viernes, 26 de enero de 2007

A propósito de un mortero persa

El martes pasado fui al Museo de Antropología, a la exposición sobre Persia. Me impresionó la columna cuyo capitel es un toro alado tanto como la ceremonia de Año Nuevo en Persépolis; me impresionaron dos puertas: una que celebra la belleza de la escritura árabe y otra que irradia el equilibirio que siempre busca la geometría. Pero nada tan increíble, tan lejano, como un mortero que a un sacerdote le sirvió para obtener, a partir de ciertas semillas y leche, una sustancia sagrada y curativa; lo insólito no está en su antigüedad o en la extravagancia de su material, sino en su escandalosa unicidad: el mortero se utilizó una sola vez.

Quizá ese objeto revela por qué lo sagrado no tiene cabida en el mundo industrial.

jueves, 25 de enero de 2007

Variación

Despierto. Escucho que afuera llueve. Antes de dormir, estaba frente a mi cama un hombre que aseguró conocerme. Sospecho lo contrario, que más probable es que sea yo quien lo conozca: sus facciones fácilmente se confunden con las de algunos cientos de las miles de personas que, desde la ventana de mi habitación, a diario veo caminar allá en la avenida. Quizá por eso —y por cierto temor a decepcionarlo (¿por qué?, me pregunto ahora)— acepté su certeza sin aclarar lo que yo pensaba. Ni mentí ni dije la verdad. Creo que por esta razón, durante los pocos minutos que el hombre habló intentando conversar, noté que vacilaba, como si, impotente ante mi silencio, se afanara en tejer una red que detuviera su caída. Aunque quise, fui incapaz de ayudarlo, de sostenerlo, pues no supe cómo tomar su mano. Confío en que entenderá mi situación y desechará así cualquier reproche. Y si no lo hace, empeñándose en repasar este episodio condenando lo que él puede juzgar como indiferencia, poco me importa. Si pido que me entienda es porque, en el fondo, lo que busco es que me olvide. Si bien mi vida se redujo a esta cama, no por ello dejo de atestiguar cómo una persona, al vedársele la comprensión de lo que otra dice, prefiere abandonar su esfuerzo y tirar esas palabras por entre las grietas de la memoria, no sin asentir fingiendo un acuerdo; en una época pensé que este procedimiento era despreciable, pero pronto me desdije. Ya alguien me había hecho notar que la mentira era ahora el orden universal y, aunque lo comprobé inmediatamente, no fue su omnipresencia la que derruyó mi convicción; la mentira, pensé, es el medio más eficaz para que nuestra existencia continúe, quizá porque desear que la existencia continúe es la primera de las mentiras. No, más aterrador para mí fue advertir que me cercaba el olvido. Descubrí que todas las palabras pronunciadas eran como las ramas que, siendo niño, arrojaba al río que corría cerca de la casa de mis padres: todas, sin importar su tamaño, eran arrastradas por la corriente, incluso aquellas enormes que, siendo ya un hombre, lancé con furia, pretendiendo inútilmente que el río se detuviera. Contra el olvido, que es corolario del tiempo, no hay victoria ni derrota: simplemente no hay lucha. Creo que fue entonces cuando dejé de hablar, poco a poco, con quienes me rodeaban: uniendo vanidad y soberbia, tomé una decisión que nunca me había pertenecido. Sólo hace un par de semanas, después de tantos años, una mujer exigió que explicara el motivo para lo que calificó como aislamiento. Repetí, agregando o restando palabras, lo que he trascrito en esta página; al principio me miró sorprendida, pronto su sorpresa mudóse en confusión y al final adiviné cierto desdén: el olvido, pensé, estaba consumado. Esa misma noche, mientras conciliaba el sueño, reparé en lo que había impedido nuestra reconciliación: no sabía cómo estaba vestida. Durante el encuentro, la miré tan poco que ni siquiera recordaba su vestimenta. Por eso tenía la garganta seca y la mente cansada, porque toda la tarde había hablado únicamente conmigo mismo. Era la culminación obligada. Aunque mucho tiempo después, reconocí que no era el olvido lo que me había apartado del mundo, sino las palabras. El río, pensé, puede regresar lo que un día hundió entre sus aguas; alguno de los infinitos senderos de la mente acaso conduzca a la memoria. No así con el lenguaje. Dado que quería seguir explicándome lo que otra llamó aislamiento, imaginé el eco de una caverna: de pie frente a la oscuridad, pude escuchar sólo lo que había gritado. Mi convicción no la deseché, pero la corregí: el olvido no es corolario del tiempo, sino del lenguaje. Ahora sé cuáles son las fauces con las que me tritura la bestia de mi infierno: el tiempo, el olvido y la palabra. Un falso consuelo me lleva a pensar que después del último círculo viene la clara mañana. Tal vez no sea casualidad que haya despertado con el ruido de la lluvia. Viéndola caer imagino que entre sus incontables gotas está marcado el camino que lleva lejos del infierno.