miércoles, 15 de agosto de 2007

Detectives, archienemigos y otras conductas excéntricas


Es cierto: la discusión es anacrónica y quizá hasta inútil. Sin embargo, ¿por qué no decirlo? La novela negra no pudo ser sin la novela de detectives; basta comparar los títulos de dos ensayos (Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes, El simple arte del asesinato) para advertir que el modelo racional e impecable de la novela policíaca inglesa provocó, entre otras cosas, la reacción de dos o tres escritores que, en su continuo apego a lo práctico, reafirmaban su condición de americanos. De nuevo el viejo enfrentamiento del espíritu contra la utilidad.

¿En qué momento nace, literariamente, la novela negra? ¿Cuál rendija, cuál puerta entreabierta, cuál ventana mal colocada utilizaron la Violencia, la Corrupción y el Sexo (llevando consigo la imprescindible botella de whisky) para colarse al sobrio Salón de las Deducciones?

En una escena intermedia de El problema final, Sherlock Holmes descubre una emoción que hacía mucho tiempo no perturbaba sus operaciones mentales: el miedo. De pie, entre el mundo y la habitación de Baker Street, conteniendo todos los crímenes que caerán sobre Londres, se encuentra el profesor Moriarty, la posibilidad hecha carne de un Holmes perverso. El diálogo, por supuesto, es cortés: Moriarty ensaya una especie de elogio y, acto seguido, hace evidente el revólver que Holmes empuña bajo el batín. Tal vez Holmes se siente un poco estúpido (como los ladrones, aristócratas, militares y todos aquellos que debieron soportar sus explicaciones), pues descubre el arma y decide dejarla sobre una mesa cercana. La conversación se reanuda, los elogios mejoran y, por un instante, el refinamiento se tambalea: algo muy parecido al descaro de Philip Marlowe se revuelve en el interior de Holmes y lo incita a afirmar que el peligro forma parte de su trabajo. Pero la crisis pasa muy pronto: en su siguiente línea, Holmes ofrece una disculpa. El encuentro finaliza, inevitablemente, con un tibio agradecimiento de Holmes y una no menos tibia promesa de Moriarty. El profesor se retira y Holmes comienza a percatarse que Londres es una trampa gigantesca preparada para él.

Durante esa entrevista, sin que lo advirtieran los involucrados (Conan Doyle, el primero de ellos), irrumpe la novela negra. Un detective, que conoce y puede probar que quien está frente a él es el verdadero criminal (de quien los demás son meras marionetas), ¿aceptaría dejarlo ir como si se tratara de un vendedor cualquiera que ofrece su producto en todas las puertas? Algunos años más tarde y del otro lado del Atlántico, hubo quien respondió con una negativa. O se derrama toda la sangre posible (como en Cosecha Roja) o se desiste de actuar por poseer sólo rumores y sospechas (como en Adiós, muñeca), o cualquier otra opción excepto la impasibilidad.

A propósito de tan inexplicable conducta, Raymond Chandler apuntó, no sin ironía, que «el escritor inglés primero es un caballero (o no) y sólo después un escritor».

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