jueves, 31 de julio de 2008

Enrigue y sus "Vidas perpendiculares"

Comenzaré con una declaración ridícula: es alta la estima que siento hacia la obra de Álvaro Enrigue. Ridícula al menos por un par de motivos: porque es una confesión y porque la confesión entraña un sentimiento. Y no uso este último verbo casualmente: en cierto modo, confesar una filiación literaria es casi como rajarse el vientre para exhibir las tripas en toda su humanidad. De ahí que el ejecutante deba apurar de un solo trago la rara mezcla de timidez y vergüenza que acompaña este gesto —sin saber que, inesperadamente, en las heces reposa un insólito sabor a orgullo.

Sin embargo, hasta hace poco (al leer Vidas perpendiculares), me pregunté a conciencia de dónde provenía dicha estima. Recordé entonces unas pocas palabras de Enrigue, leídas casi al paso cuando éste formó parte del jurado de Caza de letras. Pocas y mal citadas, esas palabras fueron: el escritor escribe y, por ende, su materia debe ser el lenguaje y no, como quiere una costumbre impuesta durante los últimos años, la fascinación inmediata de la imagen.

Este juicio parece un tanto soso porque el destinatario del imperativo es el escritor: es él quien está obligado a la palabra precisa, al ritmo adecuado, a la sintaxis correcta; es él quien, por razones de oficio, debe someter y someterse al lenguaje, menospreciando los clichés, los lugares comunes, las frases hechas que comprenden miles de coetáneos suyos (o, a la manera de Karl Kraus, de Quevedo, de León Bloy, prender todo eso para mejor desecharlo).

Del otro lado de este juego, todavía en el tablero de la literatura, está el lector, quien quizá debería guardar una actitud parecida y leer atenta, pausadamente, para mejor contemplar y recrear, como si de una imagen poética se tratara, los artificios de este escritor, apreciando así, por ejemplo, una línea como la siguiente:

«sus esforzados fuegos apenas entibian mis aguas»

O:

«la voracidad a la que hice la cabalgata vespertina a la ciudad me dejó las ancas bien abiertas y todo el órgano de la vida en sueños»

O este último, de la primera página de la narración

«y viajaba todos los veranos a la casa de su familia, pudiente y pomadosa, en el lago de Chapala»

La concordancia en los elementos de una metáfora; en vez de un nombre cualquiera (vagina), una sinécdoque que induce a la reverencia, el uso de un adjetivo de origen coloquial que abre la mente del lector para dar libre paso a la ventisca de significados (pomadosa, presumida, creída, fufurufa): tres ejemplos aparentemente simples, casi elementales. Lo menos que podría pedirse de un escritor. No obstante, ¿hay quien pida esto de un escritor contemporáneo?

Catastrofista y sesgada, mi respuesta sería negativa. Nuestros tiempos mediocres nos lo prohíben. Si no lo pedimos es porque no lo necesitamos y si no lo necesitamos es porque preferimos la comodidad de las cincuenta o sesenta palabras que repetimos, casi sin variaciones, todos los días. Preferimos, quizá sin quererlo, la continua reducción de nuestro mundo.

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