martes, 25 de marzo de 2008

Perder la pista

La distracción quiere decir: atracción
por el reverso de este mundo
Octavio Paz, El arco y la lira


Portia, en Julio César, enloquece. Y aquí, por falso rigor gramatical, debería terminar todo, porque enloquecer, verbo intransitivo, rehúsa el complemento que apuntala el significado de la acción. Literalmente: se enloquece y punto. Las precisiones, aunque no del todo inútiles, tampoco son imprescindibles. Al sujeto qué le importan los límites, las atenuantes, las condiciones de su locura; qué importa si ésta sobrevino estando en el comedor o arriba del auto. Entonces, debería decir: Portia enloquece.

Pero siempre están los otros, otros que, por no ser sujetos de la acción, preguntan por esos mismos complementos. Somos otros quienes queremos saber si fue tarde o noche, si en el comedor o arriba del auto. Soy yo quien, ahora, duda frente a la locura de Portia.

Como Ophelia, como Lady Macbeth, Portia debe su locura al hombre al que ama. Si algún elemento trágico conserva la vida del moderno, ese es la plena incertidumbre ante las consecuencias de sus propias acciones: Marco Bruto, con su ausencia, propicia el delirio de su esposa. No lo sabe y tampoco lo desea, pero no sucede de otro modo.

Sin embargo, a diferencia de Ophelia y de Lady Macbeth, la locura de Portia es apenas sugerida. No se le ve, escandalosamente adornada, deambulando por las calles de Roma, o levantada a media noche recitando incomprensibles discursos. No, incluso se sabe de su condición a través de un medio indirecto, por la declaración de otro, en este caso, de Bruto y de Messala, quienes, en distintos momentos, dan noticia del hecho con parcos testimonios. Todavía más: el esposo, quien según las reglas de sociedad debería mostrarse abatido, sólo se permite un exiguo momento de debilidad con Casio y con Messala se detiene apenas para el intercambio del pésame. Afuera están Octavio y los otros dos triunviros, afuera la batalla, afuera la reivindicación o el hundimiento. La decisión, para la práctica, es sensata: la locura incontenible de la esposa no es sino un accidente que agrava otro embate también incontenible, la tragedia. Nada qué hacer.

En suma: Portia no es llorada por Bruto ni su delirio motivo suficiente para una serie de versos absurdamente certeros. No, no todavía. Julio César es (lo diré sabiendo que me equivoco) un ensayo, una antesala. No obstante, la palabra que devela la locura compensa esas aparentes carencias.

«With this, she fell distraught», dice Bruto a Casio y, esta vez, fallo en la traducción, porque, según sé, “distraught” proviene, alterándose, de “to distract”, distraer. “Cayó distraída” o “se ha distraído” son dos tentativas que, si bien descabelladas e inexactas, permiten preguntar por qué la distracción es, si no equivalente a la locura, sí un anejo de ésta, uno de sus consanguíneos.

Quizá el lunar que más hermana al loco con el distraído sea el que indica su interés, su estancia misma en otro lado, otro lado que supone uno donde ambos deberían estar: el trabajo, la escuela, la realidad. Huida que, no está de más decirlo, enfurece al moderno, represor tanto de la distracción propia (soñar despierto, pensar en la inmortalidad del cangrejo, distraerse hasta con el vuelo de una mosca, írsele a uno las cabras), como de la inducida por otros (el chisme, la historia graciosa, las muecas del compañero de banca). Esa ira se debe menos al desperdicio del tiempo (que es fuerza de trabajo) que a la total inutilidad propia de la distracción: el distraído, amén de abandonar la obligación, nada hace por ocultarse del dueño de la fábrica, antes bien, sin él advertirlo (a fin de cuentas está en la luna), presume su inactividad.

Pero la comparación no resiste mucho. Sólo pensando en una imagen romantizada del loco podrían detallarse otras correspondencias entre éste y el distraído; yo declino esa tribuna.

