lunes, 6 de agosto de 2007

Dos recuerdos (2)

CVIII

Fue una vana congoja de dejarte
Leopoldo Lugones, Alma venturosa


28 de marzo de 2007. Las siete y pocos minutos de la noche. Paseo de la Reforma.
Un hecho cotidiano, es decir, un hecho al mismo tiempo trivial y prodigioso, evidente y con todas las probabilidades en contra de acaecer: dos jóvenes se besan y, no conformes con ejecutar el hecho cotidiano, tienen el descaro de besarse con vehemencia, con furor, casi violentamente —y así intentan distinguirse. Pudiera sustituir esta morosa descripción —que imita la nomenclatura de la Histoire de la folie à l'âge classique— con un único sustantivo: arrobamiento; escribir, entonces, “los jóvenes, arrobados, se besan”. No obstante, ¿cómo conjuntar una palabra de marcado talante decimonónico con la moral que distingue a dicho siglo? ¿Aceptaría doña Perfecta (por recurrir a una autoridad) que, en una avenida sumamente concurrida, dos jóvenes arrobados se besaran? La negativa sería tajante (y el tajo va dirigido contra eso que anima el nunca consumado beso). Además, ¿sabrán estos jóvenes que poseen la cualidad de arrobados? Con lo enfadoso que resulta consultar el diccionario, seguramente ignoran siquiera la existencia de esa palabra. Los subestimo no por casualidad: si los llamo jóvenes es porque púberes es otra rancia palabra cuyo omisión no conviene justificar. Eso que les adjudico (vehemencia, furor, et al), pensé, tiene en la edad su sencilla causa. Pero este circunloquio ha distraído mi atención. Ellos están en el lado opuesto de la avenida, besándose. Mejor será seguirlos. Cruzan la avenida mientras se besan, llegan al otro lado aún besándose. Conclusión: los jóvenes también desconocen el repetido verso de Darío («que te vas para no volver») pero, a su manera, lo intuyen, ergo, se besan incluso cruzando una avenida de cuatro carriles porque no desean malgastar un solo instante de su juventud. Mi desdén hacia ellos continúa: no sólo ignoran palabras y versos que a otros obligaron a memorizar en la escuela secundaria, también son cursis e hipócritas. Por supuesto, no les preocupa si alguien que conoce el significado de una rara palabra y dos o tres frases que suenan bonito los observa —y comienza a pensar sobre lo que hacen. Ellos, ya frente a mí, todavía se besan. Después de medio minuto, quizá menos, un autobús del transporte público se detiene. Ella sube, él se queda. Se revela entonces el verdadero motivo del incesante beso . Antes que el autobús reinicie su marcha, hay tiempo suficiente (cuatro o cinco segundos) para la despedida, que es, por supuesto, la gesticulación de un beso. Él corresponde: finge recibirlo. El autobús se va. Se suceden tres instantes casi imperceptibles: en el primero, el muchacho (ya no más “él”) deja ver que, pese a su actual soledad, no hace mucho asistía al nacimiento del mundo —según la fórmula del poeta; en el segundo instante el muchacho, además de saberse solo, descubre que está desnudo y vulnerable; el instante final supone una decisión: buscar abrigo entre la legión de fantasmas y reos que caminamos en las aceras del Paseo de la Reforma. ¿Y después? Transmutar el recuerdo en mentira: creer, como los sentidos, que la amputación nunca ocurrió.




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