domingo, 9 de diciembre de 2007

Últimos fragmentos

V

Aunque redivivo, Constantine es un suicida. Aunque expulsa demonios a cada momento, Constantine se sabe irremediablemente condenado. O quizá no. Trabaja esperando su paga: la redención. La esperanza nace del hecho inexplicable de seguir vivo: inescrutable designio de Dios devolverlo a este mundo, incluso después de haber pasado un par de minutos entre las llamas eternas.

Juego milenario, piensa Job; y de final previsible, agrega Fausto.


VI

Constantine pudiera tener un problema con la realidad: no es la misma que los demás consideran como tal. Por lo menos no es la realidad donde se acepta sin mayores objeciones que una enferma mental, al arrojarse desde una azotea, simplemente se suicida.

Constantine pudiera tener un problema, pero no lo tiene. La realidad en la que él cree es afín a la realidad en la que creen sus próximos. Como don Quijote en sus segundas aventuras, una corte entera le ayuda a montar la escena. Un viejo truco, siempre eficaz.


VII

Inexplicable creencia: descreer de la realidad. Sin saber de dónde viene, algunos la poseen —y por ella son poseídos. Después viene mucho cine, muchas lecturas, muchos colores, muchos mundos (falazmente) ajenos a éste; después vienen los que apuntalan esos mundos. Pero, visto con detenimiento, la corte misma es prescindible. Lo necesario es tener tan extraño inquilino alojado en la mente.


VIII

Constantine, a diferencia de cualquier ser humano, es capaz de trascender su realidad —y, si la ocasión lo permite, la trasciende para visitar el infierno.

No es poca cosa, máxime para un ser humano cualquiera cuyo mundo, tantas veces recorrido, es ya monótono.


IX

«El mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas», escribió Wittgenstein. Quien descree de la realidad descree, fundamentalmente, de los hechos.


X

Alguna vez —Miguel lo recordará— aseguré que la muerte es la única experiencia que no puedes experimentar. El planteamiento, por retórico, suena interesante. Pero es impreciso. Modifico entonces: la muerte (como el nacimiento) es la única experiencia estrictamente irrepetible. Parece que no se experimenta porque sospechamos que ni siquiera hay tiempo para experimentarla. Como en el nacimiento, el instante que dicta la vida, que dicta la muerte, es inasible.


XI

La fantasía del funeral: morir y, de alguna forma que nadie define, permanecer consciente para saber qué hacen los deudos ante nuestro deceso —pero también para tener un poco más de tiempo y entender no qué es la muerte, sino, adquirido finalmente algo distinto con qué comparar, entender qué es la realidad.


XII

Hora de ensayar una conclusión.

Suicidarse no porque, cual yonqui consumado, se esté ansioso de nuevas experiencias. No. Suicidarse porque se intuye que la muerte resuelve el problema con la realidad.



domingo, 2 de diciembre de 2007

Fragmentos sobre el suicidio (más ajenos que propios)

ché non è giusto aver ciò ch'om si toglie
[que no es justo tener lo que se arroja]
Inferno, XIII, 105

I

Josef K. tiene dos oportunidades para suicidarse, las dos en apariencia previsibles: al inicio y al final de su proceso. Pero esta es una opinión injusta. Parecen previsibles porque el lector no es Josef K. y, en consecuencia, puede ver que éste se inicia en algo que lo encaminará irremediablemente a un final. A diferencia de don Quijote, Josef K. no encuentra —en la calle, en una librería cercana a la catedral, acumulando polvo en la buhardilla de Titorelli— algún ejemplar de su propia historia contada por un tal Franz Kafka. Y aquí es necesario repetir lo que tantas veces ha sido repetido: al saberse famosos protagonistas de un libro —es decir, de muchas conversaciones—, don Quijote y Sancho cambian, menos imprudente uno, más sensato el otro, ambos más dignos. Por eso aventuro: carente de ese raro conocimiento de las propias acciones —pasadas o futuras— contadas por otro, Josef K. es incapaz de matarse, en especial, al inicio del relato.

Suposiciones vanas. Kafka no pudo ser más específico: «A K. le extrañó, o al menos le extrañó dadas las ideas de los guardianes, que le hubiesen empujado a la habitación y que le dejasen solo en un lugar donde tenía una docena de posibilidades de suicidarse. Al mismo tiempo, y esta vez a partir de sus propias ideas, no dejó de preguntarse qué razones había para hacerlo. ¿Acaso porque los dos hombres de la habitación de al lado se le habían comido el desayuno? Habría sido tan insensato suicidarse que, aun queriendo hacerlo, no habría podido conseguirlo por esa misma insensatez».

Es cierto: ¿quién se suicidaría porque otro le roba su desayuno?


II

Camus, en uno de los primeros párrafos de Un razonamiento absurdo: «Hay muchas causas para un suicidio y, de forma general, no siempre las más aparentes son las más eficaces. Raramente nos suicidamos por reflexión (aunque no haya de excluirse la hipótesis). Lo que desencadena la crisis es casi siempre incontrolable. Los periódicos suelen hablar de “íntima congoja” o de “enfermedad incurable”. Esas explicaciones son válidas. Pero habría que saber si ese mismo día un amigo del desesperado le habló en un tono indiferente. Él sería el culpable. Pues eso puede bastar para precipitar todos los rencores y todas las lasitudes todavía en suspensión».

(momento para la condescendencia literaria)

Es cierto: ¿quién no se suicidaría ante la indolencia de esa voz que —en el otro lado de la línea, en el otro extremo de la mesa— finge responder?


III

«Soy yo el dueño de la muerte / y de la vida. / Yo hiero y yo curo. / No hay nadie que se libre / de mi mano». Ese es el precepto divino o, para invocarlo en toda su dignidad, es el precepto de Elohim, pues las palabras pertenecen al Deuteronomio (XXXII, 39). Más tarde, el Apóstol, aunque inundado ya por la clemencia del Hijo, está obligado a confirmar a los romanos (XIV, 7-8) cuál es la única senda permitida: «Porque ninguno de nosotros vive para sí, y ninguno muere para sí. Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, vivamos o muramos, somos del Señor».

Con tales premisas, sencilla resulta la conclusión: el suicidio, para el creyente, es sin duda el máximo gesto de soberbia; utilizando engañosamente a Borges, diríase que el suicidio «prodigiosamente nos confunde con la divinidad».

Se ofende a Dios en su potestad, cierto, pero en este argumento persiste algún aire malsano, enrarecido, de abadía, de monasterio. Más humano (menos divino) sería conjeturar que el suicidio, sobre todo después del Evangelio, ofende el infinito amor de Dios, lo defrauda. Frente al suicida (pero no solamente), la más excelsa de las manifestaciones de ese amor, el sacrificio del Ungido, habría sido inútil.

Mediando la Crucifixión, ¿quién podría suicidarse porque otro le roba su desayuno o a causa de un amigo fastidiado?

Mediando la culpa generada por el mayor de los gestos de amor (Jn. XV, 13), ¿quién podría suicidarse?


IV

Largo y fatigoso camino para comentar un episodio que muy pocos, tal vez sólo los afectados, considerarán importante: el suicidio de un hombre.