Además, el distraído, a diferencia del loco, siempre puede volver —o ser devuelto.



lunes, 10 de marzo de 2008

Una lectura

Sí, en Hamlet se encuentra todo eso que otros han señalado: neurosis y obsesión que desbordan la mente e impiden el acto; mentiras que, para placer de Borges (pero no solamente) fueron situadas entre dos espejos para así multiplicarse a cada instante; aislados gestos de amor; vocablos de factura matemática, pictórica; atracción y repulsión simultáneas por la muerte; o, como quiere Xavier, nostalgia: por el padre, por el reino, quizá por ese pasado que, por dichoso, se antoja fantástico; y, dicho sin desdén, todo lo demás. De este limbo, de este et cetĕra, quisiera salvar una emoción que no sé si otros han entrevisto: el terror.

No es el terror ante la vista de un fantasma. Esto, además de pueril, resulta insostenible: porque Shakespeare no conoció a un fantasma, imagina una sombra atada todavía a algún elemento de su anterior humanidad (el deseo de venganza depositado en el hijo) y, por ese elemento, el fantasma resulta cercano al resto de los mortales. Pero incluso sin esta reflexión, basta la credulidad de los primeros testigos para que el espectador, al contagiarse, también abandone toda duda (el viejo truco de la corte). En suma: por condescendencia hacia la literatura, por afinidad con el dejo de sustancia humana que pervive en la sombra o por simple fe, el fantasma no es aterrador.

No, el terror que, según mi lectura, surge en una de las escenas de Hamlet, sólo utiliza aquella entidad ultraterrena como pretexto.

El príncipe recién mató a Polonio en los aposentos de la reina. El asesinato es expedito porque durante dos actos Hamlet ha expuesto para sí mismo las razones que lo han obligado. Sólo su madre, porque presencia y juzga el hecho, exige una justificación. Hamlet la complace, aunque añadiendo reclamos y reproches que, al final, hacen olvidar que el criminal manifiesto es el príncipe y no la reina. Como sea, cuando ya la madre cree insoportables esos gritos y lo único que atina a balbucear es un “¡No más!”, aparece la sombra del padre, sin embargo, a diferencia de otros momentos en los que se hace presente, esta vez el único que puede verla es Hamlet. Y es la madre —por desquite o por verdadero convencimiento— quien revela el desequilibrio del hijo a través de una conversación cuya primera pregunta es temible: «To whom do you speak this?» [“¿A quién dices eso?”].

Entonces los papeles se invierten. El rencor de Hamlet, su violencia, se disipan para dejar lugar al miedo del interrogado: aunque conserva su firmeza intelectual, entre sus palabras alguna duda se adivina. Finalmente, la madre sentencia: «This is the very coinage of your brain / This bodiless creation ecstasy / Is very cunning in.» [“Eso no es sino invención de tu cerebro. En esas creaciones informes la locura es muy astuta”].

Sé bien que soy incapaz de transmitir el terror de la escena. Un terror en esencia moderno: en Edipo Rey, nadie se atreve a desmentir a Tiresias condenándolo como preso del delirio o al mensajero por juzgar que las palabras del oráculo provienen de una mujer drogada. Pero ahora, la madre descubre a la locura como posibilidad. Antes de ese momento, Hamlet era un huérfano despechado y, de alguna manera, un vidente con licencia. En cambio, al decir la madre “Eso no es sino invención de tu cerebro”, permite que el propósito de Hamlet y los medios de los que se ha servido para conseguirlo puedan ser menospreciados, a causa de su delirio. Cierto que Hamlet se yergue e intenta sacudirse eso que la madre le ha impuesto, pero ya los pesos de la balanza se han confundido.

