lunes, 27 de abril de 2009

p. s.

Acaso sea necesario admirarse y sorprenderse, pero quizá explicar no sea siempre una obligación:

«Si un tema, un giro, de pronto te dice algo, no es menester que seas capaz de explicarlo. Súbitamente este gesto también te es accesible» (Wittgenstein, Zettel, 158).

martes, 21 de abril de 2009

Mi risa

Quizá este asunto podría complicarse un poco más cerrándolo sobre sí mismo.

Acéptese que hay algo allá afuera que provoca en mí una risa única, distinta de la que sobreviene cuando escucho a quien narra un partido de fútbol o cuando veo las bromas de la cámara escondida. Distinta también de la que recuerdo como una risa de infancia o de púber. Sólo yo sé que esta risa es única, que nada me había hecho reír de este modo, ni en otra edad ni en otras circunstancias. Es, para mí, una risa nueva que me fascina de inmediato porque soy más o menos consciente de su aparición.

Acéptese que, pasado el tiempo, río con otra cosa y, de inmediato, reconozco los rasgos de esta risa. La reconozco porque, hasta ese momento, creyéndola única, la tenía siempre cerca de mí, aunque celosamente guardada, temeroso de perderla y no volverla a encontrar. Pero he aquí una risa que se le parece y, si bien el mensajero que la ha traído es otro, con ninguna ligazón evidente con el de la primera risa, no tengo duda de que ambas provienen de vetas cercanas, tal vez hasta de la misma.

¿Cómo establecer ese vínculo interno entre ambas risas? ¿A partir de generalidades, de puntos en común? ¿Cómo hacerlo si el primer motivo de risa es alguno de los escritos festivos de Quevedo (diré que La culta latiniparla) y el otro la interpretación que hace Glenn Gould de la sonata más célebre de Mozart (especialmente de su primer movimiento)? ¿Se trata sólo del ingenio? ¿De la voluntad de derruir los sitiales de los grandes? ¿O que eso que llevó a Góngora o a Mozart a su sitio de preeminencia —el genio— sea tomado y trastocado de tal modo que, siendo todavía genio y también otra cosa (ingenio), se vuelva contra ellos, esgrimido por manos igual de geniales e ingeniosas? ¿Cómo explicar que la risa por leer a Quevedo y la que provoca la interpretación de Gould son, para mí, la misma risa?

domingo, 19 de abril de 2009

Reír

Pocas cosas revelan con tanta precisión lo irreductible de uno mismo como la risa. Pienso, claro, en su manifestación más sensible: la risa como gesto que se ve y sonido que se escucha. Con toda seguridad no hay en el mundo dos personas que rían del mismo modo. Aunque bien podría establecerse un catálogo partiendo de ciertas generalidades —de la risa más escandalosa a la silente, de la continua y casi imparable a la entrecortada, la que es ahogada, la risa fácil, la difícil de quien casi no ríe y la difícil de quien ríe por motivos sumamente rebuscados, de la estruendosa a la chillona, la que no parece risa y la que hace reír a los demás— al final se tendría lo mismo que con las huellas de los dedos: basta una inflexión, una mínima variante para que una risa —que es una persona— sea distinta de cualquier otra. Además es curioso que esta expresión de la risa, aunque aprendida parcialmente de otros, no es producto de la enseñanza. Uno sabe reír y ríe de cierta manera sin saber muy bien de dónde surgió esa manera, si del padre o de la tía o de algún primer amigo del kindergarten.

Sin embargo, todavía más confuso que establecer la genealogía de mi risa es trazar el algoritmo que la provoca. Bueno, no siempre es tan confuso. A veces el pastelazo en la cara del otro es suficiente para reír. O que alguien caiga. O que el maestro diga una majadería. O sólo que otros rían —como cuando se ve a la niña Amélie grabando para su diversión risas ajenas.

Pero otras veces, la risa, sus motivos, son menos simples. Pienso como ejemplo en la confesión con la cual inicia Las palabras y las cosas, en Foucault explicando cómo un texto de Borges lo sumió en la hilaridad, aunque no por el texto mismo, sino por «la sospecha de que hay un desorden peor que el de lo incongruente y el acercamiento de lo que no se conviene».

El texto de Borges que cita Foucault no hará reír a una multitud pero tal vez haya hecho reír a la multitud de sus lectores. Pero ¿quién reirá porque el texto revela con fino ingenio que el orden de la humanidad, otrora basado en la plena identificación de las palabras con las cosas, es un orden falso? ¿Quién, además de Foucault, puede reír por eso? (¿Quién, además de Foucault, puede leer así ese texto de Borges?) ¿Cómo fue esa risa de Foucault?

Lo dicho: pocas cosas revelan con tanta precisión lo irreductible de uno mismo como la risa.

miércoles, 1 de abril de 2009

Sólo tres escenas de "Don Giovanni"

Estos días he pensado en la muerte. Pero no. No pretendo creer que soy capaz de dominar siempre mis pensamientos, creer que, mansos, dejan que los lleve a abrevar luego de una tediosa carrera iniciada a destiempo. Mejor decir: en estos días, se me ha impuesto de algún modo pensar en la muerte, más de lo que quisiera.

