sábado, 4 de agosto de 2007

Dos recuerdos (1)

Se dice, acaso con razón, que ciertos libros contienen todo lo que el ser humano es: la prefiguración de sus emociones, repeticiones incesantes de un hecho que obligan a sospechar del destino o de la historia, palabras que al ser pronunciadas dejan la extraña sensación de ser apenas un eco. La Biblia, el libro de Las mil y una noches, la herencia de la antigüedad grecolatina, la obra de Shakespeare. A esta enumeración añado, no sin temeridad, Moby Dick or the White Whale. Quiero imaginar que los siguientes dos recuerdos son la renovada representación de temas que ya estaban en Melville: a mí sólo me tocó presenciarlos.



LXXXVII

Porque las palabras que había oído hasta entonces, hasta entonces lo supe, no tenían ningún sonido, no sonaban; se sentían; pero sin sonido, como las que se oyen durante los sueños
Pedro Páramo

Era tarde. Quisiera escribir, con la certeza con que lo haría ahora, que afuera llovía, pero me siento como si estuviera recordando un sueño: la lluvia es apenas una intuición, una presencia que lo mismo podría pertenecer a otro recuerdo, a otro sueño, que a éste que obligo a mostrarse. Aquella era una de las tantas tardes de los últimos cuatro años: salí de la universidad y abordé el metro para regresar a casa. Creo que era una hora desacostumbrada para mí y acostumbrada para los oficinistas: muchos de ellos habían llenado el vagón que por pocas estaciones permaneció casi vacío. Sobra decir aquello que el citoyen conoce: una vez sepultado entre los andenes, el hombre pierde el atrevimiento de mirar a los demás, se revuelve ante la idea de requerir más aire y al mismo tiempo advertir que no hay manera de obtenerlo. Rutinaria situación. Fue en la estación Zapata (tal vez antes, tal vez después) donde abordaron dos mujeres jóvenes, que frisaban los veinte años. En esto no hay nada sorpresivo. Así como para el griego era inconmensurable la diagonal del cuadrilátero, para mí lo es el número de personas que viven (con todo lo que el verbo implica) en la ciudad; en verdad que si supiera cuántas mujeres de entre 18 y 22 años toman el metro en la estación Zapata, esbozaría un hipócrita gesto de asentimiento: la cifra nada me diría salvo que, ni con los más sobrehumanos esfuerzos, podría conocer a igual cantidad de mujeres entre los 18 y los 22 años. En este caso, sería prudente deducir, a manera de hipótesis, que la incomprensión veda la sorpresa, salvo si ésta es inevitable, si se convierte en dama de compañía inseparable de aquellos que, sin ufanarse de ello, han dejado de ser normales. Aquella tarde la anormalidad se personificó en las dos muchachas que he mencionado: las dos eran sordomudas. Como si de una puesta en escena se tratara, apenas tomaron su lugar, ambas comenzaron a mover rápida, rítmica y disciplinadamente sus manos. Aludí al teatro, pero más correcto sería comparar su situación con la del solista al que la orquesta debe rendírsele; no obstante, la comparación sigue siendo insuficiente: esta vez la orquesta, el resto de los pasajeros, por costumbre estaba obligada a ignorar que frente a ellos estaba a punto de abrirse «una brecha en el muro viviente». Por mi parte, no pude (pero tampoco quise) dejar de ver la graciosa evolución de sus dedos; a mi alrededor, sentí que me envolvía un silencio, el cual, tardé en advertirlo, era sólo la consecuencia de otra sensación: estaba inmóvil. No sé si en ese momento o un par de meses después, recordé que en un cuento alemán un hombre era convertido en piedra contra su voluntad en una fantasía que, por otra parte, seguramente se repite en otras tradiciones. Así me sentía: tornado mi cuerpo en piedra, al igual que el de mis compañeros de viaje, con la diferencia que a ellos les fue suprimido cualquier tipo de sensibilidad; no en mi caso: yo las veía, sentía el silencio del vagón y escuchaba el sedante sonido de sus dedos. Fue la necesidad de parpadear la que me expulsó, de nuevo al mundo.






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