lunes, 29 de junio de 2009

Traducción

Mira, ven. Creo que es magia. El hombre ha pasado algo por el fuego sin quemarlo. Lo ha destrozado para después dejarlo intacto. Ha desmontado cada una de sus partes, las ha arrojado al aire y al suelo y aunque han caído en un lugar que no era el suyo, todo está como si nada. Ha hecho de esto:

To be, or not to be: that is the question

esto:

Ser o no ser, de eso se trata

Sin molestarse. Sin molestarnos. Sin que ni tú ni yo podamos entender cómo lo hizo.

martes, 16 de junio de 2009

Tokio Blues

Hace días que intento escribir algo sobre Murakami, siempre sin éxito. El motivo principal fue haber leído Tokio Blues, la más famosa de sus novelas y también la más vendida, dos superlativos que, lo confieso, más de una vez me impidieron comenzar la lectura. Suena tonto y un poco sangrón, pero así fue. Existe, es cierto, otro motivo igual de caprichoso y subjetivo pero, al menos en apariencia, más apropiado para una justificación: luego de leer, casi consecutivamente y en este orden, Sputnik, mi amor, Crónica del pájaro que da cuerda al mundo y Al sur de la frontera, al este del sol, creí cerrada mi etapa Murakami. No quedé hastiado ni, arrogantemente, creí descubiertos sus secretos, simplemente sentí que no volvería a Murakami durante mucho tiempo.

Que rompiera ese irracional augurio personal se debió, en buena medida, a una circunstancia fortuita, a un comentario que, quizá, yo estaba destinado a no escuchar y que recibí sólo por una interrupción de mi monótona rutina. La tarde de un jueves, sin poder decir cómo la conversación hizo una parada en Murakami y, específicamente, en Tokio Blues, la novia de Miguel dijo esto o algo similar, esa novela está para suicidarse, o quizá fue, ese güey sugiere el suicido, o, última deformación de mi memoria, al terminar ese libro habrá quien piense en suicidarse. Las variaciones no son muy distintas entre sí, todas relacionan la narración con el suicidio y, sobre todo, hacen de la narración un motivo para el suicidio. Recuerdo que, como respuesta, sólo atiné a balbucear unas cuantas palabras, reflejo infiel de todo lo que pasó en ese instante por mi cabeza y que fui incapaz de hilar en defensa de Murakami, de la visión de mundo que imprime en casi todos los narradores de sus novelas, de la soledad irremediable en la que se descubren sus personajes, del desasosiego que el lector puede sentir como residuo de la narración. En vez de decir eso, sólo conseguí articular esta torpeza: ser pesimista es inevitable. Carlitos respondió con otra cosa y la plática, para decirlo pretenciosamente, tomó otros derroteros. Ya no volvimos a Murakami.

El comentario de Citlalli fue mínimo, pero suficiente para avivar mi curiosidad por Tokio Blues. El suicidio —como tema, como acto, como decisión, en fin, como suicidio— es algo que me fascina y saber que alguien otorgue a una novela la capacidad para sugerirlo es, pienso, una buena razón para leer esa novela.

La leí, entre la mañana de un viernes y el medio día del sábado siguiente. Con emoción y curiosidad y también con placer y sorpresa. Sin duda es una buena novela y no resulta difícil darse cuenta por qué ha cautivado a millones —aunque sea difícil saber por qué ha cautivado a millones.

Al leerla, la idea del suicidio no pasó por mi cabeza ni una sola vez, es decir, no como algo que yo quisiera o pudiera hacer, sino simplemente como parte del devenir de un par de personajes del relato, como cuando en la realidad encuentro en el periódico el suicidio de un desconocido. No me afecta, pero, a veces, queda mi mente ocupada por unos minutos con esa idea o con algunos de los detalles de eso que he leído. Igual con Tokio Blues: ni toda la soledad de sus personajes, ni toda su íntima incomprensión hicieron que hiciera mía la idea del suicidio que, innegablemente, pesa a lo largo de toda la novela. Insisto: la vi como si, casualmente, viera a alguien arrojarse de la azotea de un edificio. Sin perturbación, sin sobresaltos, como admirando algo largamente previsto o esperado.

Llegado a este punto no sé bien qué escribir —tal vez porque lo que quisiera escribir toca ya los bordes de lo inconfesable. ¿Cómo confesar, sin apocarme, que Tokio Blues no me conmovió tanto porque yo mismo veo la vida de esa forma? ¿Cómo decir que yo también creo que la soledad es una condena irrenunciable y, en consecuencia, toda compañía, tarde o temprano, se descubre falsa?¿Cómo decir eso y todo lo que está entre eso si, al mismo tiempo, quisiera no decirlo?

Termino estas breves notas ocultándome, retirándome de donde voluntaria aunque inútilmente quedé expuesto. Termino citando un fragmento de una carta de Kafka que, a su vez, encontré citado en un libro de George Steiner. Ahora que lo releo pienso que, quizá, la novela de Murakami podría considerarse una larga glosa a estas pocas palabras de Kafka:

«Si el libro que leemos no nos despierta como un puño que nos golpeara en el cráneo, ¿para qué lo leemos? ¿Para que nos haga felices? Dios mío, también seríamos felices si no tuviéramos libros, y podríamos, si fuera necesario, escribir nosotros mismos los libros que nos hagan felices. Pero lo que debemos temer son esos libros que se precipitan sobre nosotros como la mala suerte y que nos perturban profundamente, como la muerte de alguien a quien amamos más que a nosotros mismos, como el suicidio. Un libro debe ser como un pico de hielo que rompa el mar congelado que tenemos dentro».

domingo, 7 de junio de 2009

Qué lástima. Murió Alejandro Rossi.

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La lectura bárbara

Leer mal un texto es la cosa más fácil del mundo; la condición indispensable es no ser analfabeto. Una vez superada esa etapa, más cívica que intelectual, las posibilidades que se ofrecen para desmantelar, tergiversar e interpretar erróneamente una frase , una página, un ensayo o un libro son, no diré infinitas, pero sí numerosísimas. No pretendo ni agotarlas ni clasificarlas, tareas destinadas a eruditos pacíficos o a hombres seguramente geniales. Me conformo con enumerar algunas variedades exponiéndolas no por su rareza sino por su recurrencia. Nada de cisnes negros o tréboles extraños; más bien perros callejeros que trotan en grupo.

[...]

(el resto, en el Manual del distraído)