lunes, 24 de agosto de 2009

Recado póstumo

Casi siempre, al reseñar un suicidio, el reportero en turno considera necesario aclarar si el suicida dejó o no recado póstumo. Es parte de la rutina. Después de decir si se ahorcó con su cinturón o si saltó de un puente peatonal, después de referir cómo iba vestido o quién tuvo que identificarlo, después de todos esos detalles que pocas veces son originales o novedosos, el reportero, casi como si levantara un trofeo, pide por última vez la atención del público para decir si el suicida dejó o no recado póstumo. Si lo dejó, la siguiente obligación que se impone, la que el público tácitamente le impone con su silencio expectante, es transmitir íntegramente el mensaje. Entonces el reportero lee o transcribe las palabras del suicida, con una voz o un estilo que, desde el inicio, tiene algo de impostado, que rompe de alguna manera el orden interno de la reseña. Quizá por eso, el mensaje suena a oídos del público como escrito en otro idioma, como si el suicida y el reportero y el escucha tuvieran, cada uno, un mensaje distinto que, pese a todo, se empeñan en asegurar que para todos es el mismo. Sentados a la mesa, uno sostiene el cubilete, otro fichas de dominó y el último piezas de ajedrez, y los tres piensan que juegan al póker: eso parece la transmisión de las palabras de un suicida. Evidentemente, un problema de semántica. Pero también un problema de expectativas: el reportero transmite el mensaje y el público lo pide porque ambos esperan encontrar una explicación comprensible del suicidio. Curiosa paradoja: de un mensaje tan personal, escrito en condiciones tan íntimas, quiere hacerse un informe burocrático que sirva para enterarse de las causas del deceso. Esperamos encontrar ahí un balance negativo de las finanzas del suicida o un recuento detallado de sus desgracias amorosas, una diatriba en contra del modelo económico imperante, la paráfrasis de algún fragmento de Kafka, de Pavese, de Nietzsche. En cambio, lo único que se obtiene son nombres de personas desconocidas, mensajes sobre ese mismo mensaje, un ensayo vacilante de explicación demasiado imbricado en circunstancias cotidianas del suicida y del destinatario implícito o explícito, una disculpa, una petición de perdón. Entonces la reseña termina, tal vez con una última síntesis de las generales del suicida, nombre, edad, lugar del suicidio. El público se dispersa. Cambia la página. Lee o escucha otra cosa.

Si no lo dejó, el reportero lo dice: se suicidó sin dejar recado póstumo. Como si las condiciones del suicidio —la hora, el lugar, las ropas, el método empleado, el día elegido, los detalles cuidados y los descuidados— no fueran suficiente mensaje entre quienes deben de cargar con el cuerpo.

jueves, 20 de agosto de 2009

Por decir algo

La mente como el gato de ciertas caricaturas, llevando una idea de acá para allá como si se tratara de una bola de estambre —hasta aburrirse.

Pues mi mente, que es el gato, ha jugado con una idea, que es la bola de estambre, y creo que ya se ha aburrido. Quizá por eso estoy aquí, intentando escribirla:

Mucho de lo que se recomienda hacer para frenar el cambio climático es, en esencia, una renuncia al confort y las comodidades que la humanidad creyó conquistadas para siempre en la Revolución Industrial, luego de varios siglos de buscarlas. De ahí que, por el momento, este ecologismo contemporáneo esté condenado, prácticamente, al fracaso.