Una mañana, este pensamiento sobrevino mientras escuchaba el inicio de Don Giovanni. Fue como juntar los cables de una misma corriente. Creí entender, como lo creo ahora, que las primeras escenas de esa ópera, esos quince o veinte minutos tan intensos y poderosos, tratan sólo de la muerte y, especialmente, de todo lo que alguien puede hacer para enfrentarla: gritos, imprecaciones, amenazas, juramentos. Todo lo que alguien es capaz de hacer aunque esté, como doña Anna, sumido en la soledad y en el desamparo.

***

¿La muerte? Sí, creo que ahí está, escondida entre las sombras de la obertura, pero no puedo distinguirla bien. No la veo, sólo siento su presencia. Yendo de un lado a otro, acaso complacida con que su escondite se vuelve más oscuro a cada momento, como si la luz fuera taponada por laberínticas corrientes de humo que están por saturar ese espacio imaginario donde la música se desarrolla.

*

Creí distinguirla, pero Leporello, con su socarronería y su ilusorio deseo de hacerse gentilhombre, distrajo mi atención. Creo que entró, junto con don Giovanni, a la habitación de doña Anna.

*

¡Sí! ¡Mira cómo corre! Igual que don Giovanni. Doña Anna la ha descubierto, aunque no sé si sea la cólera o el miedo lo que la hace pensar que puede amenazar a la muerte. Además, con una amenaza un poco confusa: si no me matas, no esperes que te deje huir. ¿Para qué? ¿Para matarte? ¿Matar a la muerte? Pero escucha, ahí está ya otro grito: «Gente! Servi! Al traditore!». Una petición de auxilio: el ilusorio consuelo de la compañía. Como si hubiera gente y servidores capaces de enfrentar a este traidor. Y no los hay, porque nadie acude y doña Anna sólo atina a decir una última palabra: «Scellerato!». Reconocimiento y resignación: sólo la maldad —de Dios, de la vida, de los padres— puede explicar que la condena de la muerte vaya a cumplirse al instante siguiente, siempre al instante siguiente. Mira, alguien viene. Es el comendador, el padre. Lasciala, indegno!, dice, y sus palabras son casi un vade retro, un último intento puramente verbal para impedir que la muerte se lleve a su hija. Sin embargo, esto es injusto al menos en un sentido: el comendador cambia la muerte en vida del deshonor (el destino de doña Anna) por una muerte de verdad.

*

Muerte en vida: como si eso fuera posible. El sufrimiento, la soledad, el dolor, el fracaso, cada uno puede conducir a la muerte, pero ninguno es la muerte. Sólo son sufrimiento y soledad y dolor y fracaso. Sólo eso.

*

Leporello, ¿dónde estás?
Estoy aquí, para mi desgracia. ¿Y vos?
Estoy aquí.

¿Dónde estás? Es lo mismo que pregunta Yavé a Adán cuando éste ha pecado.
¿Dónde estás ahora que has caído?

*

Por cierto, el hombre que montó Don Giovanni para el Festival de Salzburgo de 2006, quiso que su propuesta escénica se sustentara en tres ejes: el erotismo, el comercio y la muerte. Dice que, a propósito de esta última, la pareció interesante este primer diálogo recitativo entre don Giovanni y su criado, sobre todo la línea en la cual Leporello, casi pasando como un idiota, pregunta quién murió, si don Giovanni o el viejo. No sé qué conclusiones sacó este hombre de esas líneas: dejé de escucharlas para escuchar mis pensamientos. Pensé en qué pasaría si la pregunta de Leporello fuera hecha no desde la idiotez, sino desde la inocencia o, mejor, desde la ignorancia: morir y no saber que uno ha muerto. Un poco a lo Rulfo. Entonces, la ópera entera sería una farsa montada por Dios como una última oportunidad para que don Giovanni se arrepienta de su vida disoluta. Está muerto, pero no lo sabe, porque si lo supiera la farsa se arruinaría y, paradójicamente, don Giovanni actuaría falsamente en busca de su salvación.

Cuando terminé de pensar esto me reí de mi simpleza. Es muy tonto pensar que Dios prepara después de la muerte otro montaje y otra farsa para determinar la salvación o la condena de una persona cuando de eso se trató la vida: de vivir un montaje y una farsa para determinar la propia salvación o la propia condena.

*

Doña Anna regresa con don Ottavio y, ahora sí, con la servidumbre. Sólo para mirar el cadáver de su padre. Sólo para que don Ottavio ordene a los criados retirar ese “objeto de horror”, recomiende el olvido a doña Anna y se afirme como sustituto del muerto:

Il padre? Lascia, o cara,
la rimembranza amara.
Hai sposo e padre in me.

Y, si bien doña Anna parece conforme, antes de entregarse plenamente al duelo hace jurar a su esposo que vengará al comendador. Y él acepta, tres veces: lo juro, lo juro, lo juro. Como si quisiera ahuyentar con esa repetición la certeza de que no hay juramento que resista medirse con la muerte.