martes, 30 de octubre de 2007

Un otro

Lord, we know what we are, but know not what we may be
Hamlet, IV, v

Falto de ocupaciones, descubro que, hasta el 24 de octubre, eran poco más de 10 millones y medio los residentes de Second Life. ¿Quién puede asombrarse ante esta cifra? No quienes, siquiera vagamente, intuyen que, comparados con el número total de usuarios de Internet, nada son esos 10,539,781 avatares: según una página que no sé si es de confiar, los residentes de Second Life vendrían a completar a duras penas el 0.85% de todos los surfers que se arremolinan en torno a la red. Además, ejemplos como los de Hotmail o iTunes enseñan que esa misma cifra, pasados algunos días, algunas semanas, será sustituida por otra que revele el nunca sorpresivo aumento de personas que se han convencido de los beneficios de tan depurado producto.

Por una búsqueda escueta también me entero que en el mundo de Second Life hay, amén de los elementos indispensables como los apartamentos y las tiendas, conciertos, concursos de belleza e incluso un Tokio. Por supuesto, el rock-star y la Miss Universe y el corredor de bolsa son meras siluetas de cartón sostenidas por, digamos, un recatado profesor universitario o alguna sueca septuagenaria.

Si no me asombro, tampoco me escandalizo. Quienes crearon Second Life sólo atinaron a aprovechar una inquietud que, en otro tiempo, diríase propia de la naturaleza humana: ser, al menos por unos pocos instantes, alguien distinto; ser, digamos so riesgo de incurrir en un lugar común, otro.

«Heraclides Póntico refiere con admiración que Pitágoras recordaba haber sido Pirro y antes Euforbo y antes algún otro mortal». Este es Borges transcribiendo, a su manera, un par de líneas del ya mentado presocrático. Sin embargo, más interesante es la conclusión que sucede a dicho catálogo: «para recordar vicisitudes análogas yo no preciso recurrir a la suerte ni aun a la impostura». La condición que Elias Canetti consideraba vital en el escritor (pero también en cualquier hombre), el don de la metamorfosis, es una forma más mítica para nombrar ese artificio que, sin ser azar ni fingimiento, ejerció no ya el narrador de La lotería en Babilonia, sino el propio Borges y los restantes (pero escasos) «custodios de la metamorfosis»: ser, por virtud de una pasión ancestral, «cualquier ser, incluso el más ínfimo, el más ingenuo o importante».

Marcel Schwob, casi ochenta años antes del discurso de Canetti, escribió sus Vidas imaginarias. El título, sobra decirlo, es inmejorable para confirmar eso que no necesita confirmación: que el escritor vive, mientras se agota la escritura, la vida de esos otros que pueblan primero su mente y después su página. Piratas, una «moza enamorada», Eróstrato, Petronio, un par de homicidas, un juez. Veintitrés vidas diferentes. ¿Para qué? Quizá para vivir un instante de esas vidas y, también, para vivir, siquiera por un instante, esas otras vidas —aunque siempre sintiendo sobre el cuello el borde afilado de una amenaza: «Petronio olvidó completamente el arte de escribir en cuanto vivió la vida que había imaginado».

¿Qué motiva que alguien decida bosquejar veintitrés vidas distintas, como Schwob, o que se empeñe en cubrir casi todos los detalles de una sola vida alterna, como algún residente de Second Life? Respondo, de nuevo, con lugares comunes: hastío de la propia vida, exceso de ocio, incapacidad de saber qué hacer con todo lo que —según creemos— pudimos ser.

¿Vivir la vida de otro? Lo dudo. Más preciso sería decir: vivir, al contar la vida de otros, la propia vida; advertir que el artificio, cualquiera que éste sea (la impostura, la metamorfosis, la Second Life, una operación quirúrgica), es inútil: aunque no puedo decir quién soy yo, tampoco puedo dejar de ser ese yo.



P. S. El agradecimiento habitual. Esta vez debo a Gama (con menor frecuencia llamado Gamaliel) y a su plática la oportunidad para decir mucho de lo que aquí está escrito. Obrigado pela paciência.






viernes, 5 de octubre de 2007

Sobre "Después de la boda" (2)


Pocas líneas.

La historia, en la película, depende en buena medida del silencio de los personajes. Helene no revela su embarazo a Jacob; ni Jacob ni Helene aclaran el mutuo deseo de que el otro vuelva; Jorgen oculta su enfermedad a su esposa y a su hija y, si bien se confiesa con Jacob, lo hace sólo por sentirse acorralado.

La apariencia de libertad inherente a toda decisión se revela, sobre todo, al reparar en que siempre se decide por otro. En este caso, la decisión de callar es, para los otros, la imposición de no escuchar. Y viceversa: la decisión de hablar —casi siempre consecuencia de un reclamo— es, para los otros, la imposición de escuchar. Descubierta la fuente, sólo resta esperar a que el flujo se agote para poder retirarnos. «Escuchar», anota Javier Marías en Corazón tan blanco, «es lo más peligroso, es saber, es estar enterado y estar al tanto, los oídos carecen de párpados que puedan cerrarse instintivamente a lo pronunciado, no pueden guardarse de lo que se presiente que va a escucharse, siempre es demasiado tarde».