lunes, 10 de marzo de 2008

Una lectura

Sí, en Hamlet se encuentra todo eso que otros han señalado: neurosis y obsesión que desbordan la mente e impiden el acto; mentiras que, para placer de Borges (pero no solamente) fueron situadas entre dos espejos para así multiplicarse a cada instante; aislados gestos de amor; vocablos de factura matemática, pictórica; atracción y repulsión simultáneas por la muerte; o, como quiere Xavier, nostalgia: por el padre, por el reino, quizá por ese pasado que, por dichoso, se antoja fantástico; y, dicho sin desdén, todo lo demás. De este limbo, de este et cetĕra, quisiera salvar una emoción que no sé si otros han entrevisto: el terror.

No es el terror ante la vista de un fantasma. Esto, además de pueril, resulta insostenible: porque Shakespeare no conoció a un fantasma, imagina una sombra atada todavía a algún elemento de su anterior humanidad (el deseo de venganza depositado en el hijo) y, por ese elemento, el fantasma resulta cercano al resto de los mortales. Pero incluso sin esta reflexión, basta la credulidad de los primeros testigos para que el espectador, al contagiarse, también abandone toda duda (el viejo truco de la corte). En suma: por condescendencia hacia la literatura, por afinidad con el dejo de sustancia humana que pervive en la sombra o por simple fe, el fantasma no es aterrador.

No, el terror que, según mi lectura, surge en una de las escenas de Hamlet, sólo utiliza aquella entidad ultraterrena como pretexto.

El príncipe recién mató a Polonio en los aposentos de la reina. El asesinato es expedito porque durante dos actos Hamlet ha expuesto para sí mismo las razones que lo han obligado. Sólo su madre, porque presencia y juzga el hecho, exige una justificación. Hamlet la complace, aunque añadiendo reclamos y reproches que, al final, hacen olvidar que el criminal manifiesto es el príncipe y no la reina. Como sea, cuando ya la madre cree insoportables esos gritos y lo único que atina a balbucear es un “¡No más!”, aparece la sombra del padre, sin embargo, a diferencia de otros momentos en los que se hace presente, esta vez el único que puede verla es Hamlet. Y es la madre —por desquite o por verdadero convencimiento— quien revela el desequilibrio del hijo a través de una conversación cuya primera pregunta es temible: «To whom do you speak this?» [“¿A quién dices eso?”].

Entonces los papeles se invierten. El rencor de Hamlet, su violencia, se disipan para dejar lugar al miedo del interrogado: aunque conserva su firmeza intelectual, entre sus palabras alguna duda se adivina. Finalmente, la madre sentencia: «This is the very coinage of your brain / This bodiless creation ecstasy / Is very cunning in.» [“Eso no es sino invención de tu cerebro. En esas creaciones informes la locura es muy astuta”].

Sé bien que soy incapaz de transmitir el terror de la escena. Un terror en esencia moderno: en Edipo Rey, nadie se atreve a desmentir a Tiresias condenándolo como preso del delirio o al mensajero por juzgar que las palabras del oráculo provienen de una mujer drogada. Pero ahora, la madre descubre a la locura como posibilidad. Antes de ese momento, Hamlet era un huérfano despechado y, de alguna manera, un vidente con licencia. En cambio, al decir la madre “Eso no es sino invención de tu cerebro”, permite que el propósito de Hamlet y los medios de los que se ha servido para conseguirlo puedan ser menospreciados, a causa de su delirio. Cierto que Hamlet se yergue e intenta sacudirse eso que la madre le ha impuesto, pero ya los pesos de la balanza se han confundido.

Si hablo de terror es porque, gloria de la modernidad, basta insinuar la locura en un hombre para anularlo. Y también porque, quién sabe, tal vez una mañana, mientras alguno de nosotros lee el periódico o mira el televisor, alguna de esas imágenes enfrente a cualquiera no ya a la posibilidad, sino al diario tormento de ser anulado.




1 comentario:

Anónimo dijo...

Te paso el blog de Geney Beltrán. Igual ya lo conocías pero igual no lo conoces. Un saludo.

http://www.elgeney.blogspot.com/