El martes pasado fui al Museo de Antropología, a la exposición sobre Persia. Me impresionó la columna cuyo capitel es un toro alado tanto como la ceremonia de Año Nuevo en Persépolis; me impresionaron dos puertas: una que celebra la belleza de la escritura árabe y otra que irradia el equilibirio que siempre busca la geometría. Pero nada tan increíble, tan lejano, como un mortero que a un sacerdote le sirvió para obtener, a partir de ciertas semillas y leche, una sustancia sagrada y curativa; lo insólito no está en su antigüedad o en la extravagancia de su material, sino en su escandalosa unicidad: el mortero se utilizó una sola vez.
Quizá ese objeto revela por qué lo sagrado no tiene cabida en el mundo industrial.
Quizá ese objeto revela por qué lo sagrado no tiene cabida en el mundo industrial.
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