miércoles, 26 de septiembre de 2007

Sobre "Después de la boda" (1)

Ayer vi, vimos, Después de la boda. Hoy escribo. Y advierto: si quien lee esto aún no ha visto la película, preferible que no siga leyendo.

Según mi apresurado y parco juicio, son dos los sostenes de la película, de la historia: la añoranza y el silencio. Lo del silencio lo dejaré para otra nota.



Jacob y su hija se citan en un restaurante. El hecho, antes, pudo ser inexplicable: apenas dos o tres días atrás se interrumpió la secuencia de veintitantos años durante los cuales ninguno sabía de la existencia del otro. El hecho, ahora, es ineludible.
Estrictamente, la vida no admite síntesis ni resúmenes; si quisiéramos narrarla necesitaríamos el mismo tiempo que nos llevó vivirla, y quizá un poco más. Ya se lee en Corazón tan blanco: «Hasta las cosas más imborrables tienen una duración, como las que no dejan huella o ni siquiera suceden, y si estamos prevenidos y las anotamos o las grabamos o las filmamos, y nos llenamos de recordatorios e incluso tratamos de sustituir lo ocurrido por la mera constancia y registro y archivo de que ocurrió, de modo que lo que en verdad ocurra desde el principio sea nuestra anotación o nuestra grabación o nuestra filmación, sólo eso; aun en ese perfeccionamiento infinito de la repetición habremos perdido el tiempo en que las cosas acontecieron de veras». Jacob y Anna, como cualquiera de nosotros, están atados a su memoria. Quizá por eso Anna confiesa: “he traído algunas fotos”. La ficción de la fotografía corrige, siquiera por pocos minutos más, la incómoda certeza de saber que nuestra vida, lo que recordamos de ella, puede ser narrada durante una cita que comenzó a media tarde y amenaza finalizar esa misma noche. Anna abre el álbum, Jacob se asoma.
Jacob, sin él quererlo, nada supo de cumpleaños o vacaciones o travesuras infantiles. No obstante, es evidente que Jacob siente, cada vez con más intensidad, añoranza por ese pasado —pasado del que él no fue testigo: imagino lo que no viví contigo.

Helene comenta con Jorgen la posibilidad de ubicar a sus hijos gemelos en diferentes salones de clase. Esta vez ambos saben: Helene sabe que Jorgen está desahuciado, Jorgen sabe que Helene sabe. La consecuencia de este conocimiento: que todo parezca una farsa. Por eso Jorgen se asombra, pero también se duele, ante el comentario de Helene; como lo advierte él mismo, prevenir el futuro («futuro abstracto», acotación también presente en la novela de Marías) es algo que le está vedado. Si los gemelos, con el cambio de aula, crecen alejados de las pandillas danesas, es algo que él no verá. Entonces las lágrimas y el reclamo, las lágrimas y la súplica.
Jorgen, sin él quererlo, nada sabrá de cumpleaños o vacaciones o problemas de adolescentes. No obstante, es evidente que Jorgen siente, cada vez con más intensidad, añoranza por ese futuro —futuro del que no será testigo: imagino lo que no viviré contigo.

lunes, 3 de septiembre de 2007

Un largo instante de "Los olvidados"

La escena, porque pertenece a la película, ha sido repetida en centenares de ocasiones: el director de la granja, arguyendo motivos pedagógicos y sugiriendo alguno personal, da un billete de cincuenta pesos al niño para que éste le compre cigarros en un estanquillo próximo. El niño, emocionado, toma el billete y sale de la granja. Sin embargo, la esperanza de redención pronto se escabulle: el Jaibo descubre a Pedro y, tras un forcejeo, le roba el dinero. Otra huida, la del Jaibo: un camión del transporte público, casual pero previsiblemente, encamina su ruidosa marcha hacia donde luchan los jóvenes; un último empujón arroja a Pedro al suelo e impulsa al Jaibo al camión. A cambio de la esperanza, la desolación.

Después vienen la furia, la tentativa burda e inútil de venganza, el papel del fugitivo, el asesinato, la reunión de los desechos. Todo provocado por un gesto: la entrega del billete —es decir, de la confianza.

Tanto azar motiva la sospecha. La buena intención del director, el billete de cincuenta a falta de suelto, la salida de Pedro, la espera del Jaibo, la aparición del camión. En suma, los actos de Pedro importan menos que los actos de quienes le rodean: dado que cualquiera es incapaz de controlar todo, tarde o temprano una cajetilla vacía puede desencadenar la muerte. No obstante, la conjetura no es sinónimo de evidencia: una acusación contra el director por homicidio sería insostenible, al igual que otra contra el chofer del camión por asociación delictuosa. Además, desde otra arena, algún defensor del albedrío sugeriría que Pedro pudo detenerse de alguna forma mientras se precipitaba, digamos, no buscando al Jaibo o regresando a la granja a pesar de la pérdida del billete.

La escena ha sido repetida incontables ocasiones, quizá por eso a veces se desea que, siquiera una vez, las cosas sucedan de otro modo.