Según leo, el miércoles pasado fue hallado un hombre que se mató sujetando con su cinturón una bolsa de plástico alrededor de su cuello. 38 años, acompañada su vida por una novia, dueño de un edificio (herencia de su madre) que rentaba. Para emplear los términos propios de la nota roja, el hombre ni atravesaba una crisis sentimental ni una crisis financiera; para emplear términos más presuntuosos: ni Werther ni el crack del ’29. Su único motivo (aparente): la película Constantine.




martes, 30 de octubre de 2007

Un otro

Lord, we know what we are, but know not what we may be
Hamlet, IV, v

Falto de ocupaciones, descubro que, hasta el 24 de octubre, eran poco más de 10 millones y medio los residentes de Second Life. ¿Quién puede asombrarse ante esta cifra? No quienes, siquiera vagamente, intuyen que, comparados con el número total de usuarios de Internet, nada son esos 10,539,781 avatares: según una página que no sé si es de confiar, los residentes de Second Life vendrían a completar a duras penas el 0.85% de todos los surfers que se arremolinan en torno a la red. Además, ejemplos como los de Hotmail o iTunes enseñan que esa misma cifra, pasados algunos días, algunas semanas, será sustituida por otra que revele el nunca sorpresivo aumento de personas que se han convencido de los beneficios de tan depurado producto.

Por una búsqueda escueta también me entero que en el mundo de Second Life hay, amén de los elementos indispensables como los apartamentos y las tiendas, conciertos, concursos de belleza e incluso un Tokio. Por supuesto, el rock-star y la Miss Universe y el corredor de bolsa son meras siluetas de cartón sostenidas por, digamos, un recatado profesor universitario o alguna sueca septuagenaria.

Si no me asombro, tampoco me escandalizo. Quienes crearon Second Life sólo atinaron a aprovechar una inquietud que, en otro tiempo, diríase propia de la naturaleza humana: ser, al menos por unos pocos instantes, alguien distinto; ser, digamos so riesgo de incurrir en un lugar común, otro.

«Heraclides Póntico refiere con admiración que Pitágoras recordaba haber sido Pirro y antes Euforbo y antes algún otro mortal». Este es Borges transcribiendo, a su manera, un par de líneas del ya mentado presocrático. Sin embargo, más interesante es la conclusión que sucede a dicho catálogo: «para recordar vicisitudes análogas yo no preciso recurrir a la suerte ni aun a la impostura». La condición que Elias Canetti consideraba vital en el escritor (pero también en cualquier hombre), el don de la metamorfosis, es una forma más mítica para nombrar ese artificio que, sin ser azar ni fingimiento, ejerció no ya el narrador de La lotería en Babilonia, sino el propio Borges y los restantes (pero escasos) «custodios de la metamorfosis»: ser, por virtud de una pasión ancestral, «cualquier ser, incluso el más ínfimo, el más ingenuo o importante».

Marcel Schwob, casi ochenta años antes del discurso de Canetti, escribió sus Vidas imaginarias. El título, sobra decirlo, es inmejorable para confirmar eso que no necesita confirmación: que el escritor vive, mientras se agota la escritura, la vida de esos otros que pueblan primero su mente y después su página. Piratas, una «moza enamorada», Eróstrato, Petronio, un par de homicidas, un juez. Veintitrés vidas diferentes. ¿Para qué? Quizá para vivir un instante de esas vidas y, también, para vivir, siquiera por un instante, esas otras vidas —aunque siempre sintiendo sobre el cuello el borde afilado de una amenaza: «Petronio olvidó completamente el arte de escribir en cuanto vivió la vida que había imaginado».

¿Qué motiva que alguien decida bosquejar veintitrés vidas distintas, como Schwob, o que se empeñe en cubrir casi todos los detalles de una sola vida alterna, como algún residente de Second Life? Respondo, de nuevo, con lugares comunes: hastío de la propia vida, exceso de ocio, incapacidad de saber qué hacer con todo lo que —según creemos— pudimos ser.

¿Vivir la vida de otro? Lo dudo. Más preciso sería decir: vivir, al contar la vida de otros, la propia vida; advertir que el artificio, cualquiera que éste sea (la impostura, la metamorfosis, la Second Life, una operación quirúrgica), es inútil: aunque no puedo decir quién soy yo, tampoco puedo dejar de ser ese yo.



P. S. El agradecimiento habitual. Esta vez debo a Gama (con menor frecuencia llamado Gamaliel) y a su plática la oportunidad para decir mucho de lo que aquí está escrito. Obrigado pela paciência.






viernes, 5 de octubre de 2007

Sobre "Después de la boda" (2)


Pocas líneas.

La historia, en la película, depende en buena medida del silencio de los personajes. Helene no revela su embarazo a Jacob; ni Jacob ni Helene aclaran el mutuo deseo de que el otro vuelva; Jorgen oculta su enfermedad a su esposa y a su hija y, si bien se confiesa con Jacob, lo hace sólo por sentirse acorralado.

La apariencia de libertad inherente a toda decisión se revela, sobre todo, al reparar en que siempre se decide por otro. En este caso, la decisión de callar es, para los otros, la imposición de no escuchar. Y viceversa: la decisión de hablar —casi siempre consecuencia de un reclamo— es, para los otros, la imposición de escuchar. Descubierta la fuente, sólo resta esperar a que el flujo se agote para poder retirarnos. «Escuchar», anota Javier Marías en Corazón tan blanco, «es lo más peligroso, es saber, es estar enterado y estar al tanto, los oídos carecen de párpados que puedan cerrarse instintivamente a lo pronunciado, no pueden guardarse de lo que se presiente que va a escucharse, siempre es demasiado tarde».

miércoles, 26 de septiembre de 2007

Sobre "Después de la boda" (1)

Ayer vi, vimos, Después de la boda. Hoy escribo. Y advierto: si quien lee esto aún no ha visto la película, preferible que no siga leyendo.

Según mi apresurado y parco juicio, son dos los sostenes de la película, de la historia: la añoranza y el silencio. Lo del silencio lo dejaré para otra nota.



Jacob y su hija se citan en un restaurante. El hecho, antes, pudo ser inexplicable: apenas dos o tres días atrás se interrumpió la secuencia de veintitantos años durante los cuales ninguno sabía de la existencia del otro. El hecho, ahora, es ineludible.
Estrictamente, la vida no admite síntesis ni resúmenes; si quisiéramos narrarla necesitaríamos el mismo tiempo que nos llevó vivirla, y quizá un poco más. Ya se lee en Corazón tan blanco: «Hasta las cosas más imborrables tienen una duración, como las que no dejan huella o ni siquiera suceden, y si estamos prevenidos y las anotamos o las grabamos o las filmamos, y nos llenamos de recordatorios e incluso tratamos de sustituir lo ocurrido por la mera constancia y registro y archivo de que ocurrió, de modo que lo que en verdad ocurra desde el principio sea nuestra anotación o nuestra grabación o nuestra filmación, sólo eso; aun en ese perfeccionamiento infinito de la repetición habremos perdido el tiempo en que las cosas acontecieron de veras». Jacob y Anna, como cualquiera de nosotros, están atados a su memoria. Quizá por eso Anna confiesa: “he traído algunas fotos”. La ficción de la fotografía corrige, siquiera por pocos minutos más, la incómoda certeza de saber que nuestra vida, lo que recordamos de ella, puede ser narrada durante una cita que comenzó a media tarde y amenaza finalizar esa misma noche. Anna abre el álbum, Jacob se asoma.
Jacob, sin él quererlo, nada supo de cumpleaños o vacaciones o travesuras infantiles. No obstante, es evidente que Jacob siente, cada vez con más intensidad, añoranza por ese pasado —pasado del que él no fue testigo: imagino lo que no viví contigo.

