lunes, 11 de agosto de 2008

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Sólo que la palabra, aquella que importa por alguna razón, nunca se pronuncia en seco. Se pronuncia riendo o llorando o gritando de rabia o de impotencia; se pronuncia con las cuerdas y también con los párpados y con los iris y las pupilas, con las manos, con el torso, con el cuerpo entero; o se retiene para que, antes de murmurarla, antes de condenarla al irremisible exilio, se le selle con una intención que, casi siempre, quisiéramos que el otro comprendiera.

O quizá no.

Quizá el órgano que de verdad pronuncia esa palabra sea la memoria, porque todo eso, las miradas y las risas y los manoteos, los matices, todo es recordado e, imperceptiblemente, todo va asentándose en el lecho de la palabra. Entonces, al menos dos posibilidades: o la palabra es mansa y al asomarnos a ella en ella nos reconocemos, o la palabra es violenta e impetuosa y un día, sin motivo aparente, la palabra se desborda, agitando y escupiendo los sedimentos largamente acumulados, abandonándolos aquí y allá, irreconocibles.

Entonces, la disyuntiva: o juntamos y devolvemos los despojos o damos la vuelta y continuamos, no sin antes desdeñar el desastre con un último vistazo.