domingo, 9 de diciembre de 2007

Últimos fragmentos

V

Aunque redivivo, Constantine es un suicida. Aunque expulsa demonios a cada momento, Constantine se sabe irremediablemente condenado. O quizá no. Trabaja esperando su paga: la redención. La esperanza nace del hecho inexplicable de seguir vivo: inescrutable designio de Dios devolverlo a este mundo, incluso después de haber pasado un par de minutos entre las llamas eternas.

Juego milenario, piensa Job; y de final previsible, agrega Fausto.


VI

Constantine pudiera tener un problema con la realidad: no es la misma que los demás consideran como tal. Por lo menos no es la realidad donde se acepta sin mayores objeciones que una enferma mental, al arrojarse desde una azotea, simplemente se suicida.

Constantine pudiera tener un problema, pero no lo tiene. La realidad en la que él cree es afín a la realidad en la que creen sus próximos. Como don Quijote en sus segundas aventuras, una corte entera le ayuda a montar la escena. Un viejo truco, siempre eficaz.


VII

Inexplicable creencia: descreer de la realidad. Sin saber de dónde viene, algunos la poseen —y por ella son poseídos. Después viene mucho cine, muchas lecturas, muchos colores, muchos mundos (falazmente) ajenos a éste; después vienen los que apuntalan esos mundos. Pero, visto con detenimiento, la corte misma es prescindible. Lo necesario es tener tan extraño inquilino alojado en la mente.


VIII

Constantine, a diferencia de cualquier ser humano, es capaz de trascender su realidad —y, si la ocasión lo permite, la trasciende para visitar el infierno.

No es poca cosa, máxime para un ser humano cualquiera cuyo mundo, tantas veces recorrido, es ya monótono.


IX

«El mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas», escribió Wittgenstein. Quien descree de la realidad descree, fundamentalmente, de los hechos.


X

Alguna vez —Miguel lo recordará— aseguré que la muerte es la única experiencia que no puedes experimentar. El planteamiento, por retórico, suena interesante. Pero es impreciso. Modifico entonces: la muerte (como el nacimiento) es la única experiencia estrictamente irrepetible. Parece que no se experimenta porque sospechamos que ni siquiera hay tiempo para experimentarla. Como en el nacimiento, el instante que dicta la vida, que dicta la muerte, es inasible.


XI

La fantasía del funeral: morir y, de alguna forma que nadie define, permanecer consciente para saber qué hacen los deudos ante nuestro deceso —pero también para tener un poco más de tiempo y entender no qué es la muerte, sino, adquirido finalmente algo distinto con qué comparar, entender qué es la realidad.


XII

Hora de ensayar una conclusión.

Suicidarse no porque, cual yonqui consumado, se esté ansioso de nuevas experiencias. No. Suicidarse porque se intuye que la muerte resuelve el problema con la realidad.



domingo, 2 de diciembre de 2007

Fragmentos sobre el suicidio (más ajenos que propios)

ché non è giusto aver ciò ch'om si toglie
[que no es justo tener lo que se arroja]
Inferno, XIII, 105

I

Josef K. tiene dos oportunidades para suicidarse, las dos en apariencia previsibles: al inicio y al final de su proceso. Pero esta es una opinión injusta. Parecen previsibles porque el lector no es Josef K. y, en consecuencia, puede ver que éste se inicia en algo que lo encaminará irremediablemente a un final. A diferencia de don Quijote, Josef K. no encuentra —en la calle, en una librería cercana a la catedral, acumulando polvo en la buhardilla de Titorelli— algún ejemplar de su propia historia contada por un tal Franz Kafka. Y aquí es necesario repetir lo que tantas veces ha sido repetido: al saberse famosos protagonistas de un libro —es decir, de muchas conversaciones—, don Quijote y Sancho cambian, menos imprudente uno, más sensato el otro, ambos más dignos. Por eso aventuro: carente de ese raro conocimiento de las propias acciones —pasadas o futuras— contadas por otro, Josef K. es incapaz de matarse, en especial, al inicio del relato.

Suposiciones vanas. Kafka no pudo ser más específico: «A K. le extrañó, o al menos le extrañó dadas las ideas de los guardianes, que le hubiesen empujado a la habitación y que le dejasen solo en un lugar donde tenía una docena de posibilidades de suicidarse. Al mismo tiempo, y esta vez a partir de sus propias ideas, no dejó de preguntarse qué razones había para hacerlo. ¿Acaso porque los dos hombres de la habitación de al lado se le habían comido el desayuno? Habría sido tan insensato suicidarse que, aun queriendo hacerlo, no habría podido conseguirlo por esa misma insensatez».

Es cierto: ¿quién se suicidaría porque otro le roba su desayuno?


II

Camus, en uno de los primeros párrafos de Un razonamiento absurdo: «Hay muchas causas para un suicidio y, de forma general, no siempre las más aparentes son las más eficaces. Raramente nos suicidamos por reflexión (aunque no haya de excluirse la hipótesis). Lo que desencadena la crisis es casi siempre incontrolable. Los periódicos suelen hablar de “íntima congoja” o de “enfermedad incurable”. Esas explicaciones son válidas. Pero habría que saber si ese mismo día un amigo del desesperado le habló en un tono indiferente. Él sería el culpable. Pues eso puede bastar para precipitar todos los rencores y todas las lasitudes todavía en suspensión».

(momento para la condescendencia literaria)

Es cierto: ¿quién no se suicidaría ante la indolencia de esa voz que —en el otro lado de la línea, en el otro extremo de la mesa— finge responder?


III

«Soy yo el dueño de la muerte / y de la vida. / Yo hiero y yo curo. / No hay nadie que se libre / de mi mano». Ese es el precepto divino o, para invocarlo en toda su dignidad, es el precepto de Elohim, pues las palabras pertenecen al Deuteronomio (XXXII, 39). Más tarde, el Apóstol, aunque inundado ya por la clemencia del Hijo, está obligado a confirmar a los romanos (XIV, 7-8) cuál es la única senda permitida: «Porque ninguno de nosotros vive para sí, y ninguno muere para sí. Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, vivamos o muramos, somos del Señor».

Con tales premisas, sencilla resulta la conclusión: el suicidio, para el creyente, es sin duda el máximo gesto de soberbia; utilizando engañosamente a Borges, diríase que el suicidio «prodigiosamente nos confunde con la divinidad».

Se ofende a Dios en su potestad, cierto, pero en este argumento persiste algún aire malsano, enrarecido, de abadía, de monasterio. Más humano (menos divino) sería conjeturar que el suicidio, sobre todo después del Evangelio, ofende el infinito amor de Dios, lo defrauda. Frente al suicida (pero no solamente), la más excelsa de las manifestaciones de ese amor, el sacrificio del Ungido, habría sido inútil.

Mediando la Crucifixión, ¿quién podría suicidarse porque otro le roba su desayuno o a causa de un amigo fastidiado?

Mediando la culpa generada por el mayor de los gestos de amor (Jn. XV, 13), ¿quién podría suicidarse?


IV

Largo y fatigoso camino para comentar un episodio que muy pocos, tal vez sólo los afectados, considerarán importante: el suicidio de un hombre.

Según leo, el miércoles pasado fue hallado un hombre que se mató sujetando con su cinturón una bolsa de plástico alrededor de su cuello. 38 años, acompañada su vida por una novia, dueño de un edificio (herencia de su madre) que rentaba. Para emplear los términos propios de la nota roja, el hombre ni atravesaba una crisis sentimental ni una crisis financiera; para emplear términos más presuntuosos: ni Werther ni el crack del ’29. Su único motivo (aparente): la película Constantine.