Helene comenta con Jorgen la posibilidad de ubicar a sus hijos gemelos en diferentes salones de clase. Esta vez ambos saben: Helene sabe que Jorgen está desahuciado, Jorgen sabe que Helene sabe. La consecuencia de este conocimiento: que todo parezca una farsa. Por eso Jorgen se asombra, pero también se duele, ante el comentario de Helene; como lo advierte él mismo, prevenir el futuro («futuro abstracto», acotación también presente en la novela de Marías) es algo que le está vedado. Si los gemelos, con el cambio de aula, crecen alejados de las pandillas danesas, es algo que él no verá. Entonces las lágrimas y el reclamo, las lágrimas y la súplica.
Jorgen, sin él quererlo, nada sabrá de cumpleaños o vacaciones o problemas de adolescentes. No obstante, es evidente que Jorgen siente, cada vez con más intensidad, añoranza por ese futuro —futuro del que no será testigo: imagino lo que no viviré contigo.

lunes, 3 de septiembre de 2007

Un largo instante de "Los olvidados"

La escena, porque pertenece a la película, ha sido repetida en centenares de ocasiones: el director de la granja, arguyendo motivos pedagógicos y sugiriendo alguno personal, da un billete de cincuenta pesos al niño para que éste le compre cigarros en un estanquillo próximo. El niño, emocionado, toma el billete y sale de la granja. Sin embargo, la esperanza de redención pronto se escabulle: el Jaibo descubre a Pedro y, tras un forcejeo, le roba el dinero. Otra huida, la del Jaibo: un camión del transporte público, casual pero previsiblemente, encamina su ruidosa marcha hacia donde luchan los jóvenes; un último empujón arroja a Pedro al suelo e impulsa al Jaibo al camión. A cambio de la esperanza, la desolación.

Después vienen la furia, la tentativa burda e inútil de venganza, el papel del fugitivo, el asesinato, la reunión de los desechos. Todo provocado por un gesto: la entrega del billete —es decir, de la confianza.

Tanto azar motiva la sospecha. La buena intención del director, el billete de cincuenta a falta de suelto, la salida de Pedro, la espera del Jaibo, la aparición del camión. En suma, los actos de Pedro importan menos que los actos de quienes le rodean: dado que cualquiera es incapaz de controlar todo, tarde o temprano una cajetilla vacía puede desencadenar la muerte. No obstante, la conjetura no es sinónimo de evidencia: una acusación contra el director por homicidio sería insostenible, al igual que otra contra el chofer del camión por asociación delictuosa. Además, desde otra arena, algún defensor del albedrío sugeriría que Pedro pudo detenerse de alguna forma mientras se precipitaba, digamos, no buscando al Jaibo o regresando a la granja a pesar de la pérdida del billete.

La escena ha sido repetida incontables ocasiones, quizá por eso a veces se desea que, siquiera una vez, las cosas sucedan de otro modo.

jueves, 16 de agosto de 2007

Vincerò!

Es Inglaterra, pero eso nada dice. Hace algunos meses miré y escuché a Carlos Fuentes ufanarse de repartir su residencia entre Londres y México; de la Ciudad de México mencionó sólo a los amigos, de Londres remarcó su intensa vida cultural. Estoy seguro que pronunció, entre otras como “teatros” y “espectáculos”, las palabras “temporada” y “ópera”, casi una después de la otra. Tal vez Carlos Fuentes elaboró un enunciado no muy distinto al de un agente de viajes bien informado y dueño y ejecutor de una sintaxis correcta: “En Londres, se encuentra la Royal Opera House, donde la Royal Opera presenta siempre una temporada fascinante”. Y, repito, eso nada dice.
Es Inglaterra. Pero podría tratarse de cualquier otro país: España, Estados Unidos, Japón, incluso podría acontecer en México, why not?

Es Nessun Dorma. Sí: la misma que el ahora moribundo Pavarotti convirtió en el himno oficial del Mundial Italia ’90; la misma que repitió cuatro años más tarde, en el Dodger Stadium, para celebrar el inicio del siguiente Mundial: USA ’94; la misma que aparece en antologías con títulos tales como Greatest Hits, The Best o The Very Best; la misma que, es evidente, no puede faltar en el repertorio de Pavarotti & Friends.
Saber más sobre Nessun Dorma es fútil, arrogante.

Pudo ser limosnero del transporte público o doctor en ciencias biomédicas, pero es algo más corriente: vendedor de teléfonos celulares. También es obeso, aparenta ser retraído y asegura tener un sueño. Ante la pregunta de la única mujer del jurado, la imagen vuelta discurso revela que la timidez se ha esfumado, que la obesidad no importa y que el sueño tiene un asomo de realidad. “Para cantar ópera”, responde: fresco, sencillo, como si supiera ya que los siguientes dos minutos son sólo un trámite, un descanso en la escalera que conduce al Éxito. La mujer, según hace ver el mismo discurso, asiente incrédula, emite un insonoro ¡ah!, agitando ligeramente la cabeza de arriba abajo tres o cuatro ocasiones, en un gesto parecido al de aquel que se encuentra en un museo de arte moderno. Otro juez, según la imagen, apenas cae el último eco de la respuesta, retira nervioso de la mesa la mitad de su cuerpo y, todavía nervioso, mira hacia donde se encuentran sus compañeros de labor. Por lo menos él no simula comprender, por el contrario, está tentado a gritar que eso es un disparate. Tal vez, tras una apretada carrera de pensamientos, se diga a sí mismo que su papel ahí es contribuir al entretenimiento y, sobre todo, a las ventas de la empresa. Después viene una inexplicable imagen del vendedor de teléfonos celulares inflando los cachetes, como si estuviera al borde del llanto o en los momentos finales de un berrinche infantil. Probablemente el productor del programa o el editor pensaron que era una buena postal para eliminar cualquier duda a propósito de la pusilanimidad del sujeto que, en el fondo, no deja de hablar.
Se trataba del prólogo: en las Bellas Artes es indispensable.

Por fin llega el momento. ¡Cuántas personas, sosteniendo el teléfono o una taza de café o un cigarrillo, no se enorgullecieron de presenciarlo! Sin preverlo, atestiguaron un hecho irrepetible, prodigioso, ganándose así la envidia de miles, millones de desgraciados que sólo a través de una televisión de 20 pulgadas (y alguna pantalla de plasma) pudieron saber del milagro.

Todavía con las primeras notas, el tercer juez, aquel que antes había escapado de la imagen significativa, suspira e, involuntariamente, recorre con la mirada la figura del vendedor lo “barre”, diríase coloquialmente. Por lo menos entre los tres especialistas, todo indica que la incredulidad no se ha disipado. Las imágenes del público incitan a pensar otra cosa: la decena de mujeres enfocada sonríe, esperanzadas y ansiosas de sorpresa. Acaso un camarógrafo ganó un aumento en su salario por encontrar a dos ancianas, la viva personificación de la emotividad añejada, la admiración que se otorga sólo a aquello que logra conmover a quienes han vivido setenta u ochenta años en este mundo. Todo está pronto. El vendedor, atisbando lo Sublime, comienza. El juez con marcado estilo militar y aires de Tom Cruise, sigue mirándolo, bolígrafo en boca, reticente a abandonar el cómodo terreno de la reserva. La mujer sonríe, ensayando el gesto que deberá mostrar al final de la interpretación porque, está segura, el final será efímeramente memorable. El tercer juez, más profesional, (según el calificativo adecuado para los personajes serios de la televisión), desperdicia su boleto para la posteridad y prefiere cumplir su trabajo. El público, sin temores ni dudas, entrega la ovación y el aplauso. Una de las ancianas va más lejos: detiene una lágrima antes que ésta se mancille en el suelo. Los silbidos de aprobación, de júbilo, ya están ahí. La mujer entrelaza las manos, confirmando que frente a ella acontece algo extraordinario. Y también ella, como si estuviera compitiendo con la anciana, va más allá: mientras el vendedor afirma, cantando, que vencerá, ella simula sofocarse, como si el éxtasis fuera insoportable para el humano común. Otras mujeres del público se ponen de pie, una de ellas aplaude con fuerza, intentando extinguir la voz del vendedor sólo con el entrechocar de sus palmas. La toma diametral y el posterior alejamiento le dan la razón al vendedor: veni, vidi, vici. Cada vez más personas abandonan sus asientos. La mujer, no sin antes acariciar sus extravagantes pómulos, acaso para simular que el rubor la desborda, se une al aplauso de los cientos que se encuentran detrás. Un suspiro más, esta vez del vendedor, quien luce, simultáneamente, fatigado y descansado. La mujer mira al público, buscando si alguien ha superado su expresividad; el juez sobrio la sigue, pero sólo por inercia; el juez Tom Cruise otorga un brillo inusitado a la imagen exhibiendo su impecable dentadura. Todos sonríen: están satisfechos. Vienen las bromas, los elogios, la inyección de confianza, en suma, el apresurado proceso que desemboca en la realización de un sueño. Vienen las ratificaciones y la aguda música de Aerosmith. Una caravana que no se sabe bien si es de gratitud o de agradecimiento. Las felicitaciones, los inevitables comentarios ahora que el sujeto del juicio se ha retirado. Los supuestos escalofríos. La puerta de salida.

