Ayer vi, vimos, Después de la boda. Hoy escribo. Y advierto: si quien lee esto aún no ha visto la película, preferible que no siga leyendo.
Según mi apresurado y parco juicio, son dos los sostenes de la película, de la historia: la añoranza y el silencio. Lo del silencio lo dejaré para otra nota.

Jacob y su hija se citan en un restaurante. El hecho, antes, pudo ser inexplicable: apenas dos o tres días atrás se interrumpió la secuencia de veintitantos años durante los cuales ninguno sabía de la existencia del otro. El hecho, ahora, es ineludible.
Estrictamente, la vida no admite síntesis ni resúmenes; si quisiéramos narrarla necesitaríamos el mismo tiempo que nos llevó vivirla, y quizá un poco más. Ya se lee en Corazón tan blanco: «Hasta las cosas más imborrables tienen una duración, como las que no dejan huella o ni siquiera suceden, y si estamos prevenidos y las anotamos o las grabamos o las filmamos, y nos llenamos de recordatorios e incluso tratamos de sustituir lo ocurrido por la mera constancia y registro y archivo de que ocurrió, de modo que lo que en verdad ocurra desde el principio sea nuestra anotación o nuestra grabación o nuestra filmación, sólo eso; aun en ese perfeccionamiento infinito de la repetición habremos perdido el tiempo en que las cosas acontecieron de veras». Jacob y Anna, como cualquiera de nosotros, están atados a su memoria. Quizá por eso Anna confiesa: “he traído algunas fotos”. La ficción de la fotografía corrige, siquiera por pocos minutos más, la incómoda certeza de saber que nuestra vida, lo que recordamos de ella, puede ser narrada durante una cita que comenzó a media tarde y amenaza finalizar esa misma noche. Anna abre el álbum, Jacob se asoma.
Jacob, sin él quererlo, nada supo de cumpleaños o vacaciones o travesuras infantiles. No obstante, es evidente que Jacob siente, cada vez con más intensidad, añoranza por ese pasado —pasado del que él no fue testigo: imagino lo que no viví contigo.
Helene comenta con Jorgen la posibilidad de ubicar a sus hijos gemelos en diferentes salones de clase. Esta vez ambos saben: Helene sabe que Jorgen está desahuciado, Jorgen sabe que Helene sabe. La consecuencia de este conocimiento: que todo parezca una farsa. Por eso Jorgen se asombra, pero también se duele, ante el comentario de Helene; como lo advierte él mismo, prevenir el futuro («futuro abstracto», acotación también presente en la novela de Marías) es algo que le está vedado. Si los gemelos, con el cambio de aula, crecen alejados de las pandillas danesas, es algo que él no verá. Entonces las lágrimas y el reclamo, las lágrimas y la súplica.
Jorgen, sin él quererlo, nada sabrá de cumpleaños o vacaciones o problemas de adolescentes. No obstante, es evidente que Jorgen siente, cada vez con más intensidad, añoranza por ese futuro —futuro del que no será testigo: imagino lo que no viviré contigo.
Según mi apresurado y parco juicio, son dos los sostenes de la película, de la historia: la añoranza y el silencio. Lo del silencio lo dejaré para otra nota.

Jacob y su hija se citan en un restaurante. El hecho, antes, pudo ser inexplicable: apenas dos o tres días atrás se interrumpió la secuencia de veintitantos años durante los cuales ninguno sabía de la existencia del otro. El hecho, ahora, es ineludible.
Estrictamente, la vida no admite síntesis ni resúmenes; si quisiéramos narrarla necesitaríamos el mismo tiempo que nos llevó vivirla, y quizá un poco más. Ya se lee en Corazón tan blanco: «Hasta las cosas más imborrables tienen una duración, como las que no dejan huella o ni siquiera suceden, y si estamos prevenidos y las anotamos o las grabamos o las filmamos, y nos llenamos de recordatorios e incluso tratamos de sustituir lo ocurrido por la mera constancia y registro y archivo de que ocurrió, de modo que lo que en verdad ocurra desde el principio sea nuestra anotación o nuestra grabación o nuestra filmación, sólo eso; aun en ese perfeccionamiento infinito de la repetición habremos perdido el tiempo en que las cosas acontecieron de veras». Jacob y Anna, como cualquiera de nosotros, están atados a su memoria. Quizá por eso Anna confiesa: “he traído algunas fotos”. La ficción de la fotografía corrige, siquiera por pocos minutos más, la incómoda certeza de saber que nuestra vida, lo que recordamos de ella, puede ser narrada durante una cita que comenzó a media tarde y amenaza finalizar esa misma noche. Anna abre el álbum, Jacob se asoma.
Jacob, sin él quererlo, nada supo de cumpleaños o vacaciones o travesuras infantiles. No obstante, es evidente que Jacob siente, cada vez con más intensidad, añoranza por ese pasado —pasado del que él no fue testigo: imagino lo que no viví contigo.
Helene comenta con Jorgen la posibilidad de ubicar a sus hijos gemelos en diferentes salones de clase. Esta vez ambos saben: Helene sabe que Jorgen está desahuciado, Jorgen sabe que Helene sabe. La consecuencia de este conocimiento: que todo parezca una farsa. Por eso Jorgen se asombra, pero también se duele, ante el comentario de Helene; como lo advierte él mismo, prevenir el futuro («futuro abstracto», acotación también presente en la novela de Marías) es algo que le está vedado. Si los gemelos, con el cambio de aula, crecen alejados de las pandillas danesas, es algo que él no verá. Entonces las lágrimas y el reclamo, las lágrimas y la súplica.
Jorgen, sin él quererlo, nada sabrá de cumpleaños o vacaciones o problemas de adolescentes. No obstante, es evidente que Jorgen siente, cada vez con más intensidad, añoranza por ese futuro —futuro del que no será testigo: imagino lo que no viviré contigo.