Si hablo de terror es porque, gloria de la modernidad, basta insinuar la locura en un hombre para anularlo. Y también porque, quién sabe, tal vez una mañana, mientras alguno de nosotros lee el periódico o mira el televisor, alguna de esas imágenes enfrente a cualquiera no ya a la posibilidad, sino al diario tormento de ser anulado.




miércoles, 5 de marzo de 2008

El que tenga oídos

No importan las razones (que acaso ruboricen) ni los resultados (que quizá confundan), importa la casualidad: hace un par de días, deambulando entre los inagotables videos del youtube, llegué a uno que muestra a Leopold Stokovski dirigiendo el Preludio a la siesta de un fauno; mientras se cargaba, leí algunos comentarios, pocos, no porque el video estuviera listo en segundos, sino porque el mensaje de uno de los usuarios distrajo mi atención. Las palabras son estas:

I'm not going to lie, I know nothing about music in any way, shape or form. But how do you get sexuality or eroticism from this? Are the notes supposed to be like words?
[No voy a mentir: nada sé de música, de ningún estilo ni figura ni forma. Pero, ¿de dónde sacan la sexualidad o el erotismo de esto? ¿Se supone que las notas son como palabras?]

Ignoro la emoción que inquieta a xXGxOxDXx. Optimista, pienso que esa persona se asombra o se conmueve después de la audición de la pieza y, novato pero no insensible, no atina a dar a su estupor el mismo nombre que otros ya han impuesto. Menos benevolente con el desconocido, aventuro que xXGxOxDXx escucha la pieza y, novato, se afana por encontrar para sí lo mismo que otros ya han encontrado, y fracasa. Una tercera suposición: esa persona escucha a Debussy y nada pasa en ella; la transformación que, según es creencia, suscita el arte en el sujeto, nunca sobreviene, pero, inconforme, manifiesta su desacuerdo con el parecer de los otros. Como quiera, el cierre es irónico: aun sabiéndose sorda, él (o ella) pregunta adónde debe dirigirse, Are the notes supposed to be like words?

Si le imputo la sordera, no lo hago por escarnio. Lo hago porque creo adivinar en su confusión el procedimiento del impedido: sostenerse de lo más cercano. Como cualquiera de nosotros, todos tullidos: frente a una autoclave habrá quien recuerde una olla exprés o, como quería Monterroso, al probar la carne de rana más de uno dirá que sabe a pollo. xXGxOxDXx no entiende la música y piensa en las palabras. Piensa, sobre todo, en las palabras que ya otros dijeron: sexualidad y erotismo, ambas, en cierta medida, sumamente asibles en razón de su vínculo irrompible con el cuerpo, vínculo que, con frecuencia, sofoca otras formas de la sexualidad y el erotismo. Si persisto en la especulación, diré que este puede ser el caso de xXGxOxDXx: para ella (o él) la única vía que conduce a esos significados pasa por el cuerpo.

Sin embargo, la pregunta tampoco es tan pueril: ¿por qué un sonido es capaz de remitir a algún significado? ¿Por qué, para algunos, el Preludio a la siesta de un fauno algo tiene de sexualidad y erotismo? El asunto es sencillo si se trata de palabras, de significados cuya factura social es manifiesta y que, por esta misma condición, permite la aprehensión irrepetible por parte del sujeto, el “diccionario personal” de los lacanianos basta para explicar la cuestión: a través de un método casi siempre indescifrable, el sujeto enlaza un significado con otro y a éste con otro más y la serie, al parecer, no termina. Por supuesto, en el marco de la terapia psicoanalítica, sólo importan un puñado de significaciones, importaría, por ejemplo, con qué relacionaba el presidente Schreber el significado de voluptuosidad o Aimée el de artista. Incluso con significantes en apariencia abstractos (Dios o esperanza o todas las ficciones que armamos y montamos a diario en esa gran maqueta que llamamos realidad), el asunto sigue siendo sencillo: por más que nadie conozca a Dios, extrañamente todos sabemos a quién se refiere esa palabra. Pero es sencillo por una razón más simple: esos significados, aun los impalpables, no escapan de la cadena y, con un poco de esfuerzo y mucha fe en la teoría, todavía es posible saber cuál es el eslabón que los precede.

Entonces, ¿qué pasa con la música? ¿Por qué, incluso si I know nothing, una tonada nos conmueve o, dicho no sin rubor, nos transforma? ¿Cuál es el camino que lleva del Preludio a la siesta de un fauno (o Amor de cabaret o Disco 2000) a alguno de los sepultados significados personales? ¿Será que, en su insufrible abstracción, la experiencia musical es la más real (es decir, indecible) de todas las experiencias que puede suscitar el arte?