Previsible, pero también irónicamente, la televisión torna suspicaces a los inadaptados.


P. S. Honor a quien honor merece. A pesar de la disparidad en nuestros juicios (no es tanta), debo este video a Xavier. Siempre debería gratificarse a quien le da a uno motivo para escribir más de un párrafo.

miércoles, 15 de agosto de 2007

Detectives, archienemigos y otras conductas excéntricas


Es cierto: la discusión es anacrónica y quizá hasta inútil. Sin embargo, ¿por qué no decirlo? La novela negra no pudo ser sin la novela de detectives; basta comparar los títulos de dos ensayos (Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes, El simple arte del asesinato) para advertir que el modelo racional e impecable de la novela policíaca inglesa provocó, entre otras cosas, la reacción de dos o tres escritores que, en su continuo apego a lo práctico, reafirmaban su condición de americanos. De nuevo el viejo enfrentamiento del espíritu contra la utilidad.

¿En qué momento nace, literariamente, la novela negra? ¿Cuál rendija, cuál puerta entreabierta, cuál ventana mal colocada utilizaron la Violencia, la Corrupción y el Sexo (llevando consigo la imprescindible botella de whisky) para colarse al sobrio Salón de las Deducciones?

En una escena intermedia de El problema final, Sherlock Holmes descubre una emoción que hacía mucho tiempo no perturbaba sus operaciones mentales: el miedo. De pie, entre el mundo y la habitación de Baker Street, conteniendo todos los crímenes que caerán sobre Londres, se encuentra el profesor Moriarty, la posibilidad hecha carne de un Holmes perverso. El diálogo, por supuesto, es cortés: Moriarty ensaya una especie de elogio y, acto seguido, hace evidente el revólver que Holmes empuña bajo el batín. Tal vez Holmes se siente un poco estúpido (como los ladrones, aristócratas, militares y todos aquellos que debieron soportar sus explicaciones), pues descubre el arma y decide dejarla sobre una mesa cercana. La conversación se reanuda, los elogios mejoran y, por un instante, el refinamiento se tambalea: algo muy parecido al descaro de Philip Marlowe se revuelve en el interior de Holmes y lo incita a afirmar que el peligro forma parte de su trabajo. Pero la crisis pasa muy pronto: en su siguiente línea, Holmes ofrece una disculpa. El encuentro finaliza, inevitablemente, con un tibio agradecimiento de Holmes y una no menos tibia promesa de Moriarty. El profesor se retira y Holmes comienza a percatarse que Londres es una trampa gigantesca preparada para él.

Durante esa entrevista, sin que lo advirtieran los involucrados (Conan Doyle, el primero de ellos), irrumpe la novela negra. Un detective, que conoce y puede probar que quien está frente a él es el verdadero criminal (de quien los demás son meras marionetas), ¿aceptaría dejarlo ir como si se tratara de un vendedor cualquiera que ofrece su producto en todas las puertas? Algunos años más tarde y del otro lado del Atlántico, hubo quien respondió con una negativa. O se derrama toda la sangre posible (como en Cosecha Roja) o se desiste de actuar por poseer sólo rumores y sospechas (como en Adiós, muñeca), o cualquier otra opción excepto la impasibilidad.

A propósito de tan inexplicable conducta, Raymond Chandler apuntó, no sin ironía, que «el escritor inglés primero es un caballero (o no) y sólo después un escritor».

lunes, 6 de agosto de 2007

Dos recuerdos (2)

CVIII

Fue una vana congoja de dejarte
Leopoldo Lugones, Alma venturosa


28 de marzo de 2007. Las siete y pocos minutos de la noche. Paseo de la Reforma.
Un hecho cotidiano, es decir, un hecho al mismo tiempo trivial y prodigioso, evidente y con todas las probabilidades en contra de acaecer: dos jóvenes se besan y, no conformes con ejecutar el hecho cotidiano, tienen el descaro de besarse con vehemencia, con furor, casi violentamente —y así intentan distinguirse. Pudiera sustituir esta morosa descripción —que imita la nomenclatura de la Histoire de la folie à l'âge classique— con un único sustantivo: arrobamiento; escribir, entonces, “los jóvenes, arrobados, se besan”. No obstante, ¿cómo conjuntar una palabra de marcado talante decimonónico con la moral que distingue a dicho siglo? ¿Aceptaría doña Perfecta (por recurrir a una autoridad) que, en una avenida sumamente concurrida, dos jóvenes arrobados se besaran? La negativa sería tajante (y el tajo va dirigido contra eso que anima el nunca consumado beso). Además, ¿sabrán estos jóvenes que poseen la cualidad de arrobados? Con lo enfadoso que resulta consultar el diccionario, seguramente ignoran siquiera la existencia de esa palabra. Los subestimo no por casualidad: si los llamo jóvenes es porque púberes es otra rancia palabra cuyo omisión no conviene justificar. Eso que les adjudico (vehemencia, furor, et al), pensé, tiene en la edad su sencilla causa. Pero este circunloquio ha distraído mi atención. Ellos están en el lado opuesto de la avenida, besándose. Mejor será seguirlos. Cruzan la avenida mientras se besan, llegan al otro lado aún besándose. Conclusión: los jóvenes también desconocen el repetido verso de Darío («que te vas para no volver») pero, a su manera, lo intuyen, ergo, se besan incluso cruzando una avenida de cuatro carriles porque no desean malgastar un solo instante de su juventud. Mi desdén hacia ellos continúa: no sólo ignoran palabras y versos que a otros obligaron a memorizar en la escuela secundaria, también son cursis e hipócritas. Por supuesto, no les preocupa si alguien que conoce el significado de una rara palabra y dos o tres frases que suenan bonito los observa —y comienza a pensar sobre lo que hacen. Ellos, ya frente a mí, todavía se besan. Después de medio minuto, quizá menos, un autobús del transporte público se detiene. Ella sube, él se queda. Se revela entonces el verdadero motivo del incesante beso . Antes que el autobús reinicie su marcha, hay tiempo suficiente (cuatro o cinco segundos) para la despedida, que es, por supuesto, la gesticulación de un beso. Él corresponde: finge recibirlo. El autobús se va. Se suceden tres instantes casi imperceptibles: en el primero, el muchacho (ya no más “él”) deja ver que, pese a su actual soledad, no hace mucho asistía al nacimiento del mundo —según la fórmula del poeta; en el segundo instante el muchacho, además de saberse solo, descubre que está desnudo y vulnerable; el instante final supone una decisión: buscar abrigo entre la legión de fantasmas y reos que caminamos en las aceras del Paseo de la Reforma. ¿Y después? Transmutar el recuerdo en mentira: creer, como los sentidos, que la amputación nunca ocurrió.




sábado, 4 de agosto de 2007

Dos recuerdos (1)

Se dice, acaso con razón, que ciertos libros contienen todo lo que el ser humano es: la prefiguración de sus emociones, repeticiones incesantes de un hecho que obligan a sospechar del destino o de la historia, palabras que al ser pronunciadas dejan la extraña sensación de ser apenas un eco. La Biblia, el libro de Las mil y una noches, la herencia de la antigüedad grecolatina, la obra de Shakespeare. A esta enumeración añado, no sin temeridad, Moby Dick or the White Whale. Quiero imaginar que los siguientes dos recuerdos son la renovada representación de temas que ya estaban en Melville: a mí sólo me tocó presenciarlos.



