lunes, 30 de julio de 2007

A propósito del castigo

Después de abandonar este cuaderno por algún tiempo, dejo pocas líneas de un escrito en el que intenté domar a la bestia-Foucault y a la bestia-Kafka (Vigilar y castigar y En la colonia penitenciaria). Como en otras ocasiones, fue inevitable retrasar el surgimiento de la pregunta: ¿para qué escribo?
Quizá, dada mi falta de imaginación, escoja algún otro fragmento para evitar que el cuaderno se vea muy vacío.



No existe para el oficial «el suplicio como momento de verdad». Su proceso es, al mismo tiempo, más simple y más complejo. Más simple porque no requiere demostrar la culpabilidad —«El capitán vino a verme hace una hora, tomé nota de su declaración y dicté inmediatamente la sentencia. Luego hice encadenar al culpable. Todo esto fue muy simple»— y más complejo porque, además de la certeza de la culpabilidad, posee otra certeza: la mentira. «Si primeramente lo hubiera hecho llamar, y lo hubiera interrogado, sólo habrían surgido confusiones. Habría mentido, y si yo hubiera querido desmentirlo, habría reforzado sus mentiras con nuevas mentiras y así sucesivamente». El oficial pregunta y el preso miente, el oficial pregunta y el preso miente, el oficial pregunta y el preso miente, ad nauseam. ¿Cómo explicar esta situación? ¿Cómo explicar no sólo la secuencia infinita de preguntas y mentiras, sino la previsión del oficial de dicha secuencia? ¿Cómo explicar que, ante esa previsión, el oficial decida sólo aprehender y castigar, sin ningún tipo de mediación? Para responder, de nuevo hay que recurrir a los años de Zürau, el «único período casi feliz» de Kafka. Escribe Kafka —aunque después tachó sus palabras: «Mentimos lo menos posible sólo cuando mentimos lo menos posible, no cuando tenemos la menor oportunidad posible de hacerlo» ¿Cuál es esa inexistente «menor oportunidad»? Un aforismo anterior la revela: «No permitas que el Mal te haga creer que puedes tener secretos frente a él». Kafka, que como apuntó Canetti «es el mayor experto en materia de poder», escribe «te haga creer», es decir, no permitas que el Mal te engañe, que simule lo que nunca podrá hacer: ignorar.