vidi, vici. Cada vez más personas abandonan sus asientos. La mujer, no sin antes acariciar sus extravagantes pómulos, acaso para simular que el rubor la desborda, se une al aplauso de los cientos que se encuentran detrás. Un suspiro más, esta vez del vendedor, quien luce, simultáneamente, fatigado y descansado. La mujer mira al público, buscando si alguien ha superado su expresividad; el juez sobrio la sigue, pero sólo por inercia; el juez Tom Cruise otorga un brillo inusitado a la imagen exhibiendo su impecable dentadura. Todos sonríen: están satisfechos. Vienen las bromas, los elogios, la inyección de confianza, en suma, el apresurado proceso que desemboca en la realización de un sueño. Vienen las ratificaciones y la aguda música de Aerosmith. Una caravana que no se sabe bien si es de gratitud o de agradecimiento. Las felicitaciones, los inevitables comentarios ahora que el sujeto del juicio se ha retirado. Los supuestos escalofríos. La puerta de salida.
Previsible, pero también irónicamente, la televisión torna suspicaces a los inadaptados.
P. S. Honor a quien honor merece. A pesar de la disparidad en nuestros juicios (no es tanta), debo este video a Xavier. Siempre debería gratificarse a quien le da a uno motivo para escribir más de un párrafo.