LXXXVII

Porque las palabras que había oído hasta entonces, hasta entonces lo supe, no tenían ningún sonido, no sonaban; se sentían; pero sin sonido, como las que se oyen durante los sueños
Pedro Páramo

Era tarde. Quisiera escribir, con la certeza con que lo haría ahora, que afuera llovía, pero me siento como si estuviera recordando un sueño: la lluvia es apenas una intuición, una presencia que lo mismo podría pertenecer a otro recuerdo, a otro sueño, que a éste que obligo a mostrarse. Aquella era una de las tantas tardes de los últimos cuatro años: salí de la universidad y abordé el metro para regresar a casa. Creo que era una hora desacostumbrada para mí y acostumbrada para los oficinistas: muchos de ellos habían llenado el vagón que por pocas estaciones permaneció casi vacío. Sobra decir aquello que el citoyen conoce: una vez sepultado entre los andenes, el hombre pierde el atrevimiento de mirar a los demás, se revuelve ante la idea de requerir más aire y al mismo tiempo advertir que no hay manera de obtenerlo. Rutinaria situación. Fue en la estación Zapata (tal vez antes, tal vez después) donde abordaron dos mujeres jóvenes, que frisaban los veinte años. En esto no hay nada sorpresivo. Así como para el griego era inconmensurable la diagonal del cuadrilátero, para mí lo es el número de personas que viven (con todo lo que el verbo implica) en la ciudad; en verdad que si supiera cuántas mujeres de entre 18 y 22 años toman el metro en la estación Zapata, esbozaría un hipócrita gesto de asentimiento: la cifra nada me diría salvo que, ni con los más sobrehumanos esfuerzos, podría conocer a igual cantidad de mujeres entre los 18 y los 22 años. En este caso, sería prudente deducir, a manera de hipótesis, que la incomprensión veda la sorpresa, salvo si ésta es inevitable, si se convierte en dama de compañía inseparable de aquellos que, sin ufanarse de ello, han dejado de ser normales. Aquella tarde la anormalidad se personificó en las dos muchachas que he mencionado: las dos eran sordomudas. Como si de una puesta en escena se tratara, apenas tomaron su lugar, ambas comenzaron a mover rápida, rítmica y disciplinadamente sus manos. Aludí al teatro, pero más correcto sería comparar su situación con la del solista al que la orquesta debe rendírsele; no obstante, la comparación sigue siendo insuficiente: esta vez la orquesta, el resto de los pasajeros, por costumbre estaba obligada a ignorar que frente a ellos estaba a punto de abrirse «una brecha en el muro viviente». Por mi parte, no pude (pero tampoco quise) dejar de ver la graciosa evolución de sus dedos; a mi alrededor, sentí que me envolvía un silencio, el cual, tardé en advertirlo, era sólo la consecuencia de otra sensación: estaba inmóvil. No sé si en ese momento o un par de meses después, recordé que en un cuento alemán un hombre era convertido en piedra contra su voluntad en una fantasía que, por otra parte, seguramente se repite en otras tradiciones. Así me sentía: tornado mi cuerpo en piedra, al igual que el de mis compañeros de viaje, con la diferencia que a ellos les fue suprimido cualquier tipo de sensibilidad; no en mi caso: yo las veía, sentía el silencio del vagón y escuchaba el sedante sonido de sus dedos. Fue la necesidad de parpadear la que me expulsó, de nuevo al mundo.






lunes, 30 de julio de 2007

A propósito del castigo

Después de abandonar este cuaderno por algún tiempo, dejo pocas líneas de un escrito en el que intenté domar a la bestia-Foucault y a la bestia-Kafka (Vigilar y castigar y En la colonia penitenciaria). Como en otras ocasiones, fue inevitable retrasar el surgimiento de la pregunta: ¿para qué escribo?
Quizá, dada mi falta de imaginación, escoja algún otro fragmento para evitar que el cuaderno se vea muy vacío.



No existe para el oficial «el suplicio como momento de verdad». Su proceso es, al mismo tiempo, más simple y más complejo. Más simple porque no requiere demostrar la culpabilidad —«El capitán vino a verme hace una hora, tomé nota de su declaración y dicté inmediatamente la sentencia. Luego hice encadenar al culpable. Todo esto fue muy simple»— y más complejo porque, además de la certeza de la culpabilidad, posee otra certeza: la mentira. «Si primeramente lo hubiera hecho llamar, y lo hubiera interrogado, sólo habrían surgido confusiones. Habría mentido, y si yo hubiera querido desmentirlo, habría reforzado sus mentiras con nuevas mentiras y así sucesivamente». El oficial pregunta y el preso miente, el oficial pregunta y el preso miente, el oficial pregunta y el preso miente, ad nauseam. ¿Cómo explicar esta situación? ¿Cómo explicar no sólo la secuencia infinita de preguntas y mentiras, sino la previsión del oficial de dicha secuencia? ¿Cómo explicar que, ante esa previsión, el oficial decida sólo aprehender y castigar, sin ningún tipo de mediación? Para responder, de nuevo hay que recurrir a los años de Zürau, el «único período casi feliz» de Kafka. Escribe Kafka —aunque después tachó sus palabras: «Mentimos lo menos posible sólo cuando mentimos lo menos posible, no cuando tenemos la menor oportunidad posible de hacerlo» ¿Cuál es esa inexistente «menor oportunidad»? Un aforismo anterior la revela: «No permitas que el Mal te haga creer que puedes tener secretos frente a él». Kafka, que como apuntó Canetti «es el mayor experto en materia de poder», escribe «te haga creer», es decir, no permitas que el Mal te engañe, que simule lo que nunca podrá hacer: ignorar.

lunes, 25 de junio de 2007

Otra breve visita, ahora al amor

El siguiente texto es un limitado recorrido cuyo eje es la noción de amor (lo que quiera que eso signifique). Originalmente, fue una introducción que cubrió las deficiencias de un trabajo presentado para una materia de la FFyL.

Segunda mitad del siglo V a. C.: Empédocles, quien comenzó a pensar después que Parménides y antes que Sócrates, escribe, a propósito de la creación expresada en los hombres y las bestias: «a un tiempo uniéndose por el amor en un cosmos». Casi cien años después, Platón, al escribir sus Diálogos, dedica uno completo —Symposium (385)— y buena parte de otro —Fedro (370)— al problema filosófico del amor en el ser humano: en el primero de ellos incluirá el llamado “mito del andrógino”, del cual derivó, alejándose, la expresión “amor platónico”. Segunda mitad del siglo II: Galeno, quien cree que el «alma racional» —esa que es incapaz de desear los «placeres del amor»— predomina en él, se pregunta qué provoca «que el pene se ponga erecto en la excitación amorosa», pues en la respuesta está la causa y la cura del priapismo; Galeno, que ni siquiera incluye al amor como facultad en Sobre las facultades naturales ni en Las facultades del alma siguen los temperamentos del cuerpo, piensa que ese mismo amor, si se presenta, es una circunstancia menor al clasificar una enfermedad. 1321: confiado en que un milagro último le llevara de Ravena a Florencia, Dante canta el último verso del Paradiso, que es también el último de la Commedia; cree que «l’amor che move il sole e l’altre stelle» puede también hacer que no muera en el exilio. 1515: Tiziano pinta Amor sacro y amor profano, acaso la mejor síntesis de lo que significó el amor para el hombre renacentista —quien todavía llevaba el platonismo a cuestas. Una noche de 1562, Santa Teresa de Jesús siente cómo el éxtasis amoroso la inunda, y por esa marejada tan impetuosa descubre que el máximo placer también es deseo de morir: «Vida, ¿qué puedo yo darle / a mi Dios, que vive en mí, / si no es perderte a ti, / para mejor a Él gozarle?». 1774: se publica, en Leipzig, Die Leiden des jungen Werther (Las desventuras del joven Werther); con esta obra, Goethe hereda al imaginario occidental el gesto romántico por antonomasia: el suicido por (des)amor. 1829: Victor Hugo ama París, lo suficiente como para atreverse a señalar el mayor de sus defectos, «cette lugubre place de Grève, qui pourrait être pavée des têtes qu’elle a vu tomber» [“aquella lúgubre plaza de la Greve, que podría estar empedrada con las cabezas que ha visto caer”]. 1838, noviembre: Frédéric Chopin, mientras comparte la isla de Mallorca con George Sand, termina de componer sus 24 Préludes; casi un siglo más tarde, Sándor Márai dirá que la música de Chopin «era tan sólo un pretexto para desatar en el mundo unas fuerzas que todo lo mueven, que lo hacen estallar todo, todo lo que la disciplina y el orden humanos intentan ocultar». 1911, mayo, The University of Birmingham: Henri Bergson asegura en una conferencia que, «vista desde afuera, la naturaleza se nos aparece como una inmensa eflorescencia de imprevisible novedad; la fuerza que la anima semeja crear con amor, en realidad gratuitamente, por placer, la variedad sin fin de las especies vegetales y animales»; aunque parece que el alma de Empédocles ha transmigrado o que el ideal cristiano se renueva, esto es sólo un espejismo: la diferencia radica en que tres años antes de estallar la Gran Guerra, sería ridículo hacer del amor el fundamento del vitalismo. 1914: Sigmund Freud finaliza la redacción de Zur Einführung des Narzissmus (Introducción del narcisismo); Herr Doktor Freud, en quien confluyen ciento cincuenta años de racionalismo exacerbado, lanza la primera estocada contra el amor y descubre que el monstruo no es sino un armazón relleno de paja, que Giacomo Casanova no es mejor que cualquier adolescente masturbándose en el baño de su casa: «Entonces se ama, siguiendo el tipo de la elección narcisista de objeto, lo que uno fue y ha perdido, o lo que posee los méritos que uno no tiene. En fórmula paralela a la anterior, se diría: Se ama a lo que posee el mérito que falta al yo para alcanzar el ideal». 1959, junio: Peter Karlson y Martin Lüscher, bioquímicos, realizan investigaciones con insectos y, amparados en los resultados satisfactorios arrojados por su trabajo, concuerdan que es momento de engrosar con una palabra los diccionarios de la lengua inglesa: el grano de arena se agrega a la playa; pocos años después, se comercializan perfumes que prometen al usuario mayor atracción de personas del sexo opuesto: la atracción sexual, puede entender quien compra el perfume, es la antesala del amor; la «palabra corta y de fácil pronunciación en cualquier lengua» que apareció por primera vez en el 183 de Nature y muchas ocasiones más en boca de los publicistas era «pheromone».

domingo, 17 de junio de 2007

Breve visita a Oscar Wilde


Este es un pequeño escrito de Oscar Wilde, perteneciente a sus "Poemas en prosa". Lo dejo en este cuaderno porque, entre otras razones, creo que dibuja con precisión lo que la mirada del otro puede significar para el sujeto. Mirada comprensiva, pero también temible.

The Disciple


When Narcissus died the pool of his pleasure changed from a cup of sweet waters into a cup of salt tears, and the Oreads came weeping through the woodland that they might sing to the pool and give it comfort.

And when they saw that the pool had changed from a cup of sweet waters into a cup of salt tears, they loosened the green tresses of their hair and cried to the pool and said, “We do not wonder that you should mourn in this manner for Narcissus, so beautiful was he.”

“But was Narcissus beautiful?'” said the pool.

“Who should know that better than you?'” answered the Oreads. “Us did he ever pass by, but you he sought for, and would lie on your banks and look down at you, and in the mirror of your waters he would mirror his own beauty.”

And the pool answered, “But I loved Narcissus because, as he lay on my banks and looked down at me, in the mirror of his eyes I saw ever my own beauty mirrored.”



El discípulo

Cuando Narciso murió, la fuente de su placer transformó su cáliz de aguas dulces en un cáliz de saladas lágrimas; las Oréadas cruzaron el bosque, sollozando, para cantar y darle así algún consuelo.


Al advertir ellas que el cáliz de aguas dulces de la fuente habíase mudado en cáliz de saladas lágrimas, soltaron las trenzas verdes de sus cabellos y llorando hacia la fuente dijeron, “No nos asombramos que padezcas así por Narciso, tan hermoso era”


“¿Narciso era hermoso?”, dijo la fuente.


“¿Quién debe saberlo mejor sino tú?” respondieron las Oréadas. “A nosotras siempre nos despreció, pero a ti te buscaba: solía descansar en tus orillas mientras bajaba la vista para mirarte —y en el espejo de tus aguas reflejaba su belleza”


Y la fuente respondió: “Pero yo amaba a Narciso porque al descansar él en mis orillas y descender su mirada, en el espejo de sus ojos veía reflejada cada vez mi belleza”

martes, 5 de junio de 2007

Habla Ishmael (en el fondo Melville)

Hay en ese extraño caos que llamamos la vida algunas circunstancias y momentos absurdos en los cuales tomamos el universo todo por una inmensa broma pesada, aunque no logremos percibir con claridad en qué consiste su gracia y sospechemos que nosotros mismos somos las víctimas de la burla. Sin embargo, nada nos desalienta, nada nos parece digno de disensión. Engullimos todos los acontecimientos, todos los cultos, todas las creencias y persuasiones, todas las cosas difíciles, visibles e invisibles, por indigestas que sean, como un avestruz de estómago poderoso engulle balas y pedernales. En cuanto a las dificultades y preocupaciones sin importancia, las perspectivas de ruina imprevista, los riesgos de la vida y el cuerpo, todo eso, incluso la muerte misma, nos parecen golpes ingeniosos y sin mala intención, alegres puñetazos en los costados que nos da el invisible y misterioso viejo bromista. Esta especie de humorismo caprichoso de que hablo nos sobreviene sólo en circunstancias de extrema aflicción, en medio de nuestra seriedad misma, de modo que lo que poco antes parecía cosa de enorme importancia, al fin nos parece sólo una parte de la burla universal. Nada puede engendrar este modo de filosofía risueña y temeraria como los peligros de la caza de ballenas; y con ella consideré yo entonces el viaje del Pequod y su meta, la gran Ballena Blanca.

Moby Dick, XLIX

miércoles, 30 de mayo de 2007

Film, de Samuel Beckett

Nunca he leído a Beckett. Quizá algún día lo haga: antes o después que Proust, antes o después que Joyce. Menuda tarea. Por lo pronto, aquí está su "único ejercicio cinematográfico". Supe de él por el número que La tempestad dedicó a Beckett en su centenario. Leí el escrito de Michael Schell y, por algún tiempo, olvidé la existencia del cortometraje. Hace un par de meses, recordé que internet también puede ser útil y que alguna página guardaría celosa Film. El primer impulso, claro, me llevó a youtube. Ahí estaba. Pero en otra página (tal vez en otro blog) leí que esa versión estaba pervertida: Film carece de la música que alguien consideró necesaria para subirlo a youtube. Después encontré la versión que tenía la apariencia de ser la original, y es la que dejo en este cuaderno.

P. S. Aunque no es indispensable, está también
este texto de Deleuze sobre Film. Es preferible leerlo después de ver un par de veces el trabajo de Beckett (pero siempre puede hacerse lo contrario).



Film (1965)

24 minutes, black and white
Directed by Alan Schneider
Writing credits: Samuel Beckett

Cast
Buster Keaton .... The Man
Nell Harrison .... Passerby
James Karen .... Passerby

Cinematography by Boris Kaufman
Film Editing by Sidney Meyers
Art Direction by Burr Smidt
Joseph F. Coffey .... camera operator

domingo, 13 de mayo de 2007

Tres ideas sobre "La vida de los otros"

Bien, casi tres semanas después he terminado este breve comentario sobre La vida de los otros, película alemana del 2006 que disfruté (y tal vez por eso quise escribir algo).

En una de las primera escenas, el dramaturgo Georg Dreyman ofrece una fiesta: la última de sus obras fue estrenada. La labor literaria de Georg Dreyman le gusta a los hombres del Partido, aunque no tanto. Pero eso, en estas líneas, no es importante. Baste decir que, en el mejor momento de la fiesta, el ministro Bruno Hempf sube al modesto escenario de la casa e interrumpe la participación de una banda de jazz para hablar y citar a Stalin; poco después, ya conversando sólo con el escritor, el ministro asegura que, no importa lo que se haga, la gente no cambia. La película, los acontecimientos que construyen la película, pretenden demostrar que eso es falso. Y va más allá. Las personas cambian y —se agrega no sin una pausa que permita buscar una pared, un pilote que otorgue la seguridad de resistir el ataque, la marejada— el Arte puede ser un medio inapreciable en esa transformación. Por supuesto, no el arte de propaganda que promueve el Partido. No, ese es el arte que se escribe con minúscula. El arte que toca el espíritu y empuja a la renovación del hombre es el Arte concebido en libertad. Es la Literatura y la Música. Es Brecht (no puedo hacer comentarios) y la Sonata para un Hombre Bueno —compuesta por un personaje de la película. Esta es la mayor concesión que el espectador debe otorgar a la historia. Porque los recuerdos no vividos no tardan en asomarse. Viene a la mente ese torturador y asesino que, con perdón de Borges, es todos los torturadores y asesinos: Otto Dietrich zur Linde, que leía a Shakespeare y Schopenhauer y escuchaba a Brahms. La pregunta es: ¿por qué en Deutsches Requiem el «abominable» no se enmienda? ¿por qué en Das Leben der Anderen sí? Ambos ejecutan sus tareas mecánicamente, esto es, son incapaces de considerar las consecuencias de su acción sobre los otros, pierden, con cada disparo, con cada palabra mecanografiada, la percepción del otro. Eso los equipara. Pero los aleja el hecho de que sólo uno tiene una convivencia íntima con la muerte. Llevado al extremo, acaso resulte más perjudicial para el sujeto pensar que los otros son objetos desechables que pensar que los otros son personas viviendo en el apartamento intervenido o entre las paredes de una cárcel. No sé si esa relación con la muerte es la que permite que el espía del Estado no sea tan abominable como su antecesor. Tal vez sí. De cualquier manera, repito que, sin conceder esa capacidad al Arte, la película no funciona. El espectador elige.

Sólo para hacer notar.

  • Es cierto, el interrogatorio es violento mientras el interrogador no escuche lo que ya sabe; también es cierto que es casi insufrible la crueldad que implica estar obligado a elegir entre preservar la vida o delatar a quien(es) forman parte de esa vida. Sin embargo, ningún gesto iguala aquel en el que el miembro de la Stasi toma el lápiz afilado y comienza a escribir en su pequeña libreta. Comparable, en cierta forma, a los corros de Los últimos días de la humanidad. Pero esta no es la cacería de la masa, sino del poderoso: «El hombre nunca cree del todo en la muerte hasta que no la experimenta. Pero la experimenta en los demás. La gente muere ante sus ojos, individualmente, y cada individuo que muere lo convence de la muerte. Alimenta su miedo a la muerte y muere en su lugar. En vez de irse él mismo, el vivo lo ha enviado por delante. Y un vivo nunca se cree tan grande como cuando es confrontado con un muerto, que ha caído para siempre: en aquel instante tiene la impresión de haber crecido un poco» (Canetti, Poder y supervivencia). ¿Por qué es la imagen más violenta de la historia? Quizá por lo que Canetti, hacia el final de Masa y poder, anota sobre el superviviente: «ni siquiera es necesario que se exponga al peligro para realizar su gesto».
  • Basta con decir totalitarismo. Es inútil añadir comunista o capitalista o cualquier otro nombre de familia.

jueves, 19 de abril de 2007

Sobre "Figura de paja"


Ayer leí Figura de paja, de Juan García Ponce. No quiero escribir del escritor, sino de la obra. Creo que de poco sirve repetir lo que otros han señalado: que es un autor imprescindible de nuestras letras, que el erotismo insufla vigor a su literatura, que fue parte de una generación insólita de narradores mexicanos. No. Mejor hablar desde la experiencia irrepetible del lector. Mejor hablar de lo que leí ayer en Figura de paja.

La novela es admirable en su forma narrativa. Comienza con el antecedente inmediato del final: una escena pasada que en la historia será futura pero en el recuerdo —en la escritura— es presente. Sin embargo, la novela no es cíclica. No es una caminata tranquila en la que llegamos al mismo punto del que partimos. Aunque «todo parecía obedecer a un orden establecido, inmutable, con un ritmo propio y natural, el ritmo de los días que pasan sin sentirse, del invierno, el otoño, el verano, siempre iguales y siempre diferentes; el ritmo de la vida», esto es una imagen siempre borrosa. Cierto que todo sucede en la vida, pero el ritmo con el que eso sucede es distinto. Más que un paseo, el narrador —y nosotros con él— ejecuta un salto irreflexivo, violento: «la respuesta a ese impulso que te hace seguir adelante, hacia lo desconocido, cuando todos los datos exteriores, los pocos puntos de referencia, parecen señalar que no hay nada en él». Pero esto el lector no lo sabe, supone que esa primera escena es sólo un pretexto, porque había que iniciar de alguna manera. Y quizá más: estoy, piensa el lector, ante la imagen que divisaré en la cima. El desarrollo de la novela sugiere ese ascenso. Los protagonistas luchan —contra el mundo y tímidamente contra sí mismos— para obtener su recompensa: la licencia de su relación. Esta idea, fácil y por ello no exenta de sentimentalismo, es la que engaña indicando la escalada. Son los acontecimientos finales —el vértigo que sucede al último respiro— los que revelan lo contrario: que se trataba de una caída. Sólo que, mientras caía, el narrador —y nosotros con él— se empeñaba en mirar hacia el cielo, que a cada momento era más lejano. Supo que caía porque el dolor final fue insufrible.

También como elemento de la lógica que mueve la historia, es notable cómo los tremendos sucesos finales no impiden que se acalle una palabra que, el lector sabe, escuchó en las primeras páginas: culpa. El fragmento final provoca la urgente necesidad de regresar al inicio de la novela. Y esto no es casualidad: el escritor induce el recuerdo, recreando uno de los mecanismos de la memoria: la resonancia.

domingo, 15 de abril de 2007

Un buen hallazgo

Los siguientes párrafos son de nacho mondaca, de quien sólo sé lo que él mismo escribió en el perfil de su blog y en el blog mismo; que los transcriba aquí se debe, quizá, a una rara sensación que asalta al lector en (poquísimas) ocasiones: que las palabras leídas parecen un olvido, un pensamiento soterrado que otro recuerda. Un poco como la pregunta de Salvador Elizondo en Farabeuf: «¿Somos el recuerdo de alguien que nos está olvidando?».

Gracias, de nuevo



EL RITUAL DEL ENCUENTRO
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___Hay ocasiones en que te atemoriza la lectura. Has dejado el libro a un lado; apenas media docena de poemas o alguna incursión en los primeros capítulos y todo parece el fin de una escaramuza callejera o una baja marea pasajera. Otras veces el libro a la mitad y luego saltas a otro, tambaleando entre la traición y el desgano, con pasos diletantes, distantes, yéndote sin premeditación.
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___No siempre te considerarías culpable, claro: el temor es con frecuencia una manifestación de abatimiento y si la lectura no está dispuesta a ofrecerte un salvavidas, saltarás a tierra firme observando cómo el oleaje se indispone y cómo tu espíritu pierde el sentido del arrobamiento.
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___Nada que lamentar. La lectura puede ser es una amante distraída que pierde su atractivo por una jaqueca o por la recurrencia de sus manías. Volverá después, por la noche, tal vez, cuando hayas dormido una siesta y alguna bebida les devuelva el apetito.

miércoles, 11 de abril de 2007

Engañosa impresión (sobre Kraus, sobre el optimismo que genera la estupidez)


En La guerra perpetua, Roberto Calasso afirma que Los últimos días de la humanidad «tiene un único precedente literario»: la parte inconclusa de Bouvard et Pécuchet. Calasso habla de «ocho tomos encuadernados, incluyendo cada uno de ellos cerca de 300 hojas» en donde sólo figuran citas: de manuales, de libelos, quizá también de libros serios, en fin, de cualquier hoja impresa que de algún modo se inmiscuyera, con autoridad o sin ella, en algún campo del Saber investigado por Bouvard y Pécuchet; en cambio Flaubert, en su bosquejo para finalizar la novela, anuncia «una buena idea alimentada en secreto por los dos [Bouvard y Pécuchet]. De vez en cuando, al recordarla, se sonríen y por fin se la comunican simultáneamente: copiar».

Acepto que las páginas guardadas en la Biblioteca Municipal de Rouen se me figuran inabarcables: por su extensión pero también por su disparatado contenido: sería difícil, sin la compañía de Bouvard y Pécuchet, pasar de la agronomía a la química y de ésta a Walter Scott o Balzac. Sin embargo, la otra imagen, la de unos jubilados que sólo engañaron al lector, que, al final, «se ponen a trabajar» en sus escritorios, haciendo lo mismo que simulaban aborrecer al suspirar pensando en lo bien que el campo le sentaría a sus ánimos, esa imagen me perturba más que la hipotética vista de los ocho tomos descritos por Calasso. Esa frase de Flaubert, esas cuatro palabras despojadas del entusiasmo nunca perdido de Bouvard y Pécuchet, resuenan en el lector como «un eterno coro, el mismo coro de siempre, y él sin poder oír ya ni sus propios pensamientos sino el alegre canto de los pájaros... padeciendo sus picotazos en el cuello», según lo expresó alguien que también temía a la inmovilidad inherente a toda rutina: Amparo Dávila.

viernes, 26 de enero de 2007

A propósito de un mortero persa

El martes pasado fui al Museo de Antropología, a la exposición sobre Persia. Me impresionó la columna cuyo capitel es un toro alado tanto como la ceremonia de Año Nuevo en Persépolis; me impresionaron dos puertas: una que celebra la belleza de la escritura árabe y otra que irradia el equilibirio que siempre busca la geometría. Pero nada tan increíble, tan lejano, como un mortero que a un sacerdote le sirvió para obtener, a partir de ciertas semillas y leche, una sustancia sagrada y curativa; lo insólito no está en su antigüedad o en la extravagancia de su material, sino en su escandalosa unicidad: el mortero se utilizó una sola vez.

Quizá ese objeto revela por qué lo sagrado no tiene cabida en el mundo industrial.

jueves, 25 de enero de 2007

Variación

Despierto. Escucho que afuera llueve. Antes de dormir, estaba frente a mi cama un hombre que aseguró conocerme. Sospecho lo contrario, que más probable es que sea yo quien lo conozca: sus facciones fácilmente se confunden con las de algunos cientos de las miles de personas que, desde la ventana de mi habitación, a diario veo caminar allá en la avenida. Quizá por eso —y por cierto temor a decepcionarlo (¿por qué?, me pregunto ahora)— acepté su certeza sin aclarar lo que yo pensaba. Ni mentí ni dije la verdad. Creo que por esta razón, durante los pocos minutos que el hombre habló intentando conversar, noté que vacilaba, como si, impotente ante mi silencio, se afanara en tejer una red que detuviera su caída. Aunque quise, fui incapaz de ayudarlo, de sostenerlo, pues no supe cómo tomar su mano. Confío en que entenderá mi situación y desechará así cualquier reproche. Y si no lo hace, empeñándose en repasar este episodio condenando lo que él puede juzgar como indiferencia, poco me importa. Si pido que me entienda es porque, en el fondo, lo que busco es que me olvide. Si bien mi vida se redujo a esta cama, no por ello dejo de atestiguar cómo una persona, al vedársele la comprensión de lo que otra dice, prefiere abandonar su esfuerzo y tirar esas palabras por entre las grietas de la memoria, no sin asentir fingiendo un acuerdo; en una época pensé que este procedimiento era despreciable, pero pronto me desdije. Ya alguien me había hecho notar que la mentira era ahora el orden universal y, aunque lo comprobé inmediatamente, no fue su omnipresencia la que derruyó mi convicción; la mentira, pensé, es el medio más eficaz para que nuestra existencia continúe, quizá porque desear que la existencia continúe es la primera de las mentiras. No, más aterrador para mí fue advertir que me cercaba el olvido. Descubrí que todas las palabras pronunciadas eran como las ramas que, siendo niño, arrojaba al río que corría cerca de la casa de mis padres: todas, sin importar su tamaño, eran arrastradas por la corriente, incluso aquellas enormes que, siendo ya un hombre, lancé con furia, pretendiendo inútilmente que el río se detuviera. Contra el olvido, que es corolario del tiempo, no hay victoria ni derrota: simplemente no hay lucha. Creo que fue entonces cuando dejé de hablar, poco a poco, con quienes me rodeaban: uniendo vanidad y soberbia, tomé una decisión que nunca me había pertenecido. Sólo hace un par de semanas, después de tantos años, una mujer exigió que explicara el motivo para lo que calificó como aislamiento. Repetí, agregando o restando palabras, lo que he trascrito en esta página; al principio me miró sorprendida, pronto su sorpresa mudóse en confusión y al final adiviné cierto desdén: el olvido, pensé, estaba consumado. Esa misma noche, mientras conciliaba el sueño, reparé en lo que había impedido nuestra reconciliación: no sabía cómo estaba vestida. Durante el encuentro, la miré tan poco que ni siquiera recordaba su vestimenta. Por eso tenía la garganta seca y la mente cansada, porque toda la tarde había hablado únicamente conmigo mismo. Era la culminación obligada. Aunque mucho tiempo después, reconocí que no era el olvido lo que me había apartado del mundo, sino las palabras. El río, pensé, puede regresar lo que un día hundió entre sus aguas; alguno de los infinitos senderos de la mente acaso conduzca a la memoria. No así con el lenguaje. Dado que quería seguir explicándome lo que otra llamó aislamiento, imaginé el eco de una caverna: de pie frente a la oscuridad, pude escuchar sólo lo que había gritado. Mi convicción no la deseché, pero la corregí: el olvido no es corolario del tiempo, sino del lenguaje. Ahora sé cuáles son las fauces con las que me tritura la bestia de mi infierno: el tiempo, el olvido y la palabra. Un falso consuelo me lleva a pensar que después del último círculo viene la clara mañana. Tal vez no sea casualidad que haya despertado con el ruido de la lluvia. Viéndola caer imagino que entre sus incontables gotas está marcado el camino que lleva lejos del infierno.