lunes, 12 de enero de 2009

Un descuido improbable

temiendo yo la luz que a ella me adiestra
Garcilaso de la Vega, Égloga segunda

Al principio, creó Dios los cielos y la tierra. No pudo ser de otro modo. Sin embargo, al instante siguiente, sin él advertirlo, se olvidó de pronunciar el fiat lux. En su inmensa, absoluta soledad, no existía quien le señalara su falta y después, de entre todas las creaturas que poco a poco se acumularon en el mundo, la hierba con semilla y los árboles frutales, las lumbreras del firmamento, los animales que bullen en el agua, las aves aladas, el ganado, los reptiles y las bestias de la tierra, el hombre, la mujer, ninguno pudo señalarle su falta, porque para todos ellos era desconocido un mundo donde Dios había pronunciado el fiat lux.

Mucho tiempo después, Dios supo de su olvido. Leyó, en un libro de una Creación que no era esta Creación, que luego de crear los cielos y la tierra Él mismo decía un par de palabras extrañas para que la luz se hiciera. Avergonzado, miró ese mundo mutilado, enceguecido. Entonces quiso remediar su falta y creó la luz. Sí: demasiado tarde.

Ese mundo donde Dios olvida decir fiat lux es el mundo donde transcurre Othello. Un mundo donde, felizmente (¿pero cómo es la felicidad en un mundo que desconoce la luz? ¿qué es ahí la felicidad?), la luz no luce en las tinieblas. Demasiado tarde para Dios: Shakespeare lo había sacado de escena.

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