lunes, 16 de junio de 2008

P. S.

Pienso en otro catálogo, quizá más celebre que aquél del que ahora me ocupo: el catálogo de El Aleph. Se dice con frecuencia que el mérito de Borges, la prueba de su genio, está no en la simple enumeración sino en el equilibrio de la diversidad de esa enumeración; la tarea irrealizable (decir lo infinito a través de un medio finito y limitado, el lenguaje) se disfraza con el ejercicio verosímil: nombrar sensaciones, lugares, imágenes de mutua comprensión y otras de intransmisible significado, nimiedades, multitudes cuya reunión sólo es factible como pensamiento («las muchedumbres de América», «todas las hormigas que hay en la tierra»); en fin, para no incurrir en una clasificación inútil, baste señalar el procedimiento: nombrar algunos representantes de las posibles secciones de la totalidad para hacer creer que de verdad el universo puede ser contenido por el lenguaje. Y el artificio funciona: el lector cree, junto con Borges, que el mundo se desdobla y se tiende para ser recorrido a placer. El mundo, dócilmente, está a la vista.
No así en Movimiento. La posible evidencia de las imágenes invocadas en el poema se origina en otro lugar: pertenecen a un mundo ahora desconocido que, sin embargo, nunca dejó de ser. Imágenes presentes pero dispuestas para la ausencia. Secretos, recónditos, elementos todos a los que intenta volcarse, para reconocerlos, una parte del ser que creíase extirpada. Reminiscencias de otra edad, de otra vida. El mundo, fortuitamente, se revela.
¿Será sólo consecuencia de los años en Oriente?

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