martes, 19 de mayo de 2009

Escuchar a Polifemo

Últimamente, cuando la voluntad no me ha fallado ni las circunstancias lo han impedido, he pasado algunos minutos de mis mañanas leyendo, en la biblioteca de Filológicas, la Fábula de Polifemo y Galatea. A veces como hábito, casi siempre como ritual: a veces algún verso, alguna imagen, caen como alimento en mi mente ayuna y simple, otras actúo con la esperanza de encontrar un verso, una imagen, que me acompañen desde ese momento y hasta el resto del día, del mismo modo que un talismán acompaña a su portador.

Pero decir así, en singular y en primera persona, que leo la Fábula, es presumir mi ingratitud e intentar ocultar mi ignorancia. Iría como ciego, tentaleando entre las estancias, si no me tomara de los brazos generosos de Dámaso Alonso y Alfonso Reyes. Sin ellos, ni siquiera sabría que las primeras tres estrofas son sólo la dedicatoria del poema. Sin ellos nunca hubiera visto que, en cierta forma, Góngora tiene algo de la transparencia y la luminosidad de Garcilaso, aunque en su caso se hagan evidentes sólo cuando se revela algo de lo mucho que quiso decir en alguno de sus versos. Entonces parece clarísimo que Góngora haya escrito, por ejemplo,

Son una y otra luminosa estrella
lucientes ojos de su blanca pluma;
si roca de cristal no es de Neptuno,
pavón de Venus es, cisne de Juno.

No sé si quien lea estos versos por primera vez sea capaz de leerlos plenamente. Yo ya no puedo fingir que me son inaccesibles. Por desgracia ya no puedo, ignorante, volverlos a leer por primera vez. Sólo me queda el consuelo de saber que, siempre que quiera, podré complacerme en sus imágenes y sus sonidos, en su significado inmenso, inagotable, casi indecible.

Sin embargo, mi intención original, al confesar todo esto, era relatar mi admiración por otro lugar del poema. Uno acaso menos sublime, menos glosado, de factura más sencilla —tan sencilla como puede ser en Góngora. Es la doceava octava, en la cual se relata la afición de Polifemo por la música:

Cera y cáñamo unió (que no debiera)
cien cañas, cuyo bárbaro rüido,
de más ecos que unió cáñamo y cera
albogues, duramente es repetido.
La selva se confunde, el mar se altera,
rompe Tritón su caracol torcido,
sordo huye el bajel a vela y remo;
¡tal la música es de Polifemo!

Como se trata de un cíclope, de un ser monstruoso, horrendo, su música sólo puede ser monstruosa y horrenda, caótica, lo cual se insinúa en la primera mitad de la octava, sobre todo con el hipérbaton que involucra al sustantivo albogues. Sin embargo, en la segunda mitad, el ritmo y los recursos retóricos y poéticos son del todo diferentes. Las palabras ya no se estorban entre sí, intentado decir inútilmente la música de Polifemo.

La justificación de esta diferencia se encuentra, a mi juicio, en una de las propiedades más inquietantes de la música: aquello que la música dice, sólo puede ser dicho en su lenguaje. De ahí la confusión del poeta y el lector al intentar describir y saber qué música toca el cíclope con su descomunal instrumento.

Pero si decir lo que dice la música con un lenguaje distinto es imposible, describir sus efectos, en cambio, es una tarea que se cumple con cierta facilidad —por más que, estrictamente, la música y sus consecuencias de ningún modo sean equivalentes. De eso tratan los versos quinto al séptimo: ya que es imposible decir la música, al menos que se haga presente su monstruosidad a través del sobrecogimiento que provoca en todos los seres que la escuchan, lo mismo el mar que los hombres o las deidades.

Esta oposición de premisas conceptuales, la precisión con la cual Góngora vio la diferencia y supo cómo expresarla poéticamente en una octava de versos endecasílabos es, sinceramente, para admirarse.

Pero, de nuevo, mi intención original no era decir todo esto. Cuando pensé en escribir, sólo quería hacerlo a propósito del penúltimo verso:

sordo huye el bajel a vela y remo;

Señalar su milagrosa conjunción de sílabas. Su inclemente inicio que consume casi todas las fuerzas necesarias para terminar de pronunciarlo, como si el primer viento, el primer empuje de remos, de tan requerido y esforzado, parecieran también siempre insuficientes para acabar de huir el buque.

Preguntarme cómo es posible que, a través de las palabras, esa huida se escuche en todo su sigilo. Decir, quizá, que eso sería fácil en una recreación sonora de un buque, ayudándose del instrumento musical más apropiado. O con sonidos vocales carentes de sentido, onomatopeyas náuticas y marinas. O, más arriesgado, con palabras que, juntas, no formen ningún sentido gramatical sino sólo fonético, induciendo en quien escuche esos sonidos (que han dejado de ser palabras), la idea de un navío en desesperada huida.

Aceptar, finalmente, la bajeza de todas esas opciones e insistir en lo milagroso del verso: las ocho palabras dicen que «sordo huye el bajel a vela y remo» y esas mismas ocho palabras hacen escuchar y ver y sentir que «sordo huye el bajel a vela y remo».

Creo que tampoco era esto lo que quería decir, pero es lo más cerca que puedo